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La fascinante relación entre sexo y humor

Sexo y humor están más unidos de lo que pueda parecer en un primer momento. Te lo demostramos.

Todo empieza con una sonrisa. Si la mirada localiza y percibe posibilidades amatorias, es la sonrisa la que las confirma. Los amantes se convierten en amantes al sonreírse, cuando el humor ha establecido una estrecha vinculación entre ellos. No nos lo cuentan las crónicas, pero a buen seguro que Julieta Capuleto y Romeo Montesco se sonrieron, como lo hicieron Helena y Paris, Bonnie y Clyde o Shah Jahan y Mumtaz Mahal. Luego, cada historia tuvo su particular desenlace, de la guerra de Troya al Taj Mahal, pero lo que todas compartieron, sin duda, fue una sonrisa inicial. Nuestra condición de seres dotados de humor que se sonríen y la de seres sexuados que interaccionan eróticamente guardan una estrecha y fascinante relación. Una historia de afinidades, complementariedades y coincidencias tan estrechamente ligadas que casi se podría afirmar que sin el sentido del humor una interacción siempre está en carencia y, sin el hecho sexual humano, no tendríamos por qué reírnos.

La primera afinidad que comparten humor y sexo es el acortamiento de la distancia. Decía Bernard Shaw que “la distancia más corta entre dos seres humanos es la risa”. Si alguien le puede disputar a la risa esa primacía de acortar la distancia es el sexo. Independientemente de la distancia espacial, la distancia existencial se estrecha inevitablemente; los que se ríen juntos y los que se besan están muy cerca, por más que se puedan encontrar a miles de kilómetros y su conexión se realice por dispositivos telemáticos.

La risa, como el sexo, sintoniza a quienes ríen y a los amantes de forma que los pone en la misma onda; los unifica en la forma de entender el mundo, los hermana y los obliga a compartir intimidad, con lo que se otorgan el uno al otro una primacía en las respectivas jerarquías de los afectos. Es precisamente ese reducir la distancia lo que hace del humor el gran conformador de comunidad, de individuos agrupados, asociados por un elemento común que los unifica; lo que los hace reír. Su carácter colectivo se ve en cómo se contagia: si uno empieza a reír en un grupo, pronto estarán todos riendo; si se genera un estímulo de deseo carnal, por ejemplo, asistiendo a una representación erótica, pronto los que la observan se sentirán libidinalmente deseosos. Apreciamos lo mismo y nos convencemos mutuamente.

Este concepto de convencer para estar juntos sin que haya una gran separación guarda una estrecha relación con el de seducir. Proviene del latín seducere, que depende de ducere, ‘guiar’, ‘conducir’, sacar a uno de su posición para conducirlo hacia la posición que el otro quiere. En su acepción negativa, próxima a la manipulación, la seducción no conlleva necesariamente ni risa ni sexo, pero en la risa y el sexo son los implicados los que se seducen mutuamente. Una sonrisa es la puerta de entrada, pero también la confirmación de que la seducción se ha producido. Quizá por eso el sentido del humor es el mecanismo más eficaz para seducir. Especialmente en nosotras, las mujeres, que valoramos ese ariete del humor como el más requerido para derribar las barreras.

Me comentaba una alta responsable de una red social que un reciente estudio corporativo mostraba que, en las plataformas de contacto, lo más solicitado por una mujer como característica destacable en su posible pareja es que tenga sentido del humor, del mismo modo que lo que más destacan los varones en sus perfiles es que disponen de sentido del humor. Pero no es que busquemos cómicos vocacionales o pelmazos que se pasen el día contando chistes malos, sino que pretendemos lo que el verdadero sentido del humor refleja: capacidad crítica e inteligencia.

En las situaciones de cortejo, el humor actúa como un excipiente que posibilita la actuación del principio activo, que sería amarse. La risa o la sonrisa es la muestra de satisfacción que anticipa que otra satisfacción va a producirse, que el deseo por compartir algo con el otro se ha manifestado de manera satisfactoria, que nuestro ser erótico que quiere estar “en relación con” se encuentra activo y alegre, que ya somos una apertura dispuesta a invadir y dejarse invadir. La privacidad se ablanda, está pronta a desaparecer. Y con su disolución emana algo más exclusivo para compartir: el secreto. Tanto en la risa como en el sexo hay una gran honestidad; si uno goza y se ríe, está siendo especialmente sincero.

