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¿De verdad el amor nos hace felices?

Suele decirse que el amor es uno de los tres pilares de la felicidad, aparte de la salud y el dinero. Pero ¿realmente lo es? Si queremos reflexionar sobre ello con propiedad, primero debemos saber a qué llamamos ‘amor’.

Se contaba de un pequeño pueblo que hizo una recolecta entre todos sus habitantes para que el hijo de la dueña del colmado pudiera irse a la capital a aprender a tocar el violín. Pasaron los años y el chiquillo, tras vivir a cuerpo de rey en la capital con las contribuciones de los esforzados vecinos, tuvo que regresar para demostrarles a todos su virtuosismo con el violín.

El alcalde, entusiasmado, organizó una audición en la plaza del pueblo a la que fueron convocados todos los conciudadanos. Dio comienzo el concierto. El joven cogió el violín y empezó a emitir con él una serie de sonidos disonantes, horrorosos, sobrecogedores. Al cabo de un momento, cuando al chaval le pareció, dio por concluido el recital. La madre, emocionada, se dirigió al alcalde, cuyo semblante se demudó: “Señor alcalde, ¿qué le parece la ejecución?”. El alcalde, remangándose las mangas, le respondió mientras enfilaba hacia el mozuelo: “Hombre, la ejecución no… ¡pero un par de hostias sí se lleva!”. Y es que, cuando los términos son ambiguos, la comprensión se hace imposible. Lo mismo sucede con dos conceptos tan endiabladamente complejos, amplios, difusos y no siempre compartidos en su semántica como felicidad y amor. Vamos a ver la correlación que existe entre ellos.

¿El amor es siempre lo mismo?

Los antiguos griegos, que no tenían un nombre distinto para designar a una avispa o a una mosca pero, en cambio, tenían al menos cinco términos para referirse a lo que nosotros llamamos simplemente alma o cuatro para lo que conocemos genéricamente como tiempo, demostraban que en esto del amor también eran extraordinariamente sutiles a la hora de diferenciar una cosa de otra. Sabían encontrar las diferencias y, al hallarlas, debían nombrar a cada cosa diferenciada por su nombre. Eros designaba, en una acepción ya tardía y reducida, la afectación fogosa, carnal y pasional que sentían entre ellos los amantes. Un tipo de amor que se sentía con la concubina o con el efebo, pero que no guardaba ninguna relación con lo experimentado con la esposa. Por ella, por la persona con la que se compartía una existencia ya desde antiguo y con quien tanto se había tenido que afrontar, experimentaban pragma, algo mucho más racional y operativo –más pragmático– que emotivo, pero extraordinariamente más sólido en la vinculación. Tampoco era lo mismo lo que se podía sentir por un hijo o una hija; en este caso, lo que imperaba era la storge, de enorme importancia en la cohesión familiar.

La philia, de amplio sentido, implicaba la fortaleza del vínculo con los compañeros, por el que combatía a tu lado, por aquel con el que podías contar cuando la cosa se ponía difícil, por aquel al que podías mostrarle tus debilidades sin que por ello se aprovechara nunca de ellas. Al afecto profundo por los humanos en cuanto cofrades de condición, independientemente de que fueran cercanos o lejanos, y que en nada se parecía al resto de vínculos reseñados, lo llamaban ágape y fue esa concepción, debidamente retocada para ajustarla a sus intereses, la que siglos más tarde utilizó el cristianismo como reclamo de su dogma.

¿Y qué experimentaba una persona respecto a sí misma? Philautía, el amor propio que diferenciara Aristóteles y al que convenía mantener bajo un cierto control, de forma que no menguara en exceso pero que tampoco se desmandara a sus anchas. Ninguna de esas afectaciones era excluyente de la otra y cada cual cobraba una importancia especial según el momento, pero no eran en ningún caso lo mismo, no se podían englobar bajo un mismo término.

