¡Nanobomba va! Así ha catapultado el coronavirus las nanoterapias
Las nuevas vacunas contra la COVID-19 basadas en ARN mensajero abren la puerta al desarrollo de medicinas muy diferentes a las que teníamos.
Una pelota de tenis tiene alrededor de 70 millones de nanómetros –cada nanómetro es una milmillonésima parte de metro– y un virus, alrededor de cien. Es difícil imaginar lo pequeñas que son las nanopartículas y muy fácil maravillarse con sus proezas y promesas. En el campo de la nanomedicina, están a la orden del día: desde las vacunas contra la covid-19 hasta el desarrollo de biomateriales para la medicina regenerativa, pasando por utilidades diagnósticas y de prevención, imágenes médicas, potenciación de fármacos, bactericidas y equipos y materiales de protección viral.
Los nanocomponentes están presentes hasta en los jabones con los que nos lavamos las manos para librarnos del coronavirus. Los encargados de deshacerse de los agentes maliciosos son los famosos tensioactivos, unas sustancias cuyas propiedades permiten reducir la tensión superficial del agua y hacen solubles en ella los microbios. Las moléculas de jabón consiguen penetrar en ellos, dividirlos y liberar su contenido en el agua jabonosa, que acaba arrastrándolos.
Los tensioactivos llevan con nosotros algo más de un siglo, si bien el uso de nanopartículas en el campo de la medicina ha sido algo más tardío. Su desarrollo comenzó en la década de los ochenta, cuando la nanoescala se hizo accesible a los científicos gracias a microscopios que permitían por primera vez ver átomos. Así nos lo cuenta la catedrática de Física, Biológica y Nanomedicina de la Universidad de Oxford Sonia Contera, donde tiene su propio laboratorio. En su libro Nano Comes to Life (La nanotecnología cobra vida), recuerda que, por aquel entonces, los químicos comenzaron a producir las primeras nanopartículas en el campo de la biomedicina.
Entrada la década de los 90, biólogos y biofísicos empezaron a entender el mecanismo de las proteínas. “Al mismo tiempo, científicos de otras disciplinas llegaron a la nanoescala por diferentes caminos. Investigadores como yo, que veníamos de la nanotecnología, nos empezamos a interesar por la biología para entender las bases del funcionamiento biológico: las biomoléculas, los motores moleculares”, cuenta Contera.
Un momento clave en la nanomedicina fue el hallazgo del farmacólogo Hiroshi Maeda, en 1986. Descubrió que las células del endotelio de los vasos sanguíneos que alimentan al tumor están alteradas: aparecen separadas por un espacio mayor del habitual, lo que permite que se cuelen partículas de pequeño tamaño entre ellas. Esta permeabilidad del tejido tumoral es una debilidad que, según aventuraron los científicos, podría aprovecharse para introducir fármacos que destruyeran las células malignas.
Para entonces, aún no se hablaba de nanomedicina. Fue en 1991, en el libro Unbounding the Future: the Nanotechnology Revolution, de Eric Drexler, Christine Peterson y Gayle Pergamit, cuando se utilizó por primera vez el término. Según la Enciclopedia Británica, luego fue popularizado por el científico estadounidense Robert Freitas, con la publicación, en 1999, de Nanomedicina. Capacidades básicas, el primero de dos volúmenes que dedicó al tema. Su trabajo era una ampliación de los estudios de Drexler.
En aquellos años se empezaron a probar nanopartículas para transportar medicamentos directamente al núcleo del problema, ya fuera a las células de un tumor u otras específicas. De momento, sin mucho éxito. “Un obstáculo es que tanto el hígado como el riñón se deshacen de ellas antes de que sean capaces de transportar el fármaco a la célula”, afirma la investigadora. Además, el cuerpo tiende a crear autoinmunidad. “Ello explica, en gran medida, por qué esta clase de terapias contra el cáncer han fallado tanto”, apunta.
Pero eso podría cambiar pronto. La científica cree que la pandemia ha adelantado la investigación en nanomedicina a pasos de gigante y que estamos asistiendo a su mayoría de edad. La clave está en las nuevas vacunas basadas en el ácido ribonucleico mensajero (ARNm), que juega un rol determinante en la síntesis de proteínas. “El empuje de Moderna y BioNTech va a ser muy grande, porque ahora se ha demostrado que el enfoque del ARNm es efectivo, seguro y se puede fabricar a escala”, asegura Contera.
