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Insectos, la comida del futuro

Ante el aumento de población que se avecina, la FAO propone que se generalice el consumo de hormigas, grillos u orugas. En medio mundo ya son una saludable fuente de proteínas alternativa a la carne y al pescado.

Si en Londres no hay nada más chic que pasear con un cartucho de fish & chips –pescado rebozado con patatas fritas– en las manos, en Tailandia lo que se lleva es matar el gusanillo con unos snacks de insectos fritos. No es solo una moda local, sino una muestra de lo que en un futuro debería convertirse en hábito de nutrición mundial. O al menos eso defiende la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que hace algo más de una década ya lanzó una campaña para estimular el consumo a gran escala de estos animales como sustituto de la carne y está decidida a convertir la entomofagia –la ingesta de insectos– en una práctica cotidiana.

En muchas partes del mundo ya lo es. A los indígenas australianos les pirran las polillas bogong, que saben a palomitas de maíz, mientras en Colombia causan furor las hormigas culonas, del tamaño de una abeja, que se comen tostadas y saladas como si fueran cacahuetes. A los mexicanos se les hace la boca agua cada vez que cocinan chapulines, saltamontes del género Sphenarium, que suelen servirse dentro de una tortita, y destacan por su alto contenido proteico –más del 70 %–.

A los japoneses les encantan las larvas de las avispas chaqueta amarilla, un manjar al que cada año se dedica un festival anual en Hebo. En Tailandia se venden huevos de la hormiga tejedora enlatados, y en Congo, Namibia y Zimbaue comen casi a diario orugas de mopane, las larvas de la mariposa Imbrasia belina que tradicionalmente se hierven en agua salada para, a continuación, secarlas al sol. Son un gran antídoto contra la anemia, si se tiene en cuenta que cien gramos de su carne contienen de 31 a 77 miligramos de hierro, es decir, de seis a doce veces más que la ternera.

Vivimos en la era de los insectos (y arácnidos). Escorpiones, grillos, orugas, abejas, moscas, saltamontes, hormigas, mariposas, termitas y chinches suman algo más de tres cuartas partes del reino animal. No se conocen otros animales tan diversos y diseminados: se calcula que por cada ser humano existen doscientos millones de criaturas de seis patas.

Aunque se han descrito ya un millón de especies, se estima que hay de cinco a nueve más pendientes de descubrir. Teniendo en cuenta que en el año 2050 la población mundial podría superar los 9.000 millones, y que, como consecuencia, la demanda de proteínas procedentes de la carne y el pescado se duplicaría, los insectos parecen una buena opción para alimentar al planeta con garantías de abastecimiento y sin muchas complicaciones.

Desde el punto de vista nutricional sobran razones para incluirlos en la dieta. Al margen de contener más proteínas que un filete o una ración de marisco, disponen de vitaminas del grupo B y son ricos en fibra y en micronutrientes como cobre, magnesio, manganeso, fósforo, selenio y zinc. Aportan, por lo general, más hierro que la ternera, como ya se ha mencionado, y proporcionan niveles elevados de ácidos grasos mono y poliinsaturados equiparables a los del pescado azul y el aceite de oliva, que pueden reducir el colesterol y prevenir las enfermedades cardiovasculares.

Los humanos tenemos, además, enzimas digestivas que permiten digerir la quitina, el polisacárido que forma el resistente exoesqueleto que cubre el cuerpo de los insectos. Los expertos dicen que incluir esta molécula en el menú podría fortalecer el sistema inmune, puesto que estimula la actividad de los macrófagos. Estas células actúan como primera línea de defensa del organismo ante cualquier ataque, a la vez que aumenta la resistencia a infecciones víricas o bacterianas y ayuda a combatir las alergias. La quitina también tiene actividad antitumoral. Además de los beneficios para la salud, comer insectos sería bueno para el medio ambiente. Entre otras cosas porque, al tratarse de especies de sangre fría, estos artrópodos con el cuerpo dividido en tres partes –cabeza, tórax y abdomen– no necesitan dedicar energía a mantener su temperatura corporal, lo que los hace más eficientes a la hora de convertir lo que consumen en carne.

