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El sexo en las nuevas generaciones

¿Cómo es el sexo en los millenials? ¿Y en la generación Z? ¿Y en la última generación conocida como alfa?

Si tomamos de partida los nacimientos a partir de la segunda mitad del siglo veinte, nos encontramos con la siguiente secuencia canónica: el baby boom, que corresponde a los nacidos entre 1946 y 1964, cuando las condiciones sociales y geopolíticas permitieron una eclosión demográfica tras la Segunda Guerra Mundial; la generación X, que engloba el periodo que va de 1965 hasta los ochenta; la posterior generación Y, conocidos como millennials o milénicos, nacidos entre los ochenta hasta mediados de los noventa aproximadamente; la generación Z, posmilénica o centúrica, nacida entre mediados de los noventa y mediados de la primera década del siglo veintiuno, y, finalmente, la generación alfa, cuya aparición en el mundo se situaría a partir de 2010.

Muchos grupos para menos de un siglo, y es que el mundo tecnológico que hemos creado ha cambiado más en cien años que en los miles en los que los antiguos Homo sapiens tuvieron que vérselas con la naturaleza pura y dura. El mundo empieza a hacérsenos incomprensible, no entendemos los perpetuamente renovados signos y códigos, nos vamos subjetivando de maneras improvisadas y las generaciones que van llegando se distancian también cada vez más rápido de las anteriores. Un esfuerzo ingente por no quedarse atrás que afecta a todos los ámbitos de nuestra vida personal y social y, por supuesto, a la capacidad de despliegue de nuestra condición sexuada.

En las últimas décadas, se están viendo sometidos a continua redefinición todos los aspectos relacionados con el sexo, desde la manera en la que conformamos individualmente nuestra sexualidad hasta cómo nos relacionamos entre nosotros –el erotismo–, cómo nos configuramos históricamente a partir del sexo –sexuación–, cómo formamos o entendemos estructuras eróticas de interrelación –por ejemplo, el cuestionamiento de la pareja– o qué entendemos y qué esperamos de ese antiguo concepto del amor. Nos enfrentamos a infinitos cambios de paradigma y nuevas exigencias, a menudo, contradictorias, que nos impone la inestable forma de vida actual. Entre ellos, señalaremos algunos que marcan modos diversos en los saltos generacionales y que crean tendencias sobre el hecho sexual humano.

Entre los retos que han emergido en los últimos tiempos, destaca la creciente hipersexualización de nuestras vidas. Es el paso progresivo pero implacable de una sociedad represiva que emana del orden victoriano a una en la que actuar, sentirse y hasta exhibirse como ser sexuado, especialmente, en la mujeres, deviene un proyecto a cumplir, un sinónimo de liberación y hasta un requisito para estar al día. El sexo, el deseo y la sexualidad femenina se consideran primero –cosa que hasta hace poco no se daba–, se destapan después, para recuperar el infinito atraso de conocimiento y entendimiento que reinaba sobre el tema, y se liberan finalmente, de forma incluso un tanto excesiva, consumista e impositiva.

Esta transición, entre que el sexo sea algo desconocido, ferozmente reprimido y sancionado a que pueda ejercerse en un marco de libertad individual sin que eso suponga un estigma es, sin ninguna duda, algo positivo que engrandece a nuestra civilización. Pero entraña algunos riesgos que se detectan con facilidad en lo que llamamos tendencia a la hipersexualización. Por ejemplo, una sociedad que dicta un imperativo de gozo no deja de utilizar el sexo como un dispositivo de control biopolítico de nuestra existencia –como una forma de regular ideológicamente nuestras vidas–. Y tan tiránico puede ser el no dejar decir nada como el tener que hablar a todas horas.

Un segundo peligro es la desacralización del sexo, el que empecemos a querer ver o entender una interacción erótica como tomarse un café. Y enfrentarse al otro en una cama nunca será lo mismo que hacerlo en la barra de un bar. El sexo necesita una cierta consideración sagrada, que contenga en sí misma elementos ocultos a los que hay que aproximarse con prudencia, rito y respeto. Porque, en caso contrario, pierde todo interés, deja de merecer la pena. Cuando todo es demasiado evidente o transparente, el deseo –que es un gran aventurero de tierras ignotas– no se activa, pierde interés, se aburre.

