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Cero víctimas

Que los accidentes de tráfico sean un vestigio del pasado podría estar cerca: las tecnologías existen y algunas ya están en tu coche.

¿Utopía o una realidad? Que los accidentes de tráfico sean un vestigio del pasado podría estar cerca: las tecnologías existen (IA, 5G, sensores, big data, aprendizaje automático…) y algunas ya están en tu coche. La industria se prepara a conciencia para este nuevo viaje.

Quizá en poco tiempo, un par de décadas a lo sumo, los accidentes de tráfico sean solo un mal recuerdo de una época primitiva en la que los humanos ¡incluso conducían! O, al menos, se reducirán tanto como los siniestros de aviación, que ahora son noticia por lo extraordinario de su existencia. Así lo ven algunos de los principales fabricantes de automóviles del mundo, como Volvo, que desde hace unos años tiene el objetivo de que nadie muera a bordo de sus coches ya en este 2020. ¿Realista? Evidentemente no, al menos por los plazos tan optimistas que se puso el fabricante sueco. Pero hay otras previsiones más factibles, como las de la Comisión Europea, que espera reducir a la mitad el número de muertos en carretera en el periodo 2020-2030. Si vemos lo que la tecnología nos tiene preparado y la velocidad a la que avanza, la fe en un futuro de cero accidentes está tan justificada que la auténtica incógnita sería: ¿para cuándo?

Lo que nadie discute es que el automóvil “va a cambiar en los próximos diez años más que en los cien que lleva de vida”. Esta es una de las frases que suelen abrir las ruedas de prensa de los consejeros delegados de la industria en cada salón del automóvil o en las keynotes –presentaciones de las novedades más importantes– que exponen en las ferias tecnológicas, casi más importantes que los propios salones. Y no exageran nada: hoy en día, la tecnología tiene un gran peso en el conjunto de un coche.

Gran parte de ese cambio se debe a la irrupción de la inteligencia artificial (IA), que ya ha aterrizado en el automóvil, pero que apenas está empezando a dar sus primeros pasos. O, mejor dicho, está recibiendo sus primeras lecciones.

Porque la inteligencia artificial no es más –ni menos– que un cerebro que aprende en función de cada experiencia previa. Con las nuevas tecnologías de captación del entorno, la velocidad creciente en el procesamiento de los datos obtenidos a través de los sensores del coche y los servidores con capacidad para almacenar cantidades ingentes de información, los automóviles son cada vez más sabios. Si tuviésemos que hacer una analogía con el ser humano, hoy aún son niños en cuanto a su nivel de conocimiento, pero su evolución será muchísimo más rápida que la de nuestra especie. De momento, los más modernos ya poseen un cerebro artificial capaz de ejecutar un total de treinta billones de operaciones por segundo, una capacidad tres veces superior a la de nuestro cerebro.

Pero sus facultades se multiplicarán exponencialmente en los próximos años gracias al machine learning –o aprendizaje automático–, por el que el coche es capaz de identificar patrones de comportamiento entre millones de datos. Cada automóvil es una fuente de aquellos, esto es, de situaciones individuales de conducción resueltas por la IA –positiva o negativamente– que puede transmitirse al resto de vehículos conectados. Experiencias que pueden basarse tanto en escenarios reales como simulados: Chris Urmson, antiguo responsable del proyecto de coche autónomo de Google, cifró en 4,8 millones los kilómetros que recorrían virtualmente cada día sus vehículos: “Imaginen la experiencia que tienen”, argumentaba Urmson.

A diferencia de los humanos, los coches podrán conectar sus mentes y aprender unos de otros. Por eso, incluso un automóvil que circule habitualmente en España tendrá el conocimiento necesario para rodar por un escenario mucho más caótico, como son las carreteras de Bangkok. O sabrá, de forma inmediata, moverse con seguridad sobre nieve o hielo aunque nunca los haya pisado antes, gracias a los algoritmos generados por los vehículos de los países nórdicos. Los datos son el combustible de la IA, lo que hace que sus posibilidades resulten infinitas.

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Coche destrozadoiStock

Es necesario que su capacidad sea tan vasta porque la conducción es una actividad altamente compleja, donde confluyen numerosos factores a considerar: situación meteorológica; condiciones del firme –no es lo mismo rodar en asfalto que en un camino de tierra– y de las infraestructuras –unas líneas delimitadoras de carril o señales en mal estado de conservación podrían poner en riesgo la calidad de la percepción del entorno por parte de las cámaras–; el propio estado del vehículo… Baste un ejemplo para entenderlo: un caza de combate tiene 1,7 millones de líneas de código en su software; un Boeing 767 de pasajeros, 6,5 millones; y un automóvil de lujo actual… 100 millones.

