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¿Es mejor ir descalzo o con zapatos?

Los defensores de la práctica de andar –e incluso correr– con los pies desnudos argumentan que es lo natural, y que fortalece la musculatura y mejora la circulación sanguínea. Sus detractores dicen que es una exageración que puede resultar dañina. Repasamos los argumentos de unos y otros.

En Cándido, breve novela publicada por el escritor y filósofo francés Voltaire en 1759, el doctor Pangloss es un personaje que afirma que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que todo está hecho para un propósito. Según eso, la nariz tiene el diseño ideal para llevar gafas, y las piedras existen para ser talladas y construir castillos. Para Pangloss, los pies estarían hechos para llevar zapatos porque encajan perfectamente en ellos. Pero ¿y si los pies fueran tan perfectos que no necesitaran ayuda? Durante millones de años, el ser humano y sus ancestros han caminado y corrido descalzos, y mucha gente aún lo hace. Calzarse es una costumbre relativamente reciente y antinatural. Estos son los principales argumentos de los defensores de prescindir del calzado, una moda que se disparó tras la publicación en 2009 de Nacidos para correr. El libro, escrito por el periodista estadounidense Christopher McDougall, defendía las virtudes de trotar largas distancias a pelo y culpaba a las zapatillas de deporte de producir lesiones. Actores famosos como Gwyneth Paltrow y Orlando Bloom apoyan esta corriente que aboga por dejar a un lado –todo el tiempo o buena parte del día– botas y zapatos, algo que, en teoría, mejora la circulación sanguínea y el equilibrio y fortalece los músculos de los pies. Pero la decisión de llevar calzado o prescindir de él requiere un análisis más minucioso.


Estamos mal hechos

O regular, al menos, porque nuestro cuerpo no es un ejemplo de armonía: es más bien un conjunto azaroso y precario de adaptaciones al medio que, en ocasiones, se quedan algo desfasadas o cuya eficacia dista de ser perfecta.
Un buen ejemplo es nuestra columna vertebral. La estructura es básica para sostenernos, pero su diseño supone una pésima solución al problema de aguantar el peso de una persona erguida sobre dos piernas. Habría sido mucho mejor repartir el peso en cuatro columnas iguales con travesaños. Por esa razón, nuestra espina dorsal soporta una tensión enorme que favorece que suframos dolores lumbares. Como escribió el profesor de Psicología de la Universidad de Nueva York Gary Marcus en su libro Kluge. La azarosa construcción de la mente humana, “la estructura de la espina dorsal se desarrolló a partir de la de los cuadrúpedos. Sostenerse en pie precariamente –para criaturas como nosotros, que usamos herramientas– es mejor que no poder siquiera mantenerse en pie”.
Los pies tampoco son máquinas perfectas, y, por eso, nuestros antepasados creyeron conveniente protegerlos con tejidos y elementos cada vez más sofisticados. Las primeras pistas que sugieren la existencia de calzado tienen unos 30.000 años: se trata de restos vegetales que parecen ser una especie de bolsas para cubrir los pies. Los primeros zapatos conservados semejantes a los que usamos hoy llegaron hace algo más de cinco milenios. Y las primeras sandalias se remontan a los inicios de la agricultura, 10.000 años atrás. En el antiguo Egipto se confeccionaban con paja trenzada o láminas de hoja de palmera, y no podían ponérselas ni las mujeres ni los esclavos.
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De hongos, bacterias y callos

Los defensores de ir descalzos por el mundo opinan que hacerlo así es mucho más higiénico. Tienen parte de razón: mantener los pies envueltos durante horas en cuero o plástico crea un ambiente sudoroso y cálido idóneo para la proliferación de hongos y bacterias responsables de irritaciones e infecciones, como el pie de atleta. Además, si bien solemos lavarnos los pies, es infrecuente que limpiemos los zapatos por dentro, así que estos siempre tenderán a estar más sucios que nuestras extremidades inferiores. Por contra, andar descalzos nos lleva a pisar superficies sucias y dispara el riesgo de que nos clavemos objetos punzantes que ocasionarán heridas de fácil infección. Por eso, caminar descalzo por casa es relativamente seguro, pero no hacerlo en el exterior. También hay pruebas de que el uso de zapatos ha debilitado nuestros pies, porque su principal función es proteger las plantas, lo que reduce la creación de callos. Y son los callos –hechos de queratina, la misma proteína que conforma las pezuñas de los caballos– los que cumplían la función del calzado antes de que lo inventáramos. Por consiguiente, los zapatos son nuestros callos artificiales, tal y como explica el profesor de Biología Evolutiva de la Universidad de Harvard Daniel E. Lieberman en La historia del cuerpo humano: “No llevar zapatos crea un círculo de dependencia; duele caminar descalzos sin callos, lo que nos empuja a llevar zapatos que inhiben la formación de callos”.


