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Aprende a decir no

El sabio del Siglo de Oro español Baltasar Gracián decía que “no hay mayor esclavitud que decir sí cuando se quiere decir no”. Es una máxima que debemos aprender para no convertirnos en víctimas de la manipulación de los demás e incluso de la depresión.

El pupitre de Greta Thunberg está vacío todos los viernes desde el verano de 2018. No hace novillos para irse con sus amigas y amigos al parque, como podría sospecharse de una adolescente. El viernes es el día que esta chica de dieciséis años dedica, oficialmente, a exigir a los líderes políticos que adopten medidas urgentes para frenar el cambio climático. Al principio lo hacía sola; ahora ya son millones de estudiantes en todo el mundo los que, inspirados por su figura, salen a las calles cada semana para gritar “¡no!” alto y claro. Basta de palabrerías. No a la inacción. Porque lo que está en juego es algo tan serio como el futuro del planeta.“Nos están fallando a los jóvenes, pero estamos entendiendo la magnitud de su traición. […] Las nuevas generaciones están pendientes de ustedes y, si nos fallan, nunca se lo perdonaremos”.

Así de contundente se ha llegado a mostrar la activista medioambiental sueca ante la sede de las Naciones Unidas. No en vano, la revista Time la presentó como “líder de la próxima generación” en la portada de su número de mayo de 2019. Hay noes que pueden llegar a cambiar el curso de la historia. Mucho más cuando se pronuncian de manera colectiva. Piensa en la repercusión del “No es no” proclamado por el movimiento #MeToo, que ha permitido a las mujeres denunciar abiertamente casos de acoso y violencia sexual. O en Carola Rackete, la capitana de la embarcación Sea Watch 3, que fue arrestada por desembarcar a cuarenta inmigrantes en el puerto italiano de Lampedusa pese a la negativa de las autoridades, lo que obligó a Europa a posicionarse ante la dramática situación de las muertes en el mar.


El respeto a las reglas es la condición necesaria para una buena convivencia. Pero cada vez son más las personas que se atreven a desafiar con determinación a un Gobierno, a un amigo, a un jefe. Una encuesta de la agencia de trabajo temporal francesa Qapa, por ejemplo, pone de relieve que el 91 % de los empleados ha contradicho alguna vez a su superior. Es más, el 89 % lo volvería a repetir, pese a que más de la mitad de los encuestados reconocen haber sufrido algún tipo de consecuencia por sus acciones.

Y es que nadie dijo que fuera fácil. De hecho, expresar una negativa es sumamente difícil en determinados ámbitos de la vida, como el laboral. En especial para las mujeres, en opinión de Linda Babcock, profesora de Economía de la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh (EE. UU.). En uno de sus múltiples estudios sobre la diferencia de género a la hora de negociar, la experta comparó los salarios de los recién graduados en MBA –programas de posgrado especializados en gestión y administración de empresas–, y halló que los hombres cobraban un 7,6 % más de media que sus compañeras. El motivo es que ellas habían aceptado la oferta inicial de su empleador: solo el 7 % había intentado negociar, frente al 57 % de los graduados masculinos. Babcock considera que la reticencia de las mujeres a pedir un aumento de salario o promocionarse profesionalmente tiene una raíz cultural. Tienden a asumir que serán reconocidas y recompensadas por trabajar duro porque desde niñas se las educa para no promover sus propios intereses. En cambio, si persiguen de manera asertiva sus propias ambiciones, pueden ser etiquetadas como agresivas.

La asertividad es la capacidad de autoafirmarse respetándose a sí mismo a la vez que se respeta a los demás. Para Olga Castanyer, psicóloga clínica al frente del Gabinete Psicopedagógico Sijé, “las mujeres tienen la misma capacidad de ser asertivas, pero la educación las ha abocado a adoptar una posición sumisa”. Lo que les falta, quizá, es tener claros sus valores, sus intereses y sus derechos como personas. Los hallazgos de Babcock, sin embargo, fueron refutados en parte por un grupo de profesores de la Cass Business School (Londres), la Universidad de Wisconsin-Madison (EE. UU.) y la Universidad de Warwick (Inglaterra). En el estudio de 2017 titulado Do women ask? (¿Piden las mujeres?), los investigadores encontraron que las mujeres son mucho más propensas que los hombres a trabajar en puestos donde la negociación salarial no es muy factible, como trabajos poco calificados o a tiempo parcial. Pero en puestos donde sí que existen realmente oportunidades para la negociación salarial, ambos géneros piden aumentos por igual. El problema es que a ellas las rechazan más.