La investigadora reconoce que había cierto temor en la comunidad científica con respecto al uso masivo de este tipo de mecanismo de inmunización. “Ahora que sabemos que el sistema funciona, se abre la puerta al desarrollo de medicinas muy diferentes a las que teníamos. Las vacunas de Moderna y BioNTech-Pfizer funcionan de la misma manera y tienen una composición muy parecida. Consisten en moléculas de ARN encapsuladas en nanopartículas de lípidos. Dichos lípidos son moléculas que están presentes en nuestra membrana celular, separando el interior del exterior de nuestras células (y también de muchos virus). El ARN de las dos vacunas contiene información de una versión ligeramente modificada de la proteína spike [también llamada espícula o proteína S], que se encuentra en la superficie de los virus SARS-CoV-2 y es la responsable de la infección. Las nanopartículas son capaces de penetrar en la superficie de las células humanas. Una vez en su interior, el ARN que contienen se usa para producir la proteína, que provoca una respuesta inmune”, explica Contera.
Es decir, que el ARN mensajero se usa para crear la proteína del virus, pero sin el virus. Y lo hace, al contrario de lo que algunos creen, sin entrar en el ADN. Es decir, sin modificar nuestros genes. ¿Por qué? Porque el ARN no es capaz de entrar dentro del núcleo celular –donde reside el ADN genómico– y es degradado por la célula un día después de la inyección. “De hecho, la fragilidad e inestabilidad del ARN es la razón por la que las vacunas deben conservarse congeladas a muy bajas temperaturas”, afirma la experta.
“Esa es la gracia, que el ARN mensajero no modifica los genes, aunque hay muchos virus que sí lo hacen”, añade Contera. De hecho, un gran porcentaje del ADN humano proviene de virus, que han sido fundamentales en nuestro proceso de evolución y la han facilitado.
Hablábamos de nanopartículas lipídicas clave en las vacunas de Moderna y BioNTech-Pfizer, pero estas dos no son las únicas basadas en ese tipo de nanocomponente. También está presente en la de Novavax, aunque esta no contiene ARN, sino la proteína spike directamente. “La nanopartícula está mezclada con otras moléculas –extraídas de la corteza de un árbol de Chile que se llama quillay (Quillaja saponaria)–, que ayudan a que la reacción inmune sea más fuerte”, señala la investigadora.
Además de las vacunas preventivas, como tratamiento, la nanomedicina puede combatir la covid-19 desde distintos frentes, según un artículo reciente publicado en la revista científica Emergent Materials. Ciertas nanopartículas pueden bloquear la unión celular y la entrada viral o detener la replicación y proliferación de los virus. Otras los inactivan o matan mediante fármacos nanoencapsulados. Y las hay que aumentan el efecto antiinflamatorio de los medicamentos, inhiben las tasas de infección o sirven para regenerar tejidos.
En su diana también están otros agentes patógenos: las bacterias. Y más en concreto, a las que han desarrollado resistencia a los antibióticos convencionales. La mayoría de estos son moléculas pequeñas que se unen a los microbios para matarlos o evitar que crezcan. El problema es que las bacterias pueden mutar fácilmente, y crear defensas químicas. Para solucionarlo, los científicos han descubierto que es posible diseñar nanopartículas con forma de icosaedro o poliedro de veinte caras –llamadas nanoicosaedros – con carga eléctrica y capacidad de repeler el agua, para adherirse y destruir las bacterias. Y, además, lo hacen tan rápido que los microbios no pueden igualar su velocidad para desarrollar resistencia. Todo ello gracias al poder de la física.
El logro es obra de un equipo de físicos, nanotecnólogos, biofísicos, biólogos, científicos biomédicos e informáticos de diversos centros de investigación del Reino Unido. Sus hallazgos, publicados en la revista científica ACS Nano, se inspiraron en la forma en que los virus y nuestro propio sistema inmunológico innato matan bacterias, practicando nanoagujeros en su superficie. Es decir, decidieron echar mano de la física en lugar de la química. Así, construyeron el nanoicosaedro, con trozos de proteínas presentes en el sistema inmune humano.
Este enfoque sigue la estela de la nanoingeniería de proteínas, un campo emergente que las utiliza para diseñar y construir microestructuras y nanoestructuras, imitando así a la propia naturaleza. “Las proteínas son los componentes básicos de la vida. Pueden adoptar cualquier forma y función imaginables a nanoescala”, afirma Contera. “De hecho, todavía no sabemos cuántas proteínas diferentes hay en el cuerpo humano, ya que nuestras células podrían tener la capacidad de crearlas y modificarlas a medida que lo necesite”. Entre sus funciones, están crear las estructuras que permiten el movimiento, la extracción de energía de los alimentos o la destrucción de patógenos. “Ninguna nanotecnología artificial hecha por humanos puede soñar con tales capacidades, pero podemos intentar aprender cómo lo hace la vida”, apostilla.