Los modelos más avanzados del mercado actual ya ponen a nuestra disposición algunas funciones regidas por ese cerebro de alta velocidad dispuesto a facilitarnos las cosas. Hoy los coches analizan los huecos libres en las calles y nos avisan cuando detectan uno lo suficientemente amplio para aparcar. Entonces, lo podemos hacer nosotros mismos o dejar que el vehículo ejecute la maniobra de forma automática. También son capaces de detectar si delante tienen a un peatón o a un ciclista y, al mismo tiempo, saber si nuestros ojos miran hacia él o, por el contrario, están distraídos en la pantalla táctil central porque estamos cambiando de emisora de radio. En el caso de que interprete que estamos haciendo algo mal, nos alertan con un pitido o aplican el freno de forma automática para evitar una catástrofe. Todo ocurre en milésimas de segundo: la capacidad de reacción de los actuales sistemas de frenado automático –que, además, aplican toda la fuerza disponible para retener el coche, sin miedos ni dudas– es de 192 milisegundos, lo que dura un parpadeo.

Por otro lado, pueden hacernos más cómoda una situación tan odiosa como son los atascos, al acelerar y frenar por nosotros cuando el vehículo de delante reanuda la marcha o la detiene, incluso mantener el vehículo en el carril aunque en los siguientes metros aparezcan una o varias curvas.

Para ejecutar estas acciones, los coches, como los humanos, necesitan sentidos que les permitan percibir el entorno en el que se mueven en cada momento. Aunque no los vemos, los tienen, y son más diversos que los nuestros. Un automóvil actual con funciones automatizadas esconde hasta cuarenta sensores diferentes: GPS, cámaras estereoscópicas de alta definición capaces de construir un escenario en 3D, sensores de ultrasonidos, radares y escáneres lídar láser son los más utilizados en la actualidad. La IA, de hecho, cambiará el concepto de seguridad en el automóvil, que ya no se medirá por la protección que nos brinde la carrocería o los sistemas activos o pasivos –control de estabilidad, cinturones, airbags…–, sino por la capacidad de su cerebro para, directamente, evitar que un accidente llegue a producirse. “Sentir, pensar y actuar son los tres procesos de la conducción automática”, resume Oliver Pink, el máximo responsable en conducción automatizada de Bosch, empresa que suministra sus sistemas a Daimler. Precisamente el anterior presidente de esta última empresa, Dieter Zetsche, es rotundo: “Sin duda, el coche autónomo no sería posible sin la inteligencia artificial”.

Nuestros coches ya tienen algo de robots, y no lo son más porque la legislación aún no lo permite. Como en tantas ocasiones, la tecnología va por delante de la normativa. De hecho, Audi ya dispone en su A8 del primer sistema de conducción autónoma de nivel 3 –hay cinco niveles, de menos a más automatización– que nos permitiría, bajo ciertas circunstancias del tráfico, desentendernos del control del vehículo. El coche, en este supuesto, tiene ya capacidad para analizar por completo su entorno y tomar las decisiones necesarias para garantizar la seguridad, por lo que el conductor podría relajarse y emplear el tiempo en otra actividad, siempre que le permita retomar el control del vehículo en pocos segundos si fuese necesario. Las autoridades de cada país están trabajando para dar validez legal a su utilización, algo que está llevando más tiempo del esperado.

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El hecho de que el conductor pueda ser relevado por primera vez de su tarea es un gran paso y conlleva importantes implicaciones que están dificultando la creación del marco regulatorio. El Ministerio de Transporte de Estados Unidos y la NHTSA –su DGT– son los más comprometidos en impulsar la legislación que haga posible la operatividad de estos sistemas, que este año llegarán a más vehículos, como el nuevo Mercedes Clase S.

El coche es, sin embargo, solo uno de los múltiples actores que intervienen en la conducción. Para conseguir la sinfonía perfecta que pueda llevar a un escenario de cero accidentes es necesario que todos los elementos del tráfico puedan emitir y recibir información e interpretarla de la forma correcta –aquí es donde entrará en juego la tecnología 5G–. Es decir, los coches deberán estar conectados entre sí (V2V, vehicle to vehicle), con la infraestructura (V2I, vehicle to infraestructure, que incluye semáforos –nos permitiría adecuar la velocidad para cogerlos siempre en verde–, señales de tráfico, carreteras, etc.) y con los peatones (V2P). Para unificar todos estos diálogos, ya se trabaja en un estándar de comunicación vehicle to everything (V2X), que haría posible saber si detrás de una curva hay un coche parado por una emergencia incluso antes de que podamos verlo y hasta podríamos evitar atropellar al niño que va a salir detrás del balón.

Esto requerirá de una potente capacidad de inversión en tecnología aplicada a las infraestructuras, lo que limitará las ventajas a las ciudades y los países más desarrollados. Lo que no será un problema es el coste de la tecnología que cada coche autónomo incorporará en su interior: aunque hoy en día ese hardware y software valdría aproximadamente entre 70.000 y 150.000 dólares, en 2025 se reducirá a 5.000, según apunta Kevin Clark, consejero delegado de Aptiv, la empresa que desarrolla la tecnología del coche autónomo para el gigante estadounidense Delphi.