Un órgano del tacto más

Pero si hemos de centrarnos en la principal desventaja de calzarse, esta es la disminución de la información sensorial que nos llega a través de las plantas de los pies, una pérdida acentuada si usamos zapatos de suela muy gruesa y calcetines. Esta falta de sensibilidad también puede reducir la estabilidad corporal. Por eso, muchos bailarines, expertos en artes marciales y practicantes de yoga prefieren no llevarlos. Entre los seguidores de la corriente barefoot walking (‘andar descalzo’, en inglés) existe la creencia de que el calzado es un artificio que nos ha debilitado, por culpa de la fricción abrasiva constante que ejerce sobre la planta y la presión en el talón, entre otras cosas. Se ha observado que los zapatos muy cómodos hacen que sus usuarios tiendan a modificar sin darse cuenta la forma en que apoyan el pie en cada paso. Esto cambia el mapa de presiones que se ejerce sobre el talón y los dedos, lo que puede conducir a una mayor exigencia para las rodillas. En el caso del calzado deportivo, que sea muy confortable tampoco reduce las lesiones musculoesqueléticas, según un estudio llevado a cabo con zapatillas deportivas por Craig Richards, investigador de la Universidad de Newcastle, en Australia.
De hecho, las zapatillas deportivas más sofisticadas –provistas de sistemas de amortiguación, cámaras de aire y materiales que se ajustan al movimiento– pueden resultar más nocivas a largo plazo, como indica una investigación de Bernard Marti, especialista en medicina preventiva en la Universidad de Berna, que analizó a 4.358 corredores en el Grand Prix de Berna, una carrera anual de 10 millas (16,09 kilómetros). Según Marti, los deportistas que usan las mejores zapatillas del mercado tienen un 123 % más de probabilidades de lesionarse que aquellos que llevan unas más baratas. Esto pasa porque, a mayor amortiguación, más golpeamos con el talón. McDougall abunda en ello en su libro

Nacidos para correr: “¿Y cómo es que el control de los pies y las suelas desgastadas contribuyen a tener unas piernas libres de lesiones? Debido a un ingrediente mágico: el miedo”. Lo que sucede es que, al caminar sobre superficies duras, lo hacemos con más cuidado si tenemos los talones desnudos: amortiguamos inconscientemente el golpe contra el suelo. Si corremos descalzos, somos capaces de apoyar primero la parte delantera del pie, antes de bajar el talón, a fin de reducir el impacto –es lo que se conoce como pisada de antepié–. Por el contrario, con un calzado muy cómodo que amortigüe los impactos, tendemos a ser menos precavidos, porque percibimos menos el golpe en nuestro talón. El grosor de la zapatilla deportiva nos hace dar pasos menos delicados. La falta de dolor propicia que olas de choques más fuertes asciendan una y otra vez por las piernas y la columna, y que alcancen la cabeza en menos de una centésima de segundo.


Más caro no significa mejor


En principio, este exceso de impactos no es perjudicial, pero si se corren unos 40 kilómetros a la semana sobre unas zapatillas deportivas muy sofisticadas, cada pierna sufrirá alrededor de un millón de impactos fuertes al año, lo que desembocará en lesiones en pies, espinilla, rodillas y región lumbar, tal y como sugiere un estudio de Irene Davis publicado en Clinical Journal of Sport Medicine en 2009. El uso de zapatos también puede favorecer la aparición de pies planos. Si bien este problema tiene en ocasiones un origen genético, la mayor parte de las veces se debe a la debilidad de los músculos que deberían ayudar a mantener la forma del arco. Las personas que tienden a ir descalzas raramente presentan pies planos, y además suelen tener arcos mejor formados, porque poseen unos pies más flexibles y fuertes. Muchos podólogos prescriben soluciones ortopédicas y el uso de zapatos cómodos para los pies planos o la fascitis plantar, pero si estos tratamientos no se dejan en el momento adecuado, “pueden crear un círculo vicioso, porque no impiden que se produzca el problema y, con el tiempo, promueven que los músculos se debiliten todavía más”, como señala Lieberman.
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El excesivo confort no es la única amenaza para nuestros pies. Además, la incomodidad en aras de la estética resulta muy perjudicial. Llevar zapatos con punteras muy estrechas o tacones demasiado altos es la causa que origina alrededor del 90 % de las consultas femeninas en podología. Por ejemplo, el uso habitual de taconazos favorece la aparición de dolencias como la hiperlordosis lumbar –un aumento de la curva lumbar– y el hallux valgus –los temidos y dolorosos juanetes–, amén de provocar una constelación de molestias y dolores en los pies, las rodillas y la espalda. En el caso de los corredores, su forma de moverse y el efecto que esta causa en los pies depende de más factores. Entran en juego la destreza del atleta, la distancia recorrida, la dureza del suelo y la velocidad, la fatiga… Asimismo, existen estudios que sugieren que los picos de impacto resultantes de correr con zapatillas deportivas confortables no son tan perjudiciales como se pensaba, porque el cuerpo se encarga de amortiguar las fuerzas del choque. Muchas lesiones, pues, no solo son el resultado de si usamos o no zapatillas para correr; también influyen la forma en que movemos el cuerpo y en qué medida los músculos pueden controlar esos movimientos.


La virtud del término medio

Tanto la postura de quienes apuestan por andar descalzos como la de quienes defienden lo contrario cuentan con numerosa literatura científica que las avala. En este asunto, entonces, conviene huir de los radicalismos. Una buena opción, al menos hasta que se disponga de más estudios en un sentido u otro, es llevar calzado que permita los movimientos naturales de pies y articulaciones, y no abusar de las zapatillas deportivas excesivamente cómodas, además de caminar descalzos de vez en cuando, pero solo por superficies seguras. Y no olvides: antes de venirte arriba y correr distancias medias o largas con los pies al aire, es mejor que consultes al médico.

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