Otro aspecto novedoso, no tanto por nuevo, sino por retomado, es el puritanismo. Este sería el segundo punto. Este concepto no solo se refiere a un regreso a cierta forma pacata en materia sexual, que también, sino a la voluntad de dificultar en cualquier terreno la relación con el otro con vistas a crear algo absolutamente nuevo, a abrir un mundo que debe arrasar lo anteriormente conseguido. Cuando se exige que la relación entre los sexos venga determinada por un lenguaje que no implique ninguna ambigüedad ni confusión ni conflicto, eso es puritanismo. Cuando el otro es visto como un enemigo que viene a despedazarme y a contaminarme en lugar de amarme, eso también es puritanismo. Igual que cuando se incrementa la confrontación entre sexos y se radicalizan posturas hasta el fanatismo.

La puesta en cuestión de la realidad diferencial y biológica de los sexos podría ser el tercer punto. Esto viene a decir que, no ya el género, sino el propio sexo es un constructo cultural. Por lo tanto, se presenta no de forma indiscutible, sino como algo electivo en función de mis sentimientos de pertenencia a un sexo, a los dos o a ninguno. La determinación de hembra o varón no la realiza la madre naturaleza, sino el propio sujeto. Esto significa que su fenotipo o genotipo sexuado –si tiene, por ejemplo, genitales masculinos o femeninos– no son en ningún caso marcadores en su identidad sexuada. En el bricolaje de uno mismo, en su inacabable posibilidad pero también en su insoportable tiranía, el “hágase a la carta” supone que nada hay ya trascendente a uno mismo, que nada se puede imponer a la voluntad del individuo, a sus sentimientos o sus apetencias, por confusas o inmaduras que pudieran ser. A esta revolución de cómo nos concebimos, les subyacen cuestiones de todavía más calado si cabe: el concepto de verdad, por ejemplo. Se trata de un paso más en la vocación ideológica del transhumanismo liberal –ya veremos si un día libertario– que apuesta por el sofocante “todo depende de nosotros”. O, dicho en clave motivacional, “si quieres, puedes”.

El cuarto punto es el que podríamos llamar el paso del vínculo al contacto. El desarrollo de las tecnologías horizontales de información, gracias a la digitalización, las de la comunicación telemática y virtual, junto con los dispositivos inteligentes como intermediarios para abrirse al mundo, han convertido la pantalla en un profiláctico que mantiene al otro a distancia y que nos permite interactuar con él a voluntad, zapeando o desconectando como hacemos con el televisor.

La ingente e imparable popularidad de estos recursos de relación ha hecho que cada vez nos aferremos a un número mayor de seguidores con los que contactar, que nos gratifican y popularizan con sus likes, en detrimento del círculo más cercano presencial con el que de verdad nos vinculamos. Es la imagen de una pareja que desayuna junta casi sin mirarse por no levantar ninguno de ellos la cara de sus móviles y desatender por un instante a lo que ocurre en las redes sociales.

En un marco cultural en el que la primacía es el yo y sus necesidades y exigencias de satisfacción continua e inmediata, el compromiso que exige el vínculo frente al contacto, así como lo farragoso de sostenerlo, no se llevan muy bien. No es fácil de compatibilizar con el imperativo de ser individualmente feliz a toda costa.

¿Cómo afrontan estos retos las diversas generaciones? Es en la época precedente a la del baby boom, gracias a avances médico-tecnológicos, como la píldora anticonceptiva, así como a un afán de libertad y la reclamación de derechos civiles y feministas, en la que empezó a producirse una ansiada y necesaria relajación de los férreos códigos morales que regían el discurso normativo victoriano del sexo.

Los movimientos de agitación social y política, desde Mayo del 68 a los jipis, pasando por las revueltas contra la guerra de Vietnam o la Primavera de Praga, estaban guiados por un ansia de libertad que cuestionara todos los dispositivos morales de represión que inhibían a los sujetos del despliegue de sus deseos y aspiraciones. Esta genérica y belicosa voluntad afectó naturalmente al hecho sexual humano. Así, de forma lenta pero progresiva al principio y, luego, más acelerada y un tanto irracional, fue liberándose de una herencia basada en el de tabú, la represión y la sanción clínica y legal.

