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Gripe española: la gran pandemia del siglo XX

Justo cuando medio mundo estaba agotado por la Gran Guerra, una mutación agresiva del virus de la gripe mató a entre el 3 % y el 5 % de la población mundial. Su estudio puede ayudar a prevenir otras epidemias.

El 1 de octubre de 1918, William Hill manejaba los controles de una máquina que izaba una jaula de acero por el pozo de una mina excavada en Witwatersrand, la mayor zona aurífera de Sudáfrica. Dentro de la jaula, cuarenta obreros ascendían hacia la salida de la mina. De repente, Hill se cubrió de sudor, luces brillantes cegaron su visión y sus músculos se quedaron sin fuerza. Sus manos soltaron los mandos, el cuerpo no le respondía. La jaula continuó subiendo hasta chocar con el techo del pozo y, luego, cayó a una profundidad de 30 metros. Murieron veinticuatro mineros. Pero la investigación posterior eximió a Hill de toda responsabilidad: su caso había sido un ejemplo de la rapidez y virulencia con que podía atacar la gripe española. Era la misma enfermedad que había hecho que, en Río de Janeiro, un hombre se desplomara muerto mientras esperaba el tranvía. También había matado a mil de los tres mil prisioneros de guerra alemanes en el sur de Inglaterra. Hace cien años, la llamada gripe española infectó a una tercera parte de la población mundial y mató al 5 %, lo que equivalía a aproximadamente 50 millones. En comparación, la Primera Guerra Mundial solo acabó con diecisiete millones de vidas. Causada por el virus H1N1, fue la última gran pandemia global, la heredera de desgracias de siglos pasados, como la peste negra, la fiebre amarilla y el cólera. No obstante, la mayoría de las víctimas no murieron como consecuencia de la gripe, sino de una neumonía bacteriana secundaria producida por esta.

Los testimonios de la época hablan de un tono púrpura azulado en los labios y el rostro, de cuerpos progresivamente ennegrecidos, de hemorragias pulmonares y de gente ahogada en sus propios fluidos corporales. Pero este no fue su único aspecto estremecedor. A diferencia de otras cepas que, por lo general, tenían su origen en Asia y se extendían desde allí, la gripe española pareció surgir casi a la vez en distintas partes del planeta. Y atacó en tres oleadas. La primera comenzó en marzo, en Estados Unidos, Europa y, quizá, Asia. Tuvo un alto índice de contagio, pero no tanto de mortalidad; de hecho, levantó pocas alarmas. Pero las dos siguientes –una entre septiembre y noviembre y la tercera, a principios del año siguiente– fueron devastadoras, sobre todo, la segunda. Y su herencia sigue entre nosotros, como explica el biólogo Jeffery K. Taubenberger: “Todos los casos de gripe A que se han producido en el mundo desde entonces –con la excepción de infecciones de virus aviares como el H5N1 y el H7N7– han sido causados por descendientes del virus de 1918”.

Como la pólvora


En su libro El jinete pálido. 1918: la epidemia que cambió el mundo (Ed. Crítica), Laura Spinney elabora una cronología y una cartografía muy precisas de la infección. Señala como el primer caso registrado el del cocinero Albert Gitchell, del campamento militar Funston, en Kansas, que la mañana del 4 de marzo acudió a la enfermería aquejado de irritación de garganta, fiebre y dolor de cabeza. Para la hora del almuerzo, había un centenar de casos similares. Por su parte, el historiador John M. Barry, en su libro The Great Influenza: The Epic Story of the Deadliest Plague in History, afirma que, en el mes de enero de ese mismo año, llegó un aviso al Servicio Público de Salud enviado desde una granja de cerdos, también situada en Kansas, donde varios de sus trabajadores enfermaron de gripe y contrajeron neumonía. La infección se extendió por todo el condado, y algunos de quienes se contagiaron pasaron luego a servir en Funston.

