La ciencia de la sonrisa
Alarga la vida, nos ayuda a sentirnos optimistas, promueve la salud cardiovascular, facilita la comunicación y las relaciones sociales e, incluso, el éxito profesional. Sin embargo, aunque todos los humanos desarrollamos la capacidad de sonreír desde el vientre materno, es un gesto que no tiene el mismo significado en todas las culturas.
La sonrisa es la panacea para todo. O esa, al menos, es la conclusión que extraemos si creemos a pies juntillas los resultados de los estudios que se han llevado a cabo durante los últimos años acerca de esta acción exclusiva del ser humano. Las personas risueñas consiguen mayor éxito profesional, resultan más atractivas a ojos de los demás, tienen mayores posibilidades de casarse, confían más en sí mismas, y no solo gozan de mejor salud en general, sino que viven más años.
El simple hecho de sonreír cuando estamos atravesando un mal momento ya nos hace sentir mejor, hasta si forzamos este gesto. Ahora bien, la sonrisa no es necesariamente un indicador de felicidad ni de alegría, según afirman los expertos en ecología del comportamiento, la ciencia que estudia la conducta animal desde el punto de vista evolutivo. Porque las personas felices no van todo el día con esta mueca en la cara. ¿Y acaso no lloramos también en los momentos de euforia?
Pero empecemos por el principio
Las modernas técnicas de imágenes tridimensionales por ultrasonido han permitido a los científicos comprobar que es algo que hacemos ya desde el vientre materno. Al nacer, los críos tardan solo cinco semanas en esbozar las primeras sonrisas, incluidos los ciegos, lo cual demuestra que no es una expresión aprendida por imitación. Los padres suelen identificar esos movimientos musculares en el rostro con la alegría, cuando en realidad, a edades tan tempranas, nuestro cerebro es demasiado inmaduro como para haber desarrollado cualquier tipo de emoción. “El bebé no sonríe porque está contento, sino porque la naturaleza le ha dado un gancho estupendo que genera una reacción en el adulto, especialmente en los padres”, explica José Miguel Fernández-Dols, catedrático de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
A partir de ese momento, se crea una dinámica en la que el adulto intenta, mediante el juego, arrancar sonrisas o, incluso, alguna carcajada al niño. “Y este empieza a asociarlas con una serie de situaciones positivas y a interpretarlas como una señal de sociabilidad y afiliación”, dice Fernández-Dols.
En relación a este argumento, existe un experimento muy famoso realizado en 1957, en Estados Unidos, en el que se colocó a varios bebés sobre un acantilado visual, es decir, una superficie de cristal transparente elevada a cierta altura, de tal manera que tenían la sensación de que, si avanzaban por la misma, caerían al vacío. En el caso de que sus madres les sonrieran desde el otro extremo, los pequeños cruzaban la superficie sin miedo. Y al contrario: aquellas que no sonreían generaban una situación de inseguridad que hacía que sus hijos prefirieran quedarse en zona segura.
En esta etapa, el bebé desarrolla además plena conciencia del poder de su sonrisa, por lo que es capaz de buscar, de manera muy inteligente, el momento más apropiado para esbozarla, con el fin de manipular a sus progenitores en su propio interés. Así lo demuestra el estudio norteamericano Infants Time Their Smiles to Make Their Moms Smile (Los niños miden sus sonrisas para hacer sonreír a sus madres”, publicado en la revista científica PLOS ONE hace cuatro años. Por otra parte, desde el punto de vista de la ecología conductual, que algo sea biológicamente determinado no quiere decir que sea universal. A medida que crecemos, la actitud hacia esta expresión está determinada por factores socioculturales. En 2016, la psicóloga Kuba Krys, de la Academia Polaca de Ciencias (PAN), lideró una investigación en la que se pidió a más de cinco mil personas de 44 países que evaluaran una serie de ocho fotografías de rostros, algunos sonrientes y otros no, y decidieran si transmitían cualidades como la inteligencia y la honestidad.
Rusos con cara de sota
La gente sonriente fue percibida por los participantes en el ensayo como menos inteligente en países como Rusia, Japón, la India, Irán y Corea del Sur. El motivo, según la hipótesis de los investigadores, es que en aquellos países con sistemas sociales inestables –pensemos en la sanidad o la justicia, por ejemplo– se tiende a percibir el futuro como algo impredecible e incontrolable, con lo cual expresar una sonrisa, símbolo de seguridad, parece un comportamiento incongruente. Así, para los rusos, la gente que sonríe sin razón a los desconocidos es hipócrita o, directamente, tonta.