Es cierto que un orgasmo se puede fingir y que una risotada puede ser falsa, pero las falsificaciones, en ambos terrenos, acaban siempre desvelando el cartón. La honestidad facilita mostrarse sin tantos velos, sin tantas máscaras; la risa es el desnudo de mi conciencia; el resto de desnudeces tiene vía libre para mostrarse. Todo empieza con una sonrisa. Todo lo que va a acabar desplegando la condición erótica y ejerciendo nuestras sexualidades empieza con el sentido del humor.

Pero no siempre el humor es el exclusivo preámbulo del sexo. A veces, su relación es otra. En ocasiones, el humor es una defensa contra lo que de problemático pueda tener el sexo.

Tomemos, por ejemplo, la risa tonta o nerviosa que siempre esconde incomodidad. En realidad, el humor gusta con predilección de lo problemático, de lo que no está resuelto, de lo que, por incomodarnos, no sabemos muy bien cómo afrontar. En este terreno de lo difícil de abordar, y por las restricciones morales a la hora de pensar, decir y sentir que ha sufrido nuestra condición sexuada, el sexo es un tema que solo se puede tocar con el humor y en su consecuente marco festivo. Por eso no es de extrañar que la risita esconda un “quita, quita” o un “qué cosas dices”, pues el hecho de que seamos sexuados es algo que todavía no tenemos del todo resuelto. Un algo que nos estresa abordar en según qué contexto.

Ver a alguien resbalar en la calle con una piel de plátano produce, indefectiblemente, en cualquiera, salvo que sea un psicópata, una sensación desagradable. Asistir a cómo le pegan un tartazo en pleno rostro a otro no es necesariamente algo que a todos nos realice, como tampoco lo es que uno empiece en un discurso a proferir palabras gruesas o escatológicas tipo “pedo”, “culo” o “pis”. Lo primero que producen todas estas escenas es estrés, la inquietud y el nerviosismo por saber si el resbalón va a producir daños, si el tartazo es el prolegómeno de algo que va a derivar en un conflicto de más envergadura o si nuestro orden moral se va a ver realmente sacudido por las soeces groserías.

Sin embargo, estas tres situaciones son recurrentes para hacernos reír, y casi podríamos aventurarnos a decir que subyacen más o menos camufladas en la mayoría de situaciones cómicas que se nos presentan. El paso del súbito estrés a la convicción de que la cosa va a acabar bien es justo lo que tardamos en soltar la carcajada. Una carcajada que, como el orgasmo, nos libera de la tensión que hemos sufrido. Para que esa defensa de la risa o la sonrisa sea operativa debemos saber que lo que allí presenciamos va a tener un final feliz o, al menos, no demasiado traumático, y para eso es necesario no bloquear nuestra aprensión o nuestra capacidad de empatía, sino saber leer el contexto en el que esas situaciones se producen para anticipar su inocuo final.

Si, por ejemplo, vamos al circo y se dan las tres escenas mencionadas entre los payasos, la risa estará asegurada y eso será porque todas ellas se producen en el referido contexto de la fiesta, es decir, en el circo. Por eso también nos podemos reír a veces del recuerdo de las desgracias que, en su momento, no tenían ninguna gracia. Cuando ya sabemos que la cosa no fue a mayores y que podemos contarlo, pero aun así la situación nos sigue agitando, solemos cortocircuitar la agitación con unas risas.

Con el sexo pasa lo mismo. Los encuentros sexuales menos exitosos son a veces recordados y relatados entre amigos para la hilaridad de todos. Con todo, no es de extrañar que el top del ranquin de los chistes tenga que ver con cuestiones vinculadas al sexo y, probablemente, con una gran prevalencia del espinoso asunto de la infidelidad… Y mira que es dolorosa la infidelidad. Precisamente por lo que duele y por lo incomprensible que nos suele resultar –el absurdo es el fundamento de cualquier chiste que se precie–, los chistes de cornudos abundan y tienen el éxito casi garantizado.

Un tercer punto que guardan en común humor y sexo es que, además de satisfacción, ambos contienen también fuertes dosis representativas de agresividad y enfrentamiento. Circunstancias que no hacen del sexo y el humor cuestiones indefectiblemente problemáticas, sino todo lo contrario: una de sus funciones es actuar como inhibidores de la agresividad en situaciones reales.

La risa es un arcaico mecanismo de amenaza que retrae los labios con el fin de mostrar nuestra dentadura, como hacen multitud de mamíferos territoriales. Una interacción sexual puede ser lo más parecido a la representación de un combate a vida o muerte, en la que los gestos de dominación y sumisión se teatralizan en todo su esplendor entre los amantes –hay luchadores de sumo que sudan menos para sacar a su oponente del círculo–.