Los nanotecnólogos de proteínas son herederos de los hallazgos sobre uno de los enigmas más espinosos de la biología molecular: predecir la forma de una proteína dada la información sobre la composición de su cadena de aminoácidos. Durante años, esto se consideró demasiado difícil, porque requería de unos cálculos inviables para los ordenadores disponibles. Sin embargo, dejó de serlo cuando aumentó la capacidad de cómputo mediante el crowdsourcing, es decir, se empezaron a usar los recursos de procesamiento de datos de los ordenadores personales de miles de voluntarios. Hoy, la inteligencia artificial (IA) lo ha cambiado todo. DeepMind, un laboratorio de investigación propiedad de Alphabet –compañía matriz de Google–, ha hecho historia con su tecnología de red neuronal AlphaFold. Gracias a su capacidad para analizar grandes volúmenes de datos y hacer extrapolaciones, ha predicho más de 350 000 estructuras del cuerpo humano y de otros 20 organismos, como los ratones o la mosca Drosophila melanogaster. Es, según la revista Nature, un “vasto tesoro de proteínas” que contiene la estructura de casi todo el proteoma humano.
El hallazgo no resuelve el gran enigma de la creación y modificación de proteínas en la naturaleza, “pero sí es un gran paso que ayudará a resolverlo. Se traduce en la posibilidad de poder computar más estructuras”, asegura Contera. Ello creará nuevos interrogantes científicos que hasta ahora no se habían planteado. “AlphaFold ha hecho pública su tecnología, lo que va a acelerar la biología estructural de una manera colosal”, añade.
Pero este no es el único ni el primer intento por conocer el mapa proteico del cuerpo humano. “Es un sistema más poderoso que refina lo que ya existía: el trabajo de décadas de muchos investigadores”, señala. El primer éxito claro en este sentido se remonta a 2012, cuando David Baker y su equipo de investigadores de la Universidad de Washington (EE. UU.) crearon una enzima con una actividad dieciocho veces mayor –más potente– que la original, tal y como publicaron en la revista Nature Biotechnology.
Fue posible gracias a un juego online llamado Foldit, que permite a cualquier persona trastear con proteínas plegables en busca de las configuraciones de mejor puntuación, es decir, que consuman menor energía. Tras plantear una serie de acertijos a los jugadores y, luego, probar en el laboratorio variaciones en los mejores diseños, los investigadores fueron capaces de crear dicha enzima, que superaba con creces la eficacia de la original.
Además del crowdsourcing, el éxito en la aproximación de Baker se debió a que se dio cuenta de que las estructuras proteicas correctas pueden inferirse solo teniendo en cuenta su historia evolutiva. Para comprender la física de la biología y luego construir estructuras como lo hace la biología, la historia evolutiva de la vida en la Tierra debía incluirse en los cálculos matemáticos. Así, se convirtió un problema imposible en uno computable. Con este camino ya avanzado, siendo capaces de predecir la estructura de las proteínas, los científicos comenzaron a aplicar a la inversa sus conocimientos, para diseñar proteínas que no existen en la naturaleza, con fines médicos o tecnológicos específicos. Se trata de piratear la maquinaria molecular de las células microbianas vivas –como las bacterias– y rediseñarlas para producir proteínas previamente inventadas por ordenador.
Un ejemplo, en el que están involucrados colegas de Baker –del Instituto para el Diseño de Proteínas de la Universidad de Washington–, es una candidata a vacuna contra la covid-19 basada en una nanopartícula diseñada computacionalmente que, de nuevo, imita a la proteína spike. Se llama GBP510 y su estructura molecular se parece más o menos a la de un virus, lo que puede contribuir a que el sistema inmunológico la reconozca mejor. En estudios preclínicos, ha demostrado producir niveles altos de anticuerpos y posibilidad de mejorar la protección contra las nuevas variantes del coronavirus, según resultados publicados en las revistas Cell y Nature.
“Estas tecnologías de ingeniería biológica han hecho realidad uno de los sueños de los pioneros de la nanotecnología: el despliegue de ensambladores moleculares capaces de construir cualquier forma con precisión atómica, siguiendo un diseño racional”, destaca Contera. Lo que a la investigadora le parece más interesante de todo esto es que no se ha logrado a partir de un ejército de nanorrobots artificiales desplegado dentro del cuerpo humano. En su lugar, “utiliza la naturaleza misma, aprovechando su complejidad e historia evolutiva para crear nanoestructuras”.
