Historia, usos y mitos del consolador
Útil falocéntrico, artículo terapéutico, electrodoméstico, curiosidad de sex shop... Los masturbadores femeninos han sido etiquetados de muy distintas formas.
Es sabido que la Coca-Cola fue creada en una pequeña farmacia de Georgia (EE. UU.) Como un remedio para tratar el dolor de cabeza y las náuseas. Fue allá por 1886. Después, se vio que, si bien su uso terapéutico era cuestionable, la gente se aficionaba a ella, quizá, por el efecto de la coca con la que se confeccionaba. El hecho fue que, antes de desistir de su comercialización y aceptar un fracaso medicinal, se justificó publicitando la pócima como un remedio para calmar la sed. Y de entonces hasta ahora. En ocasiones, las cosas necesitan de una validación comercial para su uso, en otras, de una justificación moral. Eso fue lo que le sucedió en el siglo XIX a ese conjunto de elementos que hemos venido a llamar consoladores, que, como la zarzaparrilla, presuntamente consuelan la sed.
Se los conoce también como dildos, término al parecer anglosajón que deriva del acuñado para designarlos en la Italia de finales del Renacimiento, dilletto –‘ placer ’–. Dejaremos claro de antemano que la definición de consolador que manejaremos va asociada, y así ha sido hasta tiempos recientes, con la forma fálica. Se sobreentiende que es un utensilio faliforme que sirve para estimular la vagina. Es cierto, sin embargo, que hoy esta denominación se ha ampliado para englobar diversos dispositivos que ni necesariamente simulan ser un falo ni tampoco están diseñados para penetrar. La historia de estos aparatos, como veremos, está llena de agujeros, trampas y justificaciones y va ligada a la humanidad y a la concepción que esta ha tenido del sexo. Podemos preguntarnos si, cuando una mujer tiene entre sus manos uno de esos artilugios con forma de falo generoso, ¿Está siempre y de verdad pensando en su placer sexual? ¿No será, tal vez, que el objetivo era –y, en gran medida, lo sigue siendo– que se acostumbre al coito, que acepte la práctica de la penetración y la identifique con la sexualidad?
Origen prehistórico
Pero empecemos por el principio. Pocas cosas sabemos de los humanos paleolíticos de la cultura auriñaciense que empezó a desarrollarse hace aproximadamente treinta mil años. Sabemos que perfeccionaron la talla del sílex, que en este periodo aparece lo que hoy en día podríamos llamar arte y que los los humanos comienzan a adornarse… Y sabemos también, o al menos eso creemos, que las mujeres utilizaban consoladores. Cuesta imaginar a las féminas de hace treinta mil años, de las que ignoramos si practicaban ya el misionero o seguían siendo montadas desde atrás, diseñando un utensilio solo para su placer privado, cavernoso y oscuro. ¿No tendrían estos consoladores paleolíticos otras funciones como, por ejemplo, la de preparar los genitales de las niñas para la penetración? Nadie se extrañará de que no haya cultura antigua o presente que no conozca los usos y disfrutes de estos elementos. En la Grecia antigua, los olisbos eran elementos de comercialización y representación muy común. Se cuenta que los mejores eran de Mileto, donde había curtidores capaces de fabricar un cuero tan fino que hacía de sus piezas objetos inimitables. En Roma, donde el falo alcanza su máxima significación simbólica, la práctica se incrementa por obra y gracia del dios griego Príapo, que solía venir, oportunamente, pegado al consolador.

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Hasta en la cristiana Edad Media europea, cuando a las representaciones de falos se les arrebata cualquier connotación mistérica para ser sustituidos por otras reliquias y pierden su personaje público para devenir privados, se les encontró una justificación de uso. Permitían que las lúbricas féminas, siempre dadas a la concupiscencia, podría satisfacerse en ausencia de un marido al que las guerras por la santa causa obligaban a partir. Así, junto al cinturón de castidad –que, en realidad, es del Renacimiento, pero útiles similares existían en el Medievo–, el dildo fue uno de los obsequios más difundidos con el que los esposos se despedían de sus amadas. Y ambos actuaban como elementos primarios de control del deseo femenino. En mi país, Francia, empleamos un término curioso para hablar de consoladores: los llamamos godemichet. Lo extraño de esta palabra ha dado pie una multitud de interpretaciones sobre su origen etimológico. Una de ellas se lo atribuye al árabe gadamasi, en referencia al cuero que se fabricaba en Gadamés, cerca de Trípoli. Esta se utilizaría en el español como gaudamecí y se habría filtrado al francés desde el catalán godomacil. Otra hipótesis, quizás más suculenta, da el origen a la expresión latina Gaude mihi Domine - “Alégrame, Señor” -, jaculatoria que, por lo que cuentan, era frecuentemente usada en los conventos de clausura.