En todo caso, establecer su origen pronto pasó a ser una necesidad secundaria. La principal era atender a los afectados que, en pocas semanas, se multiplicaron por casi todos los puntos del planeta. A la gripe española le corresponde el dudoso honor de ser la primera pandemia de la historia que utilizó para transmitirse los modernos medios de transporte. Las guerras siempre traen aparejado el movimiento masivo de seres humanos, bien mediante el traslado de tropas, bien mediante la huida de refugiados. Y fue esa migración lo que permitió al virus extenderse con rapidez. Algunos historiadores llegan a apuntar que cambió el curso de la guerra, algo dudoso si se tiene en cuenta que todos los bandos estaban mermados por igual. Sin embargo, Spinney comenta que el gran número de contagiados –el 75 % de los soldados franceses, más de la mitad de los británicos y 900.000 alemanes– sí afectó a la gran ofensiva en el frente occidental con la que Alemania pretendía dar la vuelta al escenario bélico.

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De todos modos, también atacó en zonas ajenas al conflicto. África, la India, China, Japón, Australia, Brasil o Puerto Rico cayeron en la primera oleada, que comenzó a remitir en el mes de julio. Con la llegada del verano, el peligro pareció ceder. La mayoría de los enfermos no pasaban de guardar cama unos pocos días antes de recuperarse y, si bien se produjeron víctimas mortales, su número se mantuvo dentro de los parámetros establecidos por epidemias anteriores. Las cosas cambiaron radicalmente con la segunda oleada, que se desataría en agosto con un innegable perfil apocalíptico. No es de extrañar que los tres focos de inicio de la segunda oleada fueran puertos de mar con una alta actividad: Boston, en Estados Unidos; Brest, en Francia; y Freetown, capital de Sierra Leona. El primero era uno de los principales puntos de partida y llegada del material bélico para las tropas norteamericanas y tenía un hospital naval. El segundo era el principal punto de llegada de esas mismas tropas –se estima que, de los dos millones de estadounidenses que lucharon en la Primera Guerra Mundial, 800.000 desembarcaron en Brest–. Y el tercero era el mayor puesto de abastecimiento de carbón para los barcos de vapor que viajaban entre Europa y África del Sur.


Guerra y fiebre

Eran unas plataformas de propagación perfectas: a las seis semanas de detectarse su inicio en Boston, la gripe se había extendido por todo Estados Unidos. Se ensañó de tal manera con las tropas que esperaban su traslado a Europa que un médico declaró que un soldado corría mayor peligro en su país que combatiendo en el frente europeo. Dos buques de guerra norteamericanos la llevaron a Rusia el 4 de septiembre. En África, viajó a bordo de los trenes que transportaban hombres y mercancías en su incesante actividad minera, como lo prueba que llegara a Leopoldville, capital del Congo belga, no por la costa atlántica, sino vía ferrocarril desde Ciudad del Cabo. El Congo belga tuvo que suspender su actividad minera. Las minas también se clausuraron en Perú, y los bancos cerraron temporalmente en Brasil y Nueva Zelanda. El Parlamento de este país suspendió sus actividades por falta de miembros. En octubre, Montreal cerró sus colegios, cines, teatros y salas de baile para intentar contener el contagio. En la India y Polonia, las cosechas quedaban sin recoger por las bajas de trabajadores. En algunas zonas de Estados Unidos, la duración de los funerales se limitó a quince minutos para que hubiera tiempo de celebrar todos los que estaban pendientes. Faltaban ataúdes, funerarias y enterradores. Y también, en muchos sitios, había carencia de médicos que, o bien estaban ejerciendo en el frente, o bien habían caído víctimas de la plaga.

Pánico en las calles

¿Y en España? El país que había dado erróneamente el nombre a la epidemia fue especialmente castigado, con un número de víctimas mortales que oscila entre 250.000 y 300.000. Un repaso a la prensa de la época revela el goteo de tragedias en todos sus puntos geográficos. Alternadas con publicidad sobre medicamentos antigripales, el diario ABC publicaba noticias como estas, todas del mismo día, 22 de octubre: “Oviedo: se carece de medicamentos, aguas minerales y purgantes y desinfectantes, de los que no hay un solo gramo. Tampoco hay los sueros necesarios para las complicaciones de la gripe. Palencia: la opinión está enormemente alarmada y se abstiene de concurrir a los bares y cafés (…) El periódico El Día de Palencia publica dos planas enteras de esquelas mortuorias. Pontevedra: las embarcaciones pesqueras no pueden salir a la mar por hallarse enfermas las tripulaciones, ni puede exportarse el pescado por falta de empacadoras, atacadas casi todas de la gripe. Están también enfermos casi todos los curas y la mayoría de los médicos. Santander: se ha tomado el acuerdo de no permitir que se verifiquen entierros con acompañamiento”.