No se podía decir que uno sentía eros cuando en realidad experimentaba philia, del mismo modo que una cosa es el pan y otra el vino. Creo que es de Hume ese principio universal de teoría del conocimiento que dice que si dos cosas son conceptualmente distintas es porque son diferentes. Si los griegos –que de entomología quizá no sabían mucho, pero de lo humano se las sabían todas– distinguían y no confundían el culo con las témporas, quizá deberíamos replantearnos el tema. Aquí nos vamos a centrar en dos afectaciones radicalmente diferenciables pero que solemos confundirlas o hacer de una el preludio de la otra: la propia de los llamados enamorados y la que se establece en una pareja de largo recorrido.

¿Se puede amar a varias personas a la vez?

¿Sería razonable decir que dos enamorados que hace poco que se tratan se aman? Es indudable que esa particularidad que el uno siente por el otro, y no sienten, por ejemplo, por sus vecinos o por sus amigos o por sus padres o por otra persona con la que interaccionan sexualmente sin mayor compromiso, es algo muy concreto, con unas características muy determinadas. Pero tan indudable es eso como el hecho de que, si su asociación se alarga en el tiempo, pasarán a sentir el uno por el otro una cosa muy distinta, con unas propiedades distintas, con un desarrollo distinto, con una implicación distinta.

Si a esto último, al vínculo que sostiene y cohesiona a una pareja de largo recorrido, lo llamásemos amor, a lo que sienten dos enamorados, por más que este término ya contenga la palabra amor, deberíamos denominarlo de otra forma. Insistiremos un poco más en las diferencias conceptuales de ambos estados. Lo que llamamos enamoramiento es ante todo un prejuicio. Un prejuicio positivo si se quiere, pero un prejuicio que, como todos los prejuicios, nos puede llevar a la satisfacción del acierto, pero también a la más insatisfactoria de las elecciones. El otro, nuestro enamorado, es apreciado sin que tengamos de él elementos suficientes de juicio, de forma y manera que todo lo que sabemos de él, en realidad, creemos saberlo, pero no podríamos confirmarlo en la realidad, por más que estemos convencidos.

Este prejuicio nos conforma una ilusión, en la más amplia aceptación del término: de engaño –aunque también sea en sentido positivo y nada despreciativo–, pero también de esperanza proyectiva, es decir, de que lo que creemos saber se vaya finalmente a cumplir en la realidad. Es importante recalcar este estado ilusionado del enamoramiento por el tema central que nos ocupa: relacionar amor y felicidad.

Todas las ilusiones están compuestas en su radicalidad de su contrapartida, la decepción. Sin la posibilidad de decepción, no existe ilusión. Esta fantasía que experimentamos, emanada de un prejuicio ilusionante, tiene un marcado componente libidinal. Es fundamentalmente el deseo, la libido, la que nos organiza la experiencia. Y por supuesto, es también la manifestación sexual de la libido la que desempeña un papel preponderante en este estado en el que emergen fogosas y sostenidas apetencias carnales como un medio de evaluar al que comparte este vínculo, de empezar a formar juicio. También aparecen voluntades de exclusivizar al otro, de privatizar la relación, de cerrarla e hiperprotegerla, de apartar al sujeto y a la propia relación de lo que en ellos es consustancial: la apertura, la existencia. Delirios eufóricos y delirios de ruina completa azotan a los enamorados en esta tormenta mucho más bioquímica que cultural. Visto esto, no hay que ser muy ducho en nada para comprender que este estado es de alto riesgo emocional y la satisfacción y la insatisfacción suelen activarse como se activaría un interruptor en manos de un mono loco.

¿Sucede todo esto en un afecto sostenido durante un largo recorrido? Con el paso de los años y la convivencia en común, vamos adquiriendo elementos suficientes de juicio como para poder evaluar al que nos acompaña y a la propia relación; ya no nos cohesiona un prejuicio, sino una decisión juiciosa o, al menos, la posibilidad de que esta lo sea.