Que este gesto no significa lo mismo en todas las culturas es algo que está estudiando en profundidad el equipo liderado por Fernández-Dols en la UAM. Uno de sus experimentos más reconocidos es el que llevaron a cabo en Trobriand, un grupo de islas de Papúa Nueva Guinea, y en la isla de Matemo, en Mozambique. Mostraron a un grupo de niños y adolescentes fotografías con expresiones faciales de alegría, tristeza, enfado, miedo y asco, además de un rostro que no mostraba ninguna emoción, y contrastaron los resultados con un grupo de control de Madrid. Mientras que la mayoría de madrileños supieron relacionar las expresiones faciales con las mismas emociones, solo la mitad de los habitantes de las aldeas asociaron la sonrisa, en concreto, con felicidad. Para ellos, más bien es una invitación social, “la magia de la atracción”.

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“La sonrisa no necesariamente expresa alegría, aunque, ocasionalmente, pueda tener este significado, sino que es un patrón de conducta facial mucho más polivalente y flexible de lo que los psicólogos se han empeñado en hacernos creer durante mucho tiempo”, señala Fernández-Dols, coautor, junto con James A. Russell, del libro The Science of Facial Expression. La función de los gestos de la cara, si atendemos a esta corriente científica, no sería transmitir mensajes, sino influir
en el comportamiento de las personas con las que interactuamos. Algo que contradice de pleno la teoría clásica de las emociones formulada por el psicólogo estadounidense Paul Ekman en los setenta. Este sostiene que la ira, el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la sorpresa son sentimientos básicos o biológicamente universales en la especie humana. Sin embargo, “en la actualidad, no hay consenso en absoluto”, como nos recuerda Fernández-Dols, puesto que hay teorías que hablan, incluso, de veintiséis emociones básicas.
¿Fingir es lo mismo?
A pesar de ser, aparentemente, un movimiento sencillo, la articulación de una sonrisa depende de diversos músculos de la cara. Guillaume Duchenne, médico e investigador clínico francés del siglo XIX, fue uno de los primeros en estudiar los mecanismos que se activan en el proceso. Para ello, llevó a cabo una serie de experimentos con un paciente que tenía paralizados los músculos del rostro. Duchenne le iba provocando diferentes expresiones a través de estimulaciones eléctricas, a la vez que las registraba en fotografías –también fue el primero en establecer un puente entre la fotografía médica y la artística en una época en la que los dibujos eran los soportes científicos utilizados–.
Los experimentos le permitieron concluir que la sonrisa involucra la contracción de los músculos cigomáticos mayor y menor, que elevan la comisura de los labios, y del músculo orbicular, cuya contracción alza también las mejillas y produce las conocidas patas de gallo. Desde entonces, cuando es genuina o verdadera, se la conoce como sonrisa de Duchenne,
asociada a sentimientos de placer y felicidad, en contraste con la sonrisa falsa, en la que el músculo orbicular no se puede contraer de forma voluntaria. Sin embargo, es un concepto que se encuentra también en entredicho hoy en día, puesto que la comunidad científica ha demostrado de forma empírica que hasta una sonrisa de Duchenne se puede fingir. “La hipótesis más sensata en este momento es que, nada más, es más intensa que otras”, pero todas las sonrisas existen y por tanto son reales, apunta Fernández-Dols.
A modo de ejemplo, el catedrático nos pide que imaginemos a un señor que se abalanza sin querer encima de una señora por el traqueteo del bus, una situación cómica que, sin duda, puede provocar la sonrisa del resto de pasajeros. O cuando nuestro jefe nos descalifica delante de nuestros compañeros y a uno de ellos se le escapa una sonrisa maligna. En ninguno de los dos casos diríamos que las personas han fingido su gesto, pero tampoco lo podemos asociar con una emoción de alegría. Es más, en un contexto como el que se presenta en el segundo supuesto, interpretaríamos la expresión del compañero como un signo de superioridad, y hasta puede generarnos estrés. Es la principal conclusión de la investigación Functionally distinct smiles elicit different physiological responses in an evaluative context (Distintas sonrisas provocan diferentes respuestas psicológicas), publicado en la revista Nature el año pasado.
Una costumbre beneficiosa
El estudio de lo que la mayoría de nosotros entendemos por una sonrisa genuina o que denota felicidad constituye una gran herramienta para los cirujanos reconstructivos en el tratamiento de la parálisis facial. Esta afectación consiste en la pérdida total o parcial del movimiento muscular voluntario en un lado del rostro, debido a un fallo en el nervio facial. Aunque, en reposo, la cara de estos pacientes es simétrica, cuando sonríen presentan distintos grados de deformidad. Algo que dificulta la interacción con los demás y puede conducirles a una baja autoestima y a la depresión.
En 2017, un grupo de científicos de la Universidad de Minnesota publicó en la revista PLOS ONE los resultados de una investigación en la que más de ochocientos participantes tuvieron que calificar una serie de modelos faciales generados por computador en función de lo agradables y genuinas que les hubieran parecido sus sonrisas. La medida en que las comisuras suben, la distancia entre ellas y la porción de dientes que se muestran es la combinación clave. Gracias a hallazgos como este, los especialistas en reconstrucción facial pueden adaptar mejor sus técnicas quirúrgicas.