La generación del baby boom se encuentra con esta transición del sexo reprimido a recomendado, de una hiposexualización a una hipersexualización, de un imperativo represivo a un imperativo de goce, de un modelo exclusivamente reproductivo –lo que en sexología conocemos como el paradigma del locus genitalis– a uno prioritariamente hedonista que considera las interacciones sexuales como algo divertido.

Es cierto que esta generación, perdidos los iniciales ardores épicos y revoluciones de sus precedentes, modera de modo ligero sus pautas de conductas sexuales. Las hace menos ostentosas, es más prudente y reintroduce ciertas restricciones sociales. Tal vez, ya detecta un cierto peligro en considerar que el sexo es algo que no compromete en exceso y que no implica cuestiones mucho más trascendentales. Interactuar sexualmente a principios de los ochenta no es algo tan desinhibido, aunque sí mayoritariamente lúdico, como lo era para determinados grupos a principios de la década de los setenta.

Pero, pese a ese moderado freno, la paulatina hipersexualización es imparable. Gracias, en parte, a que la generación del baby boom mantiene e incrementa, en general, una tolerancia a las minorías eróticas, así como a distintas orientaciones o al derecho de sexualización de las mujeres. El puritanismo no es una opción, y se muestran abiertos y arrojados a relacionarse con el otro. Eso sí, aunque ya se han empezado a sentar las bases teóricas y filosóficas que cuestionan lo hasta entonces incuestionable de los géneros, la diferenciación entre hombre y mujer sigue estando perfectamente asumida y aceptada y no llega a ser cuestionada… El asunto, por ejemplo, de la transexualidad, es marginal y no abordado mucho más allá de una alteración puntual de individuos concretos.

Por otra parte, es una generación que no se inicia sexualmente en la virtualidad, sino que se tendrá que adaptar en su madurez a los primeros desarrollos tecnológicos en ese sentido. Para ellos, las relaciones siguen siendo un esfuerzo presencial que exige el vínculo e instituciones como la pareja o la familia mantienen su importancia en la organización social. Los babyboomers, que andan hoy por los sesenta o en edades más avanzadas, supieron aprovecharse del clima de esperanza, fraternidad y solidaridad que se había forjado tras las tragedias de los conflictos mundiales. Vivieron la libertad sexual como una oportunidad, pero también como algo que merecía respeto, tocar pero sin manosear. El sexo era ya algo que podía entenderse como asequible y hasta recomendable, aunque no un elemento más de consumo.

Sin embargo, la hornada siguiente, la x, tuvo que lidiar con una espantosa tragedia: la desoladora pandemia del vih. Volvieron, en cierta medida, postulados conservadores, la educación sexual fue constreñida en exclusiva a la salud y a prevenir enfermedades venéreas, el sexo volvió a convertirse en algo problemático más que en un valor de nuestra condición. Al mismo tiempo, se inicia, poco a poco, una incipiente centralidad del yo –surge el auge del emprendimiento empresarial como proyecto de vida–, que impone sus apetencias a las del colectivo. Además, esta generación empieza a convivir con la informática doméstica, algo que sería determinante para sus descendientes.

El puritanismo empieza a ser considerado como salvaguarda moral a ciertos excesos, pero ello no impide que la hipersexualización se afiance, sobre todo, porque muchas empresas ven en ella y en la paulatina incorporación de las mujeres al mercado erótico un negocio sin fondo. El porno como industria adquiere ya un volumen de comercio más que considerable, especialmente en Estados Unidos, el país más puritano –la relación entre puritanismo y producción de porno merece jugosos análisis–. También, hay sectores de negocio que ven en la juguetería erótica una inversión. Asimismo, se empieza a considerar con más seriedad el drama identitario de los colectivos transexuales y se comienzan a generalizar los postulados teóricos que abogan por un género y hasta un sexo fluido, no trascendente.

Es en los millennials, que tienen ahora entre veintitantos y cuarenta años, donde los cambios sociales y tecnológicos empiezan a alterar muy rápido las cosas. En una caracterización genérica y arquetípica, el milénico representaría la entronización del yo como objetivo existencial. Aunque no por ello tiene carencia de carácter cívico –siempre que le reafirme–, amplitud de creencias –sin que estas anulen el nihilismo que subyace–, interés por las diferencias, por caracterizarse con ellas y por promoverlas –sin que ello anule una inclinación a la homogeneización–. Siempre con vistas a tolerar al distinto pero, sobre todo, a crear una imagen de identidad que, en ocasiones, parece más una marca publicitaria.