Decíamos que el humor es la distancia más corta entre dos personas… pero es la más larga de una tercera, especialmente si esa tercera es el motivo de la risa. Además, el humor contiene en sí mismo una capacidad crítica con una enorme mala leche. En estos tiempos en que las sensibilidades se entronizan, florecen y se lastiman hasta con el rocío, esto lo sabemos mejor que nunca. Y tiene mala leche por la forma en la que se ejerce y por los temas que se permiten abordar; por ejemplo, es al único al que se le permite tocar lo intocable, es decir, el tabú. Estos elementos belicosos y conflictivos que comparten el sexo y el humor tienen, cuando ni sexo ni humor se emplean de manera desnaturalizada, una función concreta: evitar que la verdadera belicosidad y conflicto afloren al trasladarlos a una representación.

Con “desnaturalizar” nos referimos a que se desvirtúe de tal manera la estructura conceptual que se convierta en otra cosa; por ejemplo, si decidimos que una plancha, que es un artilugio creado para planchar la ropa y eliminar las arrugas, debe ser empleada para asestarle un golpe mortal a un vecino. En este caso, la plancha es algo así como “el arma del crimen” o un “objeto contundente”, es decir, ya no es una plancha. Con el humor y el sexo sucede lo mismo y es algo importante reseñarlo: pese a que contengan elementos que puedan propiciar el conflicto –como la plancha contiene la “contundencia”–, dejan de ser humor y sexo cuando se emplean con el fin de dañar al prójimo. El humor y el sexo son condiciones humanas que posibilitan la satisfacción y evitan el conflicto, por más que ambos compartan fórmulas representativas agresivas.

Un cuarto punto de coincidencia entre humor y sexo es lo que comparten en el ámbito bioquímico y fisiológico. En el plano fisiológico, ambos reducen los niveles de cortisol y adrenalina –los máximos responsables del estrés– a la vez que incrementan las endorfinas, que es la hormona que más interviene en aportar una sensación general de bienestar y euforia. Lo mismo sucede, en el caso del humor y el sexo, con la serotonina, neurotransmisor encargado de regular las emociones y el estado de ánimo para que estos se mantengan en niveles placenteros –de ahí que se considere tan importante en algo tan particular como la felicidad–. Dentro de los mismos aspectos fisiológicos, ambos, humor y sexo, fortalecen el sistema inmunitario, incrementan la oxigenación tisular y, con ello, la capacidad respiratoria y su eficacia. Relajan a la vez que ejercitan la musculatura general –reír e interactuar sexualmente son un ejercicio mucho más completo de lo que se cree– y especialmente la zona abdominal, lo que lleva asociado una mejora del tránsito intestinal. Incrementan el ritmo cardiaco y la circulación sanguínea, por lo que constituyen un más que saludable ejercicio cardiovascular.

En el plano psicológico, humor y sexo también nos producen reacciones coincidentes. Por ejemplo, permiten estrechar vínculos, lo que mejora y pacifica las relaciones sociales y aumenta la empatía. Además, liberan de la ansiedad y de los temores a la vez que disminuyen nuestra agresividad. Y eso por citar tan solo algunos de los beneficios que comparten y que se encuentran suficientemente demostrados.

Para concluir, tenemos que señalar la profunda humanidad que nuestra condición humorística y sexuada encierra. Es cierto que algunos primates superiores pueden reírse, y que los seres vivos procrean, pero la risa humana y la condición sexuada de los humanos son únicas e irrepetibles, con lo que, cuando estas se producen en un sujeto de nuestra especie, no nos equiparan a la animalidad, sino que nos hacen específica y particularmente humanos. Ambas son, por tanto, un valor incalculable de lo que somos. Un valor que nos ayuda a desplegarnos y profundizar en esa particularidad que no tenemos de partida y que es la humanidad. Ambas fortalecen algo que también es capital en el citado despliegue de esta extrañísima condición nuestra y que no viene determinado exclusivamente por activadores e instintos, sino que siempre está en proyecto y nunca se concluye: la interdependencia entre los unos y los otros.

Además, la risa humana y la condición sexuada tienen algo de divino; nos proyectan, nos elevan por encima de nuestra miseria y nuestra fragilidad, nos hacen ser más grandes, más cercanos a lo que todos querríamos ser, pero sin hacernos olvidar en un delirio lo que verdaderamente somos: frágiles y efímeros. Y es que, si fuésemos inmortales e invulnerables, no tendríamos necesidad de reírnos de nada ni de amar a nadie y eso, créanme, tendría muy poca gracia.

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