La ilusión pasa a ser un proyecto: pierde su carácter embaucador de varita mágica para convertirse en una estrategia común de afrontar no la fantasía, sino la realidad. El deseo deja de ser el centro de sostenimiento y se disipa hacia otros propósitos; los amantes interaccionan menos sexualmente, pueden acordar y pactar los encuentros sexuales de infinidad de maneras –cosa imposible para los enamorados, condicionados por la exclusividad y el sexo como principal referente de lo que sienten– porque compartir las manifestaciones de sus sexualidades respectivas ha pasado a ser un fenómeno cultural y no pasional. Y por último, la conflictiva, caprichosa y pueril euforia abandona el centro de las satisfacciones para dar paso a la posibilidad de la felicidad en cuanto a realización de ese proyecto. Como vemos, los dos estados aquí reflejados son el huevo y la castaña, por lo que sería un error nominarlos de la misma manera si no queremos hacer una tortilla cascando castañas. El irresoluble dilema del síndrome del corazón loco, ese del bolero de Machín sobre cómo se puede amar a dos personas a la vez y no estar loco, pierde por completo su sentido: lo que se siente por el “amor vivido, complemento de mi alma” y por “mi amor sagrado, compañera de mi vida” no es lo mismo, son cuestiones distintas, y por lo tanto no excluyentes una de la otra. Y cada uno procura satisfacciones y decepciones distintas.

Un asunto de conciencia más que de emociones y sentimiento

Pocas veces reparamos en que, cuando hablamos de esas variantes diferenciadas de nuestra ontológica necesidad de estar en relación a los demás humanos y de implicarnos especialmente con algunos de ellos, de lo que estamos tratando no es de un asunto de emociones o de sentimientos, sino de un asunto cognitivo, de la manera en la que nuestra conciencia opera y piensa, de nuestra posibilidad de entender el mundo y a nosotros mismos.

Un humano aislado sin ninguna posibilidad de contacto con otro humano desde su nacimiento no alcanzaría la condición de humanidad; no desarrollaría el lenguaje, no aprendería a interpretar los afectos humanos, su mundo se reduciría a los instintos y activadores de un pájaro pinto. Necesitamos al otro, a cualquier otro, pero especialmente a este en particular para pensar, simbolizar y comprender. La otra persona, aquella con la que realizamos una particular apuesta, es el gran soporte donde construimos conjuntamente con ella el sentido. Que algo tenga sentido significa que se hace comprensible a nuestro entendimiento, y eso afecta a cualquier fenómeno; desde una puesta de sol a una tragedia, desde una ecuación de segundo grado a un poema o a la elección de un automóvil. Esto hace que ese prodigioso hecho de relacionarlo y establecer una jerarquía en nuestras relaciones sea un acontecimiento capital en nuestras existencias para saber quiénes somos y cómo es para nosotros el mundo. “El mundo es distinto desde que tú estás” es una fórmula que puede sonar pomposa o relamida, pero que es absolutamente cierta en determinados estados de ese “estar en relación con”.

Volvamos a nuestra pareja de enamorados. Cuando ambos se han encontrado, se ha producido un hecho que no por fantasioso deja de ser fascinante: han encontrado un nuevo sentido a sus existencias, sus existencias respectivas se transforman súbitamente en otra cosa, las comprenden de otra manera. En esa primera mirada compartida, todo adquiere un nuevo sentido; de repente, el enamorado empieza a entender su pasado, lo que le ha llevado hasta allí –“Si no me hubiera partido la pierna, nunca te hubiera encontrado en este dispensario”…–, comprende de forma diferente su presente –“Ahora soy un hombre nuevo”…–y, gracias a ese nuevo sentido, también es capaz de proyectar un futuro distinto al que hubiera imaginado un segundo antes del cruce de miradas. Es como si, de repente, cada uno fuera otra persona, pero además otra persona que piensa de manera distinta y, consecuentemente, entiende las cosas de manera distinta y proyecta propósitos distintos. Si eso no es sustancialmente un proceso cognitivo, que baje Dios y lo vea.

