La crisis del esperma
Los hombres también juegan un papel relevante en la fecundidad de la pareja. Y más hoy, cuando la calidad de los espermatozoides ha llegado a sus cotas más bajas. La causa podría estar en el estilo de vida y en los disruptores endocrinos.
En Occidente, las parejas tienen hijos cada vez más tarde. Algunos de los factores que han moldeado este cambio de tendencia son el uso de métodos anticonceptivos, las aspiraciones profesionales y el acceso a las técnicas de reproducción asistida para desplazar la frontera de la biología. Las mujeres europeas tienen su primer hijo a los veintinueve años, menos las italianas y las españolas, que son las que debutan más tarde. Estas lo hacen a partir de los treinta, según el informe de Eurostat de 2015. A partir de los 35 años, la fertilidad femenina se reduce de manera drástica, ya que la cantidad y la calidad de la producción de ovocitos –los precursores de los óvulos– caen en picado. Pero cada vez hay más evidencias de que la fecundidad masculina también declina con la edad, aunque no de una forma tan crucial. Por el momento, se sabe poco de las consecuencias de la edad de los hombres sobre la fertilidad y la descendencia, pero se ha visto que el material genético de los espermatozoides empeora con los años. Sufre alteraciones que pueden transmitirse a los hijos en forma de enfermedades ligadas a mutaciones.
Aparte de la edad, los factores que más influyen en la calidad de los espermatozoides son los hábitos de vida y, con diferencia, los disruptores endocrinos. Se trata de un tipo de contaminantes ambientales, invisibles al ojo humano, que alteran la producción de hormonas al confundir a nuestro organismo. Son sustancias químicas que se esconden en numerosos productos que utilizamos a diario, como botellas de plástico, perfumes y jabones de ducha. En el caso masculino, preocupan los disruptores endocrinos de origen androgénico, que pueden afectar a la producción de testosterona.
El hombre, en el punto de mira
Hace relativamente poco que los científicos se interesan por la calidad del líquido seminal, que en los últimos años podría haber llegado a sus cotas más bajas. Se dice que una pareja tieneproblemas de infertilidad cuando, después de un año buscando, no ha conseguido el embarazo. Es lo que le pasa a una de cada cinco parejas sanas en edad reproductiva. Los médicos reparten responsabilidades y establecen que un 40 % recaen sobre la mujer, otro 40 %, sobre el hombre y un 20 % tiene que ver con la compatibilidad de ambos. “La fertilidad y la esterilidad son dos conceptos que están relacionados con la pareja, no con el hombre o la mujer”, comenta Ferran García, presidente de la Asociación Española de Andrología (ASESA) y responsable de dicho servicio en el Instituto Marquès, en Barcelona. Por otra parte, este especialista admite desconocer la causa de un tercio de los casos de esterilidad en el varón.
La preocupación sobre la calidad del esperma dio comienzo en la década de 1990, cuando Elisabeth Carlsen, investigadora del Rigshospitalet, uno de los hospitales más grandes de Dinamarca, sentó las bases con un artículo publicado en el British Medical Journal. La especialista publicó una retrospectiva que incluía a 15.000 hombres sanos, y a partir de ellos concluyó que la concentración de espermatozoides en el semen había disminuido a la mitad en un periodo de cincuenta años. Estos resultados desalentadores, con un ritmo de reducción anual del 1 %, provocaron una oleada de estudios en otros países, con datos nacionales, en una absurda competición por saber qué territorio podía presumir de una mejor calidad de semen.

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Caída en picado
Décadas más tarde, en 2017, otra revisión similar, publicada en la revista Human Reproduction Update por Shanna H. Swan, le volvía a dar la razón a Carlsen al concluir que la concentración de espermatozoides en los países occidentales se había reducido un 1,4 % anual en los últimos cuarenta años. Ello representaba un total del 52,4 % de disminución global. “La fertilidad masculina es un tema importante, porque afecta a una gran proporción de la población y se le ha dado relativamente poca cobertura en los medios de comunicación, en comparación con otros temas biomédicos”, opina Rafael Oliva, responsable del Grupo de Investigación en Biología Molecular de la Reproducción y el Desarrollo del Instituto de Investigaciones Biomédicas August Pi i Sunyer (IDIBAPS), el Hospital Clínic y la Universidad de Barcelona (UB). Para conocer la calidad de la eyaculación, existen parámetros macroscópicos que se fijan en el color, la viscosidad y otras variables observables a simple vista. Sin embargo, resulta más relevante centrarse en los parámetros microscópicos, que se resumen en tres propiedades: el número de espermatozoides, su movilidad y la forma.
A finales de la década de los 80, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableció unos baremos para estandarizar la calidad del esperma. Pero, desde entonces, ha tenido que ir revisando los umbrales de normalidad siempre a la baja. El seminograma –o espermiograma– es la prueba diagnóstica de la que se dispone, a día de hoy, para conocer la calidad del semen, que se obtiene por masturbación del paciente. En ella se estudian parámetros macroscópicos, como el volumen y el pH seminal; y microscópicos, caso de la morfología, la movilidad y la concentración de espermatozoides. Ahora bien, el resultado no es predictivo al 100 % de la fertilidad masculina.
“Tener un seminograma alterado no quiere decir ser infértil”, aclara el doctor García. Redondeando, calcula que hay un 20 % de los seminogramas que son anormales y presentan capacidad fértil, mientras que hay un 10 % dentro de los estándares que no lo consiguen. “La reproducción humana no es una ciencia exacta, es lo más relativo del mundo. No hay nada imposible, es cuestión de probabilidades”, añade.