Decir “no” es un ejercicio de libertad, en palabras del filósofo Francesc Torralba. “La libertad es la alternancia entre decir ‘sí’ y decir ‘no’ a los ofrecimientos, estímulos y propuestas que se nos van presentando a lo largo de la vida. O sea, vivir es escoger, de entre todas las opciones, aquella que consideras que será mejor en vistas a tu proyecto”, explica. A veces, esa decisión nos genera angustia. Porque, al decir no, negamos el deseo del otro, pero debemos tener en cuenta que a la vez estamos siendo fieles a nuestros valores y convicciones.


Y es que no hay nada peor que decir “sí” cuando en realidad queremos decir “no”. Entonces, ¿por qué seguimos cargando el sofá de nuestro amigo en vez de sugerirle que pague a un profesional para hacer la mudanza?


La imposibilidad de establecer límites se basa en miedos íntimos. “La persona que no se atreve a decir ‘no’ es porque está excesivamente pendiente de la opinión de los demás, de que la quieran y no la excluyan del grupo”, explica Castanyer. El miedo al rechazo se debe a la convicción, a menudo errónea, de que el otro nos ama por lo que hacemos, más que por lo que somos. “Eso es falta de autoestima. Tenemos que aprender a querernos a nosotros mismos, a darnos por buenos, no esperar a que los demás nos den nada. Y si los demás nos quieren mucho, pues fenomenal”, añade la psicóloga.

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En 2013, mientras trabajaba en la Universidad de Columbia, en Nueva York, la experta en aprendizaje Julianne Wurm pidió a un grupo de voluntarios que recordaran cuál había sido la última vez que habían dicho “no” a una petición inesperada con el objetivo de analizar sus emociones. “Alrededor de un 50 % confesó que se sentía culpable al rechazarla, incluso cuando no estaba alineada con sus metas personales”, afirma en una conferencia TED titulada The yes and no knot. La segunda emoción experimentada fue el miedo a la decepción, seguida de la ira. Otra parte interesante del estudio fue la que tenía que ver con el dinero. Al 25 % de los encuestados le habían pedido una cantidad prestada y, curiosamente, no habían tenido ningún problema en dar una negativa como respuesta. “Se sentían más culpables si se les pedía un servicio o tiempo. Lo importante de este resultado es qué valor le ponemos a nuestro tiempo. A veces lo mejor para nosotros es prestar el dinero y reservar nuestro tiempo para cosas más importantes”.

“Los psicólogos sociales han pasado décadas demostrando lo difícil que puede ser decir ‘no’ a las proposiciones de otras personas, incluso si son moralmente cuestionables. Pero ¿qué pasa cuando somos nosotros los que intentamos que alguien actúe sin ética?”, se pregunta Vanessa Bohns en un artículo publicado en el New York Times en 2014. Para responder, la doctora en Psicología Social de la Universidad Cornell, en Nueva York, ha llevado a cabo una serie de experimentos sociales en los que los participantes tenían que pedir a extraños que realizaran actos poco éticos. Uno de los más conocidos consistía en que un grupo de estudiantes debía convencer a desconocidos para que destrozaran un libro, supuestamente de la biblioteca de su universidad, escribiendo la palabra pepinillo en sus páginas. Pero unos se lo pedían diciendo:

“Estoy intentando jugarle una broma a alguien, pero conoce mi letra. ¿Escribirías la palabra pepinillo en una página de esta obra?”. Otros, en cambio, preguntaban algo similar pero añadiendo: “Si te diera un dólar, ¿escribirías la palabra pepinillo en este libro?”. Antes de empezar, cada equipo debía estimar a cuántas personas necesitarían formular la pregunta antes de lograr convencer a tres. El grupo que no ofrecía dinero calculó que a once; el otro pensó que a siete. Al final, solo tuvieron que acercarse a seis personas de promedio para que tres de ellas aceptaran participar en el acto inmoral de escribir la palabra pepinillo en ambos casos.

Para Bohns, lo que pone de relieve este experimento es que a veces la gente está más dispuesta a ayudar de lo que creemos, incluso cuando no les ofrecemos nada a cambio. Tal y como argumenta Torralba en su obra Saber decir no. La sabiduría que libera (2016), “decir ‘sí’ a todo nos desintegra como personas, pero decir ‘no’ a todo nos encierra en una jaula. La cuestión radica en discernir a qué hay que decir ‘sí’ y a qué hay que decir ‘no’”. Ese aprendizaje nos puede llevar toda una vida. Puede, incluso, que nunca lleguemos a encontrar el equilibrio por mucho que nos entrenemos para ser asertivos.