Pero es que, por si fuera poco, esa nueva persona no tiene marcha atrás, no puede volver a ser la de antes, es irreversible. La simple posibilidad de que pudiera suceder produce pavor. Entre esos dos enamorados, la posibilidad de que uno pierda el sustento por la falta del otro es apelar a la locura, a la más severa de las desgracias. La alerta, en forma de celos, posesiones y desconfianzas, se agudiza y es en sí misma una forma muy particular de dolor; el dolor de despersonalizarse, de perder lo mayor que ha conseguido hasta ahora, lo irremplazable, lo que no cambiaría por nada del mundo. Esta visión de cómo operan los enamorados puede parecer hoy en día excesivamente romántica, pero no lo es: el llamado amor romántico como construcción cultural incide en desatar lo hiperbólico de lo que estábamos refiriendo, en que los amantes tienen que sentir eso y lo han de sentir para ser cierto de una manera absolutamente emocional y apasionada, pero no es exagerado lo que aquí describimos, lo sustancial que establece una diferencia a nivel cognitivo entre ver la cara del amado y ver hervir el agua de una tetera.

¿Y qué pasa con lo que experimenta nuestra pareja consolidada? Para ellos, su vinculación también es una forma compartida de ver y entender el mundo, un proceso cognitivo, solo que lo es de una manera ya consolidada. Imaginemos que vivimos en un determinado lugar –de forma muy gratificante o no tanto; para el ejemplo, es igual– y que al levantarnos reconocemos de inmediato el paisaje que nos rodea. La mesilla está en su sitio; la foto, en el aparador; al descorrer la cortina, veré el árbol aquel y la ventana del vecino; cuando salga a la calle ya conozco al panadero, sabré dónde coger el autobús, etcétera. Todo es, para bien o para mal, perfectamente reconocible, familiar. Pues bien, imaginemos ahora que al levantarnos nada es reconocible: ni la habitación ni las sábanas ni el olor ni la luz que nos envuelven. Al abrir la ventana ignoro dónde estoy, no sé si venden pan cerca ni dónde tomar un autobús. No me reconozco, mi sistema de comprensión se cortocircuita y no sé si definitiva o temporalmente. Terrorífico, ¿verdad?

Eso es, por ejemplo, lo que le pasó al bueno de Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka cuando despertó convertido en una cucaracha gigantesca, y eso es lo que le sucede a un miembro de una asociación afectiva consolidada cuando pierde a aquel que había venido estableciendo con él una lógica a dos, una manera de comprender el mundo y su identidad que, por muy propia que fuera, siempre era dependiente de la presencia del otro, una lógica que no es “del” otro, sino “en” el otro.

Mis amigos psicoanalistas y algunos psiquiatras suelen realizar la siguiente reflexión: si quieres conocer a una persona, fíjate bien en su pareja. La pareja explica más la identidad de uno mismo que lo que puede expresar la propia persona. Es, en términos psicoanalíticos, un síntoma, una manifestación de su identidad que además no puede ocultar –puede dejar de rascarse la cabeza, pero su pareja siempre está de alguna manera presente–. Por todo eso es tan doloroso o gratificante el amor: porque uno se reconoce y comprende el mundo a través de él, pero del mismo modo su identidad se puede fragilizar hasta el extremo o su comprensión verse súbitamente sacudida si se pierde. La realización y el duelo están ligados a la situación amorosa en todas sus especificidades y variantes. El “no puedo vivir sin ti” que dice el enamorado, aunque más de boquilla que porque realmente sea así, se convierte normalmente en una realidad palpable en el estado de afecto de largo recorrido.

El imperativo del sujeto feliz

Vivimos tiempos en los que el sufrimiento ya no es entendido como una experiencia que nos enseña a nosotros mismos nuestro propio yo, sino como un engorro que debe ser erradicado, exterminado, expulsado de los procesos de subjetivación.

Eso no hace que estos tiempos sean más felices, sino más ficticios, más bien parecidos, más dados al espectáculo de la felicidad –basta mirar las fotos en el perfil de Instagram de cualquiera para ver que, si esa es la realidad de esa persona, algo huele a chamusquina–. Cualquier elemento que huela a dolor, trabazón o dificultad, cualquier cosa que represente un impedimento a la inmediata satisfacción, empieza a ser vista como un fracaso en un proceso de ser uno mismo al que solo parece poder espolear la felicidad tal y como la definen estos tiempos.