Desde el vientre materno
Resulta tentador especular si existe un vínculo entre la tendencia a la disminución de la testosterona y el aumento de los problemas de salud reproductiva masculina, admite en sus estudios Niels Erik Skakkebæk, investigador de referencia en el Rigshospitalet. Pero las causas últimas se desconocen: hay más de una alteración que impacta sobre la capacidad de los hombres para engendrar. En 2001, Skakkebæk propuso englobarlas todas bajo la condición de síndrome de disgenesia testicular (SDT). Asimismo, sitúa el origen de la infertilidad masculina en la etapa prenatal, como una consecuencia de la interrupción de la programación embrionaria y el desarrollo de los testículos durante la vida fetal. Anteriormente, esta relación ya se había establecido en algunas disfunciones concretas, como el hipospadias. Se trata de una anomalía congénita del pene en la que el afectado tiene el orificio urinario en una zona que no le corresponde, inferior al glande.
Tóxicos ambientales
La formación de los testículos se produce a partir de la octava semana de gestación. Estos meses, sobre todo el periodo entre la séptima y decimoquinta semana de embarazo, son críticos para la salud del feto, que se encuentra en pleno desarrollo. En esa etapa, muchas veces la causa de los problemas no es una mutación genética. Skakkebæk sospecha que la interacción de la madre con los disruptores endocrinos podría comportar alteraciones genitales con consecuencias en la vida adulta, como el aumento de casos de cáncer de testículos y la disminución de la calidad del esperma.
De hecho, los científicos han encontrado restos de algunas de estas sustancias químicas con las que la madre ha interactuado durante el embarazo en muestras de sangre, orina, placenta y leche materna, pero no han podido determinar sus efectos. Las primeras evidencias contundentes empiezan a recopilarse en animales. En ratones, se ha observado una alteración en la formación de los testículos por exposición de la madre a factores ambientales nocivos para su salud. Los bebés machos que estuvieron en contacto con disruptores endocrinos durante la gestación nacieron con una distancia menor entre el ano y los genitales. Esto muestra la feminización de las crías, ya que la distancia genital con el ano debería ser entre un 50 % y un 100 % superior en machos que en hembras. A pesar de que en animales se ha visto una clara relación causa y efecto, esta correlación resulta más compleja de establecer en humanos. “Una pregunta crucial es saber si la exposición de los hombres a uno de estos compuestos químicos –o a una mezcla de ellos– es suficiente para causar la interrupción de la programación masculina”, comenta Skakkebæk.
De padres a hijos
Pero el aumento de casos de infertilidad, igual que otros fenómenos al alza como el cáncer o la obesidad, no se pueden explicar simplemente por estilos de vida o factores ambientales. Desde hace unos años la preocupación por la disminución de la calidad de los espermatozoides ha virado hacia si este descenso exagerado se transmite de padres a hijos. Hay otros elementos que influyen en la perpetuación de estos rasgos, como son los mecanismos epigenéticos, que forman parte de la manera en que se expresan estos genes. De hecho, se ha visto que las alteraciones epigenéticas se transmiten hasta en dos generaciones y que siguen patrones observados en la herencia genética.

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Un buen ejemplo de ello es la tendencia a engordar. El equipo del doctor Oliva está estudiando las alteraciones de las proteínas asociadas a la obesidad que sobreviven hasta en tres generaciones de ratones. En el experimento, los investigadores dividieron en dos las camadas: una recibió una ración normal de comida y la otra, el doble. Pues bien, los roedores sobrealimentados se convirtieron en obesas, lo siguieron siendo en la vida adulta y tuvieron hijos también obesos que engendraron ratoncitos orondos. El problema se perpetuó.
Diagnóstico genético
En animales, se ha observado que la obesidad del padre puede incidir negativamente en la salud reproductiva y metabólica de sus hijos e incluso en la de los nietos. Algunos científi cos sugieren que la exposición de los machos a una dieta rica en grasas puede afectar al contenido epigenético de su esperma y, en consecuencia, al desarrollo fetal temprano de su descendencia. Cambios en una sola célula, en este caso en un espermatozoide, son capaces de sobrevivir en la siguiente generación. Los espermatozoides transmiten moléculas de ADN –que contienen la información genética–, moléculas de ARN –que permiten la generación de proteínas– y micro-ARN –que poseen factores reguladores de la célula, es decir, información epigenética–. Meritxell Jodar, investigadora del IDIBAPS y de la UB, analiza los cambios en las proteínas y el micro-ARN de los espermatozoides, que se transmiten de padres a hijos. El objetivo es obtener nuevos marcadores que permitan asimismo nuevas pruebas diagnósticas. “Las clínicas de fertilidad hacen mil pruebas a las mujeres; en cambio, el hombre está olvidado”, comenta.
En la misma línea, Judit Castillo, investigadora también en el IDIBAPS y la UB, analiza otros parámetros de las células reproductoras masculinas para obtener también nuevos biomarcadores. De momento, sus estudios han identificado una colección de proteínas que podría explicar por qué mediante técnicas de reproducción asistida hay hombres cuyas parejas consiguieron un embarazo y, en el caso de otros, no lo lograron.
Fecundar con ayuda
Las técnicas de reproducción asistida aseguran la supervivencia de la especie humana, que cada vez tiene un esperma de peor calidad. Pero ¿cuántos ciclos se necesitan para conseguir un embarazo? A día de hoy, las clínicas prueban con distintos tratamientos, de menos a más invasivos. Muchas veces, la batería de intentos supone un impacto emocional y económico demasiado fuerte para la pareja. Para solucionarlo, los investigadores están buscando nuevas pruebas que les permitan caracterizar mejor a los espermatozoides y decidir qué técnica o tratamiento es preferible en cada caso. A más largo plazo, incluso hay grupos de científicos que apuestan por la creación de células espermáticas artificiales para sortear el descenso histórico de la calidad del esperma.