Los psicólogos coinciden en que durante los primeros años de nuestra existencia tenemos una capacidad de autoafirmación increíble. “El niño dice lo que piensa y siente y marca sus límites”, explica Castanyer. Siguiendo un ejemplo de la psicóloga, si no le gustan las espinacas, no se las come. Ahora bien, los padres tienen que decidir qué hacen ante el boicot de su hijo. Si le perdonan las espinacas y a cambio le dan otra comida que le gusta más, el niño aprende a decir ‘no’ porque así le hacen caso. Y al revés: si lo castigan o le hacen sentirse mal por no comérselas, están anulando su posibilidad de decir que no.


Castanyer, autora de Voy a ser asertiva. Utiliza tu inteligencia emocional para autoafirmarte (2017) junto con Olga Cañizares, defiende que “el punto medio está en transmitir al niño que respetas sus gustos pero hay unas normas que cumplir, es decir, enseñarle a tener límites”. También es esencial dejarle elegir –el color de un pantalón, por ejemplo– siempre que eso no transgreda las normas de la casa. “Es un peldaño muy importante para la asertividad. La base para saber decir ‘no’ es tener claros mis gustos, mis intereses, mis valores, porque si no, ¿a qué vas a decir ‘no’?”.

Durante el periodo de juventud, ese proceso de descubrimiento de uno mismo pasa, inevitablemente, por marcar distancias respecto a los adultos. ¿Que me obligan a volver a casa a las nueve? Pues yo llego a las diez. “Es el ‘no’ que sirve para marcar al padre: ‘Yo no soy tú ni soy la prolongación de ti’. Para cortar el cordón umbilical o ‘matar al padre’, freudianamente hablando”, asegura Torralba. Aunque, paradójicamente, los adolescentes no son capaces de decir ‘no’ a sus iguales –o a conductas de riesgo como emborracharse los fines de semana– por miedo a verse excluidos del grupo.

A medida que maduramos, no estamos tan dispuestos a claudicar ante las demandas de los demás. De lo contrario, caemos en el peligro de sentirnos frustrados por hacer cosas en contra de nosotros mismos y, en el peor de los casos, desarrollar cuadros de estrés y depresión, según algunos especialistas. Torralba, que es profesor de Filosofía en la Universidad Ramon Llull (URL), señala que no basta con rechazar peticiones en el ámbito afectivo, familiar o laboral, por ejemplo, sino que deberíamos extirpar, negándolas de raíz, ciertas actitudes arraigadas en la sociedad como podrían ser el consumismo, la corrupción, el individualismo, la falta de transparencia o el fanatismo para alumbrar un mundo mejor.

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Aunque, finalmente, todo pasa por aprender a decirse “no” a uno mismo, lo que implica, en consecuencia, aceptación. “Tenemos que decir ‘no’ a aquellos sueños completamente infundados. Primero tenemos que conocernos, que es una tarea infinita, aceptar nuestras propias capacidades, ver nuestras potencias y limitaciones y evitar siempre la comparación, porque compararse es una forma de autodestruirse”, concluye el filósofo. Algo que comparte Castanyer, para quien, si no nos respetamos a nosotros mismos, indirectamente estamos diciendo a los demás que no hace falta que nos respeten. Estos noes son los que verdaderamente cambian la historia. La nuestra.

Los peligros de la obediencia

En la década de 1960, el psicólogo de la Universidad de Yale Stanley Milgram llevó a cabo una serie de experimentos para analizar hasta qué punto somos capaces de obedecer a la autoridad. La idea surgió después de que el alto mando de las SS Adolf Eichmann, sentenciado a muerte por crímenes contra la humanidad, asegurara en su juicio que él solo había obedecido órdenes. A los participantes en este estudio de Milgram se les dijo que iban a tomar parte en un estudio sobre la memoria. Ellos adoptarían el papel de maestros y tendrían que enseñar pares de palabras a un grupo de alumnos bajo la supervisión de un investigador. Cada vez que el alumno fallara el ejercicio, el maestro debería pulsar unos interruptores para infligirle descargas eléctricas, cuya intensidad podría regular. No sabían que eran falsas y que el conejillo de Indias simulaba el dolor.

Para sorpresa de Milgram, el 65 % de participantes aceptó aplicar descargas cada vez más potentes, hasta llegar al máximo de 450 voltios, poniendo en grave peligro la vida de la otra persona. Y todo porque el investigador les ordenaba severamente continuar. Con los datos obtenidos, Milgram elaboró dos teorías: la del conformismo, que sostiene que, en situaciones de crisis, los sujetos sin habilidades para tomar decisiones transferirán la tarea al grupo y su jerarquía; y la de la cosificación, por la que una persona se ve a sí misma como instrumento que lleva a cabo los deseos de otra y, por tanto, no se considera responsable de sus actos.

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