Mientras, en los últimos años, la ciencia está constatando que sonreír con frecuencia tiene muchas más ventajas de las que creíamos, tanto físicas como psicológicas. Para empezar, nos acerca al resto de personas, en el sentido de que nos dejamos contagiar por las emociones de quienes nos rodean. Por ejemplo, si estamos con un amigo que está pasando un mal trago, es inevitable que nosotros también adoptemos su misma expresión de tristeza porque nos ponemos en su lugar. Pero, al contrario, sucede también: las personas risueñas nos provocan una sensación de bienestar. La explicación la encontramos en las neuronas espejo, una reacción automática que nos lleva a imitar y reflejar la actividad que estamos observando.
De hecho, ya en 2008, un estudio de la Universidad Duke (EE. UU.) observó que recordamos mejor las caras sonrientes que las neutrales. Los investigadores utilizaron imágenes por resonancia magnética para averiguar qué ocurría en el cerebro de un grupo de voluntarios cuando les enseñaban una foto y les decían el nombre de la persona.

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El resultado fue que los nombres asociados a caras sonrientes estimulaban la actividad en el córtex orbitofrontal, un área del cerebro involucrada en el proceso de recompensa.
Neuronas contentas
“No nos provoca el mismo efecto una persona que nos pide algo imponiéndonoslo, por ejemplo, que otra que nos lo solicita con una sonrisa”, señala Silvia López Chamón, miembro de los grupos de trabajo de Comunicación, Tutores y Salud Mental de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (SEMERGEN). La especialista, además, explica que, en la interacción social, nuestras neuronas cambian, tanto para bien como para mal. “Una persona que te desafía y te genera ansiedad contribuye a aumentar la destrucción de neuronas o, al menos, a ralentizar la recuperación de las que se destruyen, y viceversa, un buen intercambio mantiene saludable el recambio celular”.
Por otra parte, algunos estudios sugieren que nuestro lenguaje no verbal influye en nuestras propias emociones y sentimientos. Es la llamada hipótesis del feedback facial, que afirma que la actividad muscular en sí misma sería la responsable inicial de la producción de la experiencia emocional.
En pocas palabras: si estamos tristes, bastaría con forzarnos a sonreír y modificar nuestra postura corporal para transformar este sentimiento. Aunque es algo que la doctora López Chamón sostiene solo hasta cierto punto. “No produce el mismo efecto, pero sí un resultado favorable. Es como una especie de entrenamiento: si te entrenas a reconducir una situación, al final, facilitas que se reconduzca”, nos dice.
A nivel físico, científicos de la Universidad de Kansas (EE. UU.) demostraron, en 2012, los efectos del optimismo, y de la sonrisa en particular, en la salud cardiovascular. Los participantes en su experimento, un total de 169, fueron divididos en tres grupos: a uno se le forzó a adoptar un gesto sonriente –mediante la colocación de palillos alrededor de la boca–, a otro se le pidió que mantuviera un gesto neutral y al último, que esbozara una sonrisa de Duchenne.
Después de someterlos a todos a situaciones estresantes, los investigadores comprobaron que los voluntarios que habían sonreído por sí mismos mostraron una menor frecuencia cardiaca y dijeron tener menores niveles de estrés respecto a los que no lo hicieron. En la misma línea, las personas que tienen hábitos positivos, como mantener buenas relaciones personales y practicar aficiones que les hacen sentir bien, poseen una mejor salud en general. La doctora López Chamón, que es médico de familia en el Centro de Salud Huerta de los Frailes de Leganés, en Madrid, lo comprueba a diario en su consulta.
El estrés se lleva mejor
“La risa hace que se pongan en marcha una serie de mecanismos fisiológicos: por ejemplo, aumentan las endorfinas; los músculos se contraen y, después, se desencadena una relajación; y aumenta el grado de inmunidad, por lo que nos hace más resistentes a las infecciones. Con la sonrisa, no hay el mismo trabajo muscular, pero nos ayuda a relajarnos y a ver las cosas con otra perspectiva”, señala esta doctora.
Tanto es así que el Estudio longitudinal de envejecimiento, llevado a cabo en el Reino Unido con más de once mil personas mayores de cincuenta años desde 2012, afirma que quienes tienen un estado de ánimo positivo no solo disfrutan más de la vida, sino que además poseen un 35 % menos de posibilidades de morir en los próximos cinco años. Asimismo, en la consulta médica se observa “que los individuos que son capaces de modelar sus emociones, por ejemplo, con técnicas de mindfulness, tienen un umbral mucho más alto de dolor”, añade la doctora López Chamón.
Como conclusión, esta insiste en que no es lo mismo afrontar la vida de forma huraña que con un poco de optimismo. “El planteamiento positivo, incluida la risa y la sonrisa, nos mejora a nivel físico, psicológico, emocional y social”. Así que nuestra recomendación es que, por si acaso, sonrías. Es gratis.