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A propósito del 6G

¿Traerá consigo importantes mejoras del 5G o supondrá la existencia hasta de chips que viajen por nuestro organismo resolviendo problemas?

Como dijo Kyle Malady, director de Tecnología de Verizon, nadie sabe lo que es el 6G, porque aún no existe. Pero existe la tradición: si tuvimos 3G en 2000, 4G en 2010 y 5G en 2020, lo natural es que tengamos 6G en 2030. Aunque la mitad de Galicia siga tirando de las mismas líneas de cobre del siglo pasado.
Hay dos escuelas de pensamiento. La conservadora o, quizá, la pragmática entiende el 6G como una expansión a escala. Esto es, un 5G aumentado diez, cien veces más en todo: más rápido, más capaz, más eficiente. Después, está la escuela visionaria, para la que el 6G debería ser un cambio de paradigma hacia otro mundo en el que todos los chips se comunicarán de forma directa y constante como parte de una red descentralizada y que incluya ancho de banda emocional.
En este cuento, las operadoras son conservadoras, y las universidades, visionarias. Imaginan chips que ya no están en los ordenadores, sino que flotan invisibles por todas partes, incluidos nuestro cráneo, ojos o corazón. En esta benévola visión de Matrix, no estamos enchufados a unas máquinas que nos extraen la vida a cambio de un simulacro de realidad, sino que hay máquinas en la ropa; en la comida; en el agua y en el aire, limpiándolos; o en el tráfico, dirigiéndolo. También están en nuestro intestino y en nuestros sesos, midiendo el impacto de las hormonas, desobstruyendo arterias, eliminando tumores y reparando tejidos. Todas interconectadas, como nuestras células, pero también como Teslas, aprendiendo y actualizándose en tiempo real. Técnicamente no estamos tan lejos. Como ha ocurrido con las vacunas de la covid-19, lo difícil es su administración.
El espectro electromagnético es limitado. Para mantener un ecosistema operando en él, hace falta que se acuerden, se adopten y se cumplan regulaciones nacionales e internacionales. Es imprescindible para evitar interferencias entre las distintas tecnologías, y también para garantizar la interoperabilidad y la itinerancia de la señal. La Unión Internacional de Telecomunicaciones, que es el organismo de la ONU que se encarga de las telecomunicaciones, ha tardado ocho años en publicar los estándares para la interconexión de infraestructuras de 5G. Es probable que los del 6G tarden más en llegar, y eso si llegan. El despliegue de las citadas infraestructuras es hoy el escenario de una guerra geopolítica. Si no se resuelve, el 6G podría ser la primera generación móvil dividida en bloques, tras la balcanización de internet.
De momento, hay dos de ellos: Estados unidos, con sus aliados –Canadá, Australia, Nueva Zelanda y el Reino Unido– más parte de Latinoamérica; y China, con el bloque asiático, África y la otra parte de Sudamérica. Pero todos dependen de las once plantas de la Taiwán Semiconductor Manufacturing Company, la empresa de fundición de semiconductores más grande del mundo, que hace chips para, entre otros, Huawei, ZTE, NVIDIA, AMD, Intel, Qualcomm, Broad­com, Altera, Conexant y Marvell. La pandemia nos ha recordado la importancia de la cadena de suministro. Europa habla de producir el 20 % de los semiconductores del mundo en 2030, pero, de momento, no tiene un plan. Sin soberanía tecnológica, el 6G no resolverá los problemas que han surgido del 5G. Europa seguirá siendo la pobre damisela en apuros, debatiéndose entre bailar con dos galanes dudosos o conformarse con el cable de cobre del siglo XX.

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