Sexualmente, los milénicos son tolerantes y atrevidos, pues están guiados por el espíritu neoliberal de la autosatisfacción inmediata. No obstante, también sufren la exigencia de rendimiento: ser en la cama lo mejor de lo mejor y en tiempo completo. Eso produce un fenómeno hasta hace poco inédito en las consultas de los sexólogos: son jóvenes con problemas sexuales propios de ancianos, como la disfunción eréctil o el deseo hipoactivo, así como un incremento de la falta de control eyaculatorio por ansiedad.

Ante este panorama, con el fin de obtener satisfacción y la ahora llamada autorrealización, cuestiones como el compromiso y la autoridad resultan un lastre, por lo que encuentran soluciones que se presentan como novedosas –pero que ya habían sido probadas por casi todas las generaciones precedentes– para establecer vínculos más cercanos al contacto, sin por ello tener que renunciar a su individualidad ni comprometerse en exceso. Una de esas soluciones es el llamado poliamor.

El incremento de consumo de porno o el autoerotismo son otras. La hipersexualización es ya un hecho y, unida al riesgo que enunciábamos de desacralización, hace que surjan entre los milénicos individuos que muestran un cierto hartazgo hacia esa sobreabundancia que entienden que transforma su condición sexuada en algo más impositivo que opcional. Surgen opciones célibes enmascaradas de novedad, como los mal llamados asexuales. La información sobre sexo –en realidad, la palabrería– se vuelve ingente, inabordable y superficial, con la voluntad de captar la atención y de mantener al millennial activo en su continua actualización de falsas novedades y diferencias que poder consumir.

La tolerancia en materia sexual es casi tan absoluta en ellos como enconada en posiciones divergentes dentro de ellas, pues la sociedad del conflicto se ha impuesto también en este terreno. Es en esta generación donde los planteamientos más progresistas –y también los más irracionales– en materia de género y sexo se extienden y se hacen cada vez más intransigentes en sus particularidades. Eso desemboca en un aumento imparable del puritanismo, en la misma medida que crecen las diferencias identitarias y de modos y usos de la condición sexuada.

Por último, la llamada generación Z –esos que están ahora entre los diez y los veintipocos años–, es difícil de predecir, pues la mayoría ni siquiera ha tenido tiempo de alcanzar una mínima madurez en materia sexual. Aunque el hecho de que sean nativos digitales plenos –han oído hablar más a un dispositivo electrónico que, por ejemplo, a su propia madre–, hace suponer algunas tendencias, sin que todavía podamos afirmarlas con seguridad. Es posible que, en el tema de la hipersexualización, echen un poco el ancla y se reafirmen en posiciones que buscan retomar un poco de misterio, ocultación y también de represión y tabú en el ejercicio de su condición sexuada.

Asimismo, es inquietante la tendencia que puede ser llevada al paroxismo del autoerotismo en su sentido más amplio: desde los ya incipientes matrimonios con uno mismo a limitar, merced a la realidad virtual, su esfera de vínculos a una global e interminable cosmología de contactos sin tener que salir a patear las calles. Aunque también podría darse la reacción contraria, la de volver a buscar y comer carne en el sentido más libidinal del término.

Ellos vivirán el clímax de las tendencias post y transhumanistas, y eso les acarreará la inmensa presión por ser lo que quieran ser sin ninguna limitación aparente, cosa traumática cuando, en realidad, ninguno de nosotros conoce su deseo ni sabe muy bien lo que quiere ser. Por eso, desgraciadamente, esta actitud no hará sino aumentar su malestar existencial. Al mismo tiempo, la madurez del deseo va a tener muchas dificultades por consolidarse frente a la infantil, indeterminada y polimorfa pulsión. Por la misma razón, se van a enfrentar a una considerable empanada en la relación entre los sexos –si siguen estos existiendo en su madurez–, pues es de esperar que el erotismo, lejos de aclararse en sus formas de interacción, tienda a complicarse aún más. Aunque son solo conjeturas: estos adultos del mañana tendrán, pese a que van a ser tiempos de retos, todo por escribir.

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