Huesos y lechosos
De los musulmanes, concretamente de los harenes turcos, también proviene el dildo rellenable de agua caliente, para conseguir una temperatura similar a la de un miembro real. Hoy en día, ha caído en desuso, pero en el XVII causaba furor. Algunos vendidos en Francia se llenaban de leche tibia que se desparramaba una petición. Y también estaban los huecos y los muy sofisticados de marfil y hueso, para uso exclusivo de las clases pudientes. De piedra, cerámica, madera pulida o, más recientemente, de caucho, PVC o ya, desde hace poco, de látex... Del material, color, o tamaño que sea, el consolador siempre se ha asociado –y, por ello, condenado– a dos eróticas particulares, la masturbación femenina y la homosexualidad. Sin embargo, ¿qué explicación tiene la manida asociación entre dildo y lesbianismo? Pues ninguna o casi ninguna. Imagina por un momento una pareja de chicos homosexuales que, entre sus prácticas sexuales, recurrieran con frecuencia al uso de una vagina falsa, un simulador del órgano femenino que supliera lo que ellos no tienen. Difícil de imaginar, ¿verdad? Ni ahora ni en tiempos de las cavernas. ¿Por qué? Pues, simplemente, porque dos varones homosexuales no necesitan contemplar ni complementar su sexualidad con una vagina. No la necesitan porque el modelo de sexualidad ha sido y sigue siendo falocéntrico y no vulvacéntrico.
Mitos falocéntricos
Del mismo modo, ¿qué necesidad tendrían dos mujeres lesbianas de un falo de mentira? Ninguna, porque además de no sentir atracción libidinal por él, estarían creyendo y reforzando un modelo masculino de sexualidad de estilete y penetración. Ese es el planteamiento que se hacen muchas líneas del feminismo. Incluso, las más extremistas –Y un tanto trasnochadas– hacían su propia apología del lesbianismo y se apuntaban a su práctica solo con el fin de demostrar lo prescindibles que son el varón y sus atributos. No obstante, siguen siendo frecuentes las representaciones –normalmente, en el cine porno– en las que a dos encendidas lesbianas les faltan manos para echarse al cuerpo consoladores. ¿Por qué? Porque eso es lo que la industria cree que solicita ver el macho heterosexual: a la mujer faltada, incapaz de interactuar sexualmente con una compañera sin la presencia, aunque sea simbólica, de un varón.
Directas al médico
Pero volvamos a la historia y lleguemos al XIX, donde la cosa empieza a moverse. Es el siglo de la patologización médica del sexo. El discurso moral engendrado por la sociedad victoriana recibe el aval de una incipiente ciencia médica. Lo que hasta entonces era pecado, ahora deviene patológico –además de pecado–. Los comportamientos sexuales, las eróticas, las preferencias se catalogan, se enumeran, se encuadran y lo que es peor, se intentan curar. Oleada así la histeria, una nueva enfermedad desconocida hasta entonces y que, como la menstruación, solo afecta a las mujeres. Sus síntomas son variados y heterogéneos: insomnio, agitación, jadeos, agresividad, pérdida de peso, melancolía... Su nombre viene del griego hystera, que es como se conocía al útero, y designa un calentón, un arrebato libidinoso que no puede, porque no lo dejan, saciarse. La histeria es la manifestación física y psicológica de la represión del deseo femenino. Como no podía ser de otra manera, el mundo se llenó de histéricas. Algo que empezó solo afectando a las damas de noble virtud –monjas, viudas y señoritas– acabó convertido en una auténtica pandemia. Frente a esta situación, se podía actuar de dos formas. O bien relajar los usos morales que condenaban el deseo femenino, intentar comprenderlo y equipararlo al masculino. O bien condenarlo con más ahínco y justificar su condena por un diagnóstico. Naturalmente, se optó por lo segundo.

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Sofocar ardores
¿Qué solución médica podía tener tan devastadora enfermedad? Sencillo: provocar lo que se dio en llamar paroxismo histérico –Nótese la guasa de la expresión científica–. Significaría algo así como la exaltación máxima de la histeria, es decir, simple y llanamente, el orgasmo. Para conseguir terapéuticamente esto, el médico o, en su caso, una comadrona –Si lo hubiera hecho la propia mujer, hubiera sido considerado un acto de lujuria y la simple sintomatología de la histeria– propiciaba lo que se llamaba un masaje pélvico, manual o hidráulico, que permitiese la cesación de sintomatología. Él ahí que vuelve a aparecer nuestro querido consolador, aunque esta vez con el amparo moral de la clínica y solo como instrumento terapéutico. Pero, claro, atender a las pacientes a mano y pretender conseguir el paroxismo histérico a entradas y salidas de dildo debe de ser más una labor de chinos que de galenos. Es entonces cuando entra en juego la tecnología para hacer que a nuestro humilde consolador se le pueda proporcionar energía autónoma. Nace, así, esa subespecie que hoy conocemos como vibrador. El primero fue inventado por el estadounidense George Taylor en 1869, y era propulsado por una calderita de vapor. Alrededor de 1880, la ciencia sigue echando una mano y se patenta, bajo la autoría de un británico llamado Joseph Mortimer Granville, el primer vibrador electromecánico. La suya fue la quinta patente concedida en el Reino Unido a un artilugio de energía eléctrica, después de la máquina de coser, el ventilador, la tostadora y la caldera.