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En esta situación, lo de menos fue que el propio rey Alfonso XII fuera una de sus presas. Mientras se sucedían las quejas por la falta de medios y estrategia sanitaria, conseguían imponerse medidas, como la necesidad de aislamiento de las víctimas y la conveniencia de evitar zonas concurridas. La ferocidad anormal de la segunda oleada planteó preguntas que todavía no han obtenido respuesta. Por aquel entonces, se hablaba de que la enfermedad era, en realidad, cólera, dengue, tifus o fiebre tifoidea. Otros especialistas la atribuían al bacilo de Pfeiffer, que Richard Pfeiffer había encontrado en los pulmones de muchos casos durante la epidemia gripal de 1892. Fue difícil convencerlos de que el bacilo en sí no era la causa, sino un agente secundario producido por la infección. En 1901, se había aislado un virus de gripe aviar, pero el que afectaba a los humanos no lo sería hasta 1933, por un equipo de investigadores británicos dirigido por Patrick Laidlaw.


Hoy, con un siglo de avances en medicina, se han recopilado y ordenado todos los registros de la dolencia, y los restos que se conservan de varias víctimas han permitido aislar reconstrucciones del virus. Se sabe mucho más, pero no se sabe todo. Por ejemplo, el 99 % de los fallecidos tenía menos de 65 años y más de la mitad, entre veinte y cuarenta, lo que muestra un patrón anormal en una enfermedad que, en teoría, se cebaría en bebés y ancianos. Se baraja que los motivos tienen que ver con posibles mutaciones del virus, con el funcionamiento del sistema inmune de los afectados y su exposición. La influencia de la guerra tampoco puede pasarse por alto: los epidemiólogos G. Dennis Shanks y John F. Brundage recordaron, en un artículo publicado en la web del Centro para el Control y la Protección de Enfermedades de Atlanta que, antes de la Primera Guerra Mundial, “incluso en los países industrializados, muchas personas pasaban toda su vida en las comunidades donde habían nacido y tenían una exposición relativamente reducida a los extraños. Esta situación cambió con los traslados de población precipitados por un conflicto armado mundial”. Su sistema inmunológico iba a sufrir un choque cuando pasaron de un relativo aislamiento a una exposición masiva en nuevos entornos y en la compañía de cientos o miles de personas en áreas confinadas, como cuarteles, buques y hospitales. Otra explicación sobre la relativa protección de los ancianos apunta a que ya contaban con una inmunidad parcial, por haber estado expuestos a anteriores oleadas del virus, como la que azotó Rusia en 1889.


Prevenir el apocalipsis

Asimismo, sigue sin estar claro si las tres oleadas se debieron al mismo virus. Shanks y Brundage apuestan por que, al menos en las dos primeras, se trató de cepas diferentes, pues de haber sido la misma, los afectados en la primera habrían desarrollado los suficientes anticuerpos como para protegerse de nuevos ataques. Porque una epidemia de gripe se produce cuando los antígenos del virus –las estructuras moleculares que se encuentran en las proteínas de su superficie– sufren alteraciones y son reemplazados por otros que el sistema inmune no reconoce y para el que no ofrece protección. Sea como fuere, la humanidad respiró cuando el virus pareció remitir en el invierno de 1918, bien porque las defensas del cuerpo habían comenzado a contraatacar, bien porque, como siempre terminaba ocurriendo con las plagas, se detuvo por falta de nuevas víctimas. La tercera oleada, a principios de 1919, fue comparativamente más benigna en términos de extensión y de bajas mortales.

El legado de la pandemia supuso un nuevo impulso a la investigación biomédica, que, en las décadas siguientes, lograría hitos como el aislamiento del virus y el desarrollo de las primeras vacunas. La humanidad empezó una carrera contrarreloj para contar con una protección más eficaz en caso de que volviera a suceder algo parecido. Sin entrar en alarmismos, es imposible no pensar en hasta dónde podría llegar su equivalente actual en un planeta globalizado.

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