Cuando todo esto sea posible, la conducción como la entendemos actualmente será un recuerdo, al igual que los accidentes de tráfico. El conductor será pasajero en su propio vehículo –si es que los seguimos comprando y no pasamos a simplemente compartirlos– y podremos emplear el tiempo que hoy dedicamos a desplazarnos a cualquier otra actividad que deseemos –además de que el coche autónomo reducirá en 50 minutos diarios los desplazamientos, según las estimaciones actuales–.

Trabajar, interactuar a través de redes sociales, entretenernos con una película o una lectura… Incluso en estos momentos la IA nos acompañará, ahora bajo la forma de un asistente personal que hará las veces de copiloto virtual. Los modelos más recientes de Mercedes y BMW ya responden a diálogos naturales si les pedimos una dirección de destino o cualquier información relevante para nuestro viaje. Hoy el coche, como nuestro móvil, conoce nuestros horarios, sabe que a las nueve se tendrá que dirigir a la oficina y que nos gusta escuchar la tertulia de una emisora específica y llevar una temperatura concreta en el climatizador. O que a la vuelta del trabajo aprovechamos para llamar a casa, pasamos de la política al deporte en la radio y tiene que abrir la puerta del garaje a nuestra llegada. Y lo hará todo por nosotros.

Igual que era cuestión de tiempo que Deep Blue, el superordenador de IBM nacido en 1985, ganase en una partida de ajedrez a Gary Kaspárov –lo hizo en el año 1997, después de doce años de aprendizaje y con una capacidad de 200 millones de operaciones por segundo–, el sueño de acabar con los accidentes de circulación llegará, antes o después. La potencia de la inteligencia artificial se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años hasta convertirse en “la fuerza tecnológica más potente de nuestra era”, según Jensen Huang, fundador de NVIDIA, empresa especializada en el desarrollo de hardware y software informático. El empeño de los fabricantes de coches, de los proveedores de tecnología y de otros agentes, como las instituciones públicas y los legisladores, conseguirá que este mundo feliz sin víctimas en la carretera pueda hacerse realidad.

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En caso de peligro, ¿a quién salvaría el coche autónomo, al conductor o a un tercero?

¿Qué debería hacer un coche autónomo ante una situación en la que deba elegir entre salvar a su piloto –que, a la vez y no menos importante, es cliente del fabricante del vehículo– o atropellar a un tercero? Hablamos de una aplicación moderna del famoso dilema del tranvía fuera de control de Philippa Foot, en el que el conductor debía optar entre seguir su rumbo y atropellar a cinco personas que alguien había amarrado a la vía o cambiar de trayectoria y ser el responsable de la muerte de otra persona atada en ese nuevo camino.

Los dilemas éticos –y sus implicaciones legales– son uno de los grandes retos del coche autónomo, y de más difícil solución incluso que la parte tecnológica. Cuando la interconexión entre todos los agentes que intervienen en la conducción sea perfecta, será más difícil que aparezca el error, pero en un estadio intermedio, en el que convivan coches autopilotados y los conducidos por humanos, estos dilemas sí podrían darse. Algunos fabricantes, como Mercedes-Benz, ya tomaron postura: sus coches salvarían al conductor. Algo bastante lógico, ya que ¿compraríamos un coche dispuesto a sacrificarnos si fuese ese el mal menor? Seguramente no, lo que nos llevaría a una paradójica situación: tendríamos la tecnología para salvar más vidas, pero no la aceptaríamos.

Más de un millón de muertes anuales

Un total de 1,35 millones de personas fallecen cada año en el mundo debido a los accidentes de tráfico –principal causa de muerte en el grupo de edad de los quince a los veintinueve años– y entre 20 y 50 millones resultan heridas, según los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que datan de diciembre de 2018. Este organismo prevé que, a finales de esta década, serán la séptima causa de muerte porque, lejos de reducirse, el número de accidentes sigue creciendo. Son vidas y dinero –500.000 millones de dólares anuales– que se podrían ahorrar eliminando el factor humano, presente en el 90 % de los siniestros con víctimas.

De ahí que la automatización del automóvil, a medida que incremente su influencia en la conducción, permitirá reducir de forma drástica estas cifras (aunque no tanto como ese 90%, ya que habrá que valorar otros factores, como fallos en el software, la piratería o el incremento del volumen de tráfico que generaría el coche autónomo –hasta las personas ciegas podrían tener uno–). En 2030, el 15 % de los coches que circulen serán totalmente autónomos. Algunas predicciones apuntan a que cuando podamos comprobar sus beneficios, el gran debate será si se debería permitir que los humanos conduzcan.

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