Antes que la plancha
¿Pero a qué se dedicaban el tal Taylor y el tal Mortimer? ¿Quizá era inventores, mecánicos o libertinos? No, eran médicos. Hacia 1900, el revolucionario invento disminuye su tamaño y se hace de uso doméstico –los piadosos médicos ya no debían dar abasto–. La empresa norteamericana Hamilton Beach lanza al mercado, en 1902, los primeros vibradores comercializables. Diez años antes de que, por ejemplo, se comercializaran los aspiradores o las planchas eléctricas. Se hizo muy famoso el uso del aparatito, pero, como suele pasar con algunos inventos, no se popularizaron lo suficiente como para que todas las mujeres pueden tener uno en sus casas. El poder adquisitivo y la corriente eléctrica fueron dos de las razones limitantes. Así que se produjeron y comercializaron un tipo de vibradores cuya energía motriz la posibilidad de producir las propias pacientes que, en la primera década del siglo XX, seguían siendo histéricas –todavía no se había popularizado el término ninfómana–.
Util electrodoméstico
En el año 1918 ya aparecen anunciados en los catálogos de productos de grandes almacenes, como, por ejemplo, SEARS. A partir de ahí, las campañas publicitarias que alaban sus virtudes entran en plena efervescencia, con eslóganes como “La vibración es la vida ”y“ Porque tú, mujer, tienes derecho a no estar enferma ”. O con algunos otros como “El poder para ti” y, más abajo, “Instrumento para la tensión y ansiedad femeninas ”. El éxito comercial estaba asegurado, y las autoridades morales calmadas, o consoladas. En 1952, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría dictaminó que la histeria es mucho más un mito que una enfermedad con base científica. Al mismo tiempo, el vibrador empieza a aparecer en algunas celebradas películas eróticas. Y, por si fuera poco, los sexólogos muestran a lo largo de esta década que el orgasmo se consigue con la estimulación del clítoris, sin que sea necesario la penetración, algo de lo que todavía muchos no se han enterado. Es el fin del dildo como aparato terapéutico y su inicio como elemento sexual. Como resultado, es confinado a los sex shops, las histéricas ya solo somos calentorras y decae la venta de estos instrumentos de gran éxito comercial; en Estados Unidos, en 1917, había en los hogares más vibradores que tostadoras.
Lujo erótico
Tras la vuelta a las catacumbas oscuras de los pasillos de los sex shops, una nueva regulación moral ciudadana, heredera de los movimientos sociales de finales de los sesenta y principios de los setenta, permisiva hasta el paroxismo histérico, pero que sigue sin preguntarse grandes cuestiones, convierte, ya en tiempos muy recientes, los consoladores en nada más y nada menos que en juguetes eróticos. Entonces, el éxito comercial vuelve a llamar a su puerta. Algunos de estos juguetitos gozan de gran popularidad, tanto como para dedicarles una entrada en esa aparente nueva biblia del conocimiento que es Wikipedia. Es el caso, por ejemplo, del Sybian, una especie de potro vaquero en el que la mujer puede cabalgar al ritmo que le marquen sus carnes voluptuosas. Tiene un clarísimo antecedente en el invento “Arre, arre, caballito ”de principios de siglo, cuya publicidad aseguraba que “cura definitivamente la obesidad, la histeria y la gota ”, gracias, naturalmente, al “bultito” que coronaba su grupa. Colores, texturas, materiales, taladreos o masajeadores, de venta en farmacias o en tugurios, con forma de falo o de artilugio posmoderno, discretos o priápicos... Se han convertido hoy en una seña de identidad de la nueva mujer deseante y autónoma. Al menos, así nos lo han vendido y así lo justificamos. Aunque, tras este repaso, parece todo un poco ridículo y grotesco, ¿Verdad? Quizá, deberíamos revisar algunos de nuestros actuales tabúes y prohibiciones y las justificaciones que damos a lo que no lo necesita. O acabaremos todos teniendo que volver a consolarnos.