Esta nueva perspectiva para dar forma a la materia señala el camino hacia un futuro en el que los científicos pueden adoptar estrategias evolutivas para combatir enfermedades. De hecho, ya está produciendo avances asombrosos, como hemos visto, con estructuras de diseño similares a virus. En este campo, Contera destaca el trabajo de los investigadores de la Universidad de Washington, con un enfoque similar al de las vacunas de ARN mensajero, pero trasladado a un implante. “Consiste en introducir moléculas que le den información al sistema inmune dentro de una especie de material nanomicroporoso más pequeño que una aspirina, hecho de polímeros biodegradables. La idea es que se pueda insertar cerca del tumor para atraer a las células inmunitarias al implante como si se tratase de algo externo y allí reprogramarlas para que ataquen al tumor”, explica
En el laboratorio de Contera también trabajan en estrategias contra el cáncer. Concretamente, en su trabajo con el cirujano hepatobiliar Alex Gordon-Weeks, trata de entender la física de los tumores de páncreas a nanoescala. Investigan cómo las células se comunican mecánicamente dentro del tumor, “algo sorprendente y fascinante”, dice la científica. Lo que han descubierto es que las células tienen una especie de computación entre ellas y saben las propiedades mecánicas que buscan del tumor. “Entender bien dicha mecánica, los modos de vibración del tumor, es clave para aplicar terapias por ultrasonido de forma innovadora”, indica.
Otro tratamiento experimental contra el cáncer de páncreas es la hipertermia magnética antitumoral. Consiste en el empleo de nanopartículas magnéticas que generan calor cuando se las expone a un campo magnético alterno externo, inocuo para los tejidos. Tras estudiar varios parámetros críticos en su efectividad, investigadores del Instituto de Nanociencia y Materiales de Aragón –perteneciente al CSIC y la Universidad de Zaragoza– y el CIBER –Centro de Investigación Biomédica en Red– de Bioingeniería, Biomateriales y Nanomedicina, han detectado un aumento de la respuesta inmune en los modelos animales y una inhibición del crecimiento tumoral. Así lo publican en la revista ACS Applied Materials and Interfaces.
Hablando de electricidad, Contera destaca también el uso de nanomateriales conductores de energía, en forma de biopolímeros, para hacer que las neuronas se reconecten después de un accidente. Contribuirán a esa reconexión gracias a sus propiedades de conducción eléctrica y biocompatibilidad con el organismo humano. “Podrían evitar, por ejemplo, problemas motores provocados por un accidente o un tumor”, señala la experta. De momento, facilitan la regeneración neurovascular y la recuperación funcional motora después de una lesión completa de la médula espinal, tal y como señalaban los autores este año en Advanced Healthcare Materials.
Contera destaca asimismo los avances en microingeniería, combinando impresión 3D y tecnología de polímeros para reproducir órganos humanos en chips. “No son útiles para transplantar, pero sí para probar medicinas”, comenta. Como ejemplo, pone al Instituto Wyss de Harvard, que ya ha creado reproducciones de este tipo. Son dispositivos de cultivo de microfluidos revestidos con células humanas vivas que imitan la microarquitectura y las funciones de los órganos humanos –pulmones, intestinos, riñones, piel, médula ósea y la barrera hematoencefálica, entre otros–. Estos pequeños sucedáneos, transparentes, flexibles y del tamaño de una memoria USB, ofrecen una potencial alternativa a las pruebas tradicionales con animales. Se espera que, pronto, puedan sustituirlos en ensayos clínicos y usarse para el desarrollo de fármacos y para promover la medicina personalizada.
Así las cosas, para que la nanomedicina de sus frutos, Contera considera imprescindible que los equipos científicos sean multidisciplinares. “Es una sinergia de habilidades: entender la estructura de las proteínas y la física de cómo se ensamblan, conocer la biología de las bacterias y los virus, aprender técnicas biomédicas, saber hacer simulaciones informáticas y microscopía muy avanzada…”, explica. Así, combinando conocimientos y saber hacer en diferentes disciplinas y aprovechando el impulso que ha tenido con la covid-19, la nanotecnología aplicada a la salud despliega su arsenal revolucionario. Como concluye nuestra entrevistada, “asistimos al principio de una nueva medicina”.