Entre esas cuestiones de las que hay que huir o a las que habría que enseñar un crucifijo y una ristra de ajos está el compromiso. La oferta de relaciones amorosas a la carta es ingente, tenemos opciones de reemplazo inmediato que, además, vienen con una garantía de compra tan sencilla muchas veces como bloquear en las redes sociales al adquirido. Todos los productos humanos que se nos ofertan bajo la predisposición del clínex –confeccionados en eso del usar y tirar– y para obtener una inmediata satisfacción se nos muestran ordenados, con sus especificaciones, como los smartphones –sin manchar tras el preservativo de la pantalla– y todos con una sonrisa en los labios. ¿Para qué resistir entonces? ¿Para qué comprometerse? ¿Para qué recoser o remendar si puedo comprar otro nuevo? Cuando iniciamos un acercamiento amoroso, ya parece que partimos nosotros y la relación con una obsolescencia programada.

Pero el planteamiento cargado de positivismo sobre el goce ya y a toda costa –sobre el papel, impecable– se desmorona a poco que uno haya pasado ya una temporada en el mundo de los humanos. Por ejemplo, boicoteando nuestra capacidad de compromiso, de implicación, bloqueamos cualquier capacidad de progreso en cualquier situación que acometamos. Sin comprometernos, con la consiguiente apertura a las decepciones y frustraciones, nunca aprenderemos a tocar bien el piano, a escribir bien, a dirigir una empresa… a amar en cualquiera de sus variantes o a alcanzar eso de la felicidad.

“Encuentre el amor de su vida con facilidad”, como eslogan de promoción de estas apps de relación o plataformas de contacto implica una doble falsedad. La primera es que el amor, o al menos las vinculaciones afectivas en sus caracterizaciones más potentes, no “se encuentra”, no aparece como un conejo dentro de una chistera, sino que se construye, como se construye una identidad o una sinfonía. El amor es una obra y una filigrana de ingeniería social. Decir un “te quiero” es un acto fundacional, como se funda una ciudad, y no hay fundación sin aquello que los antiguos griegos llamaban polemos; sin conflicto, sin enfrentamiento, sin poner en juego un posible bienestar inmediato.

La segunda falsedad es que, por lo que acabamos de decir, nunca es fácil. Es más, si fuera fácil, ya no sería amor en cualquiera de sus acepciones, a excepción quizá de lo que llamamos enamoramiento; y es que una cosa es tropezarse con una piedra y otra construir con piedras la catedral de Burgos. Para lo primero solo tiene que haber una piedra, mientras que para lo segundo, además de capacidad, hay que tener una cultura del uso de las piedras. Si lo pensamos bien, nada de lo que pueda hacernos realmente felices lo hemos conquistado sin esfuerzo… Ni nada de eso, por cierto, lo hemos comprado.

Una última aclaración de cierre sobre lo que hoy parece que entendemos por eso de “felicidad”; la felicidad no es la euforia. Parece que estamos confundiendo una cosa con otra y el motivo es muy sencillo: la euforia es relativamente fácil de obtener y tiene un fundamento básico de consumo. Vete a unos grandes almacenes y cómprate un jersey que te guste. Eso que sentirás es euforia, no felicidad. Búscate un rollo en Tinder, llévatelo al catre y, si la cosa se da bien, lo que sentirás en el encuentro será euforia, no felicidad. Ambas acciones, sumamente respetables, tienen como fundamento el consumo, no la implicación. Y bajo la lógica del consumo la premisa se convierte en “puedo hacer con” en lugar de “puedo ser con”.

Saber distinguir una cosa de otra –como saber distinguir los estados diferenciados de eso que llamamos amor– es capital para entendernos entre nosotros y para entendernos a nosotros mismos. “Doctor, vengo porque mi mujer dice que no sé decir ‘Federico’”. Asombrado, el doctor se lo hace repetir: “Federico, Federico, Federico…”. “Puede usted irse –dice convencido el galeno–, no tiene ningún problema”. Al llegar a casa y tras informar a su esposa de que el médico le ha dicho que lo pronuncia de maravilla, se tumba en el sofá y pregunta solícito: “¿Puedes mirar si nos quedan cervezas en el Federico?”. Mal de amores.

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