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Por término medio, pueden transformar dos kilogramos de alimento en uno de masa de insecto, mientras que el ganado bovino requiere diez kilogramos de piensos y hierbas para ganar la misma cantidad de peso. Un caso significativo lo representan los grillos, que necesitan doce veces menos comida que las vacas y cuatro veces menos que las ovejas para generar una cantidad similar de proteínas.

Por si fuera poco, producir insectos y sus larvas casi no ocupa terreno, en comparación con la ganadería tradicional. Teniendo en cuenta que apenas queda superficie disponible para seguir expandiendo la agricultura y la ganadería, y que cualquier aumento de la producción supondría un incremento de la deforestación, sobre todo en el Amazonas –donde el ganado ya ocupa el 70 % de lo que antes era bosque–, hallar alternativas a la carne es el mejor modo de conservar los pulmones del planeta. Hay que añadir que, a estas alturas, la industria cárnica representa la tercera causa de calentamiento del planeta, solo por detrás del consumo de energía en edificios y del transporte, según un informe reciente de la FAO.

A escala global, las reses son responsables del 18% de los gases de efecto invernadero, expulsados a través de sus flatulencias, eructos y heces. Una vaca lechera europea emite en un día tantas sustancias nocivas como el CO2 que deja un coche que recorre unos 50 km o 60 km. En contraste, la producción de insectos apenas dejaría contaminantes.

Las cifras hablan por sí solas: para producir un kilo de carne de cerdo se expulsan de diez a cien veces más gases que para obtener el mismo peso de gusanos de la harina, Tenebrio molitor. Solo las termitas y las cucarachas generan metano, el gas de origen vacuno que más contribuye al calentamiento global.

La lista de ventajas no acaba aquí. Los escarabajos, las hormigas y los saltamontes consumen menos agua que cerdos, vacas y gallinas. Y se pueden criar a partir de residuos alimentarios orgánicos o incluso de compost, que sus diminutos cuerpos transforman en proteínas de alta calidad. A la vista de estos datos, no es de extrañar que quienes abogan por una dieta sostenible, con bajo impacto ambiental, apuesten por que, además de consumir frutas y verduras cultivadas en huertas ecológicas, nos decidamos de una vez por todas a incluir insectos en nuestros platos.

Dar el salto a su producción en granjas de manera masiva y segura no será difícil. Lo que sin duda va a costar mucho más es convencer a los consumidores occidentales de que se los coman. Los expertos aseguran que las principales barreras que frenan su incorporación a la dieta de europeos y norteamericanos son psicológicas. Mientras que 2.000 millones de personas los toma con regularidad en Asia y África, para los occidentales la entomofagia es, de momento, tabú. Se achaca a que los niveles de neofobia alimentaria –rechazo a alimentos nuevos– son elevados y a que vemos a los insectos como bichos repulsivos, que asociamos con las molestas moscas que revolotean en torno a la basura, los mosquitos y sus picaduras o las termitas que comen las estructuras de la madera.

No obstante, parece que hay algo de esperanza para que cambiemos de mentalidad y empecemos a aceptar a estos animales como un nuevo ganado de seis patas. Un estudio reciente de la Universidad de Gante, en Bélgica, reveló que una de cada cinco personas se siente preparada para sustituir la carne por insectos. En concreto, los hombres se muestran 2,17 veces más dispuestos a probar los escarabajos, las hormigas o los saltamontes que las mujeres. Y entre los consumidores que ya se están planteando reducir el consumo de carne, la predisposición a practicar la entomofagia es 4,5 veces mayor que en el resto de la población.

En definitiva, el retrato robot del europeo más afín a esta novedad gastronómica sería un hombre joven, preocupado por su salud, abierto a probar cosas nuevas y sensible a los problemas medioambientales.

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Ese sería el candidato idóneo para las primeras campañas de marketing, que según la consultora londinense New Nutrition Business deberían lanzarse cuanto antes. Si no hay demanda, dicen, habrá que crear la necesidad y normalizar el consumo entre grupos pequeños. Sobre todo, en aquellos afines a las dietas con alto contenido proteico, que están al orden del día, según aseguran desde la consultora en su libro blanco sobre la comercialización de estos alimentos.

Una de las opciones más prometedoras consiste en desarrollar productos empaquetados como los que fabrica Exo, una compañía estadounidense que ha lanzado barritas de proteínas de harina de grillo muy sabrosas que desafían los prejuicios sobre lo que supone comer insectos sin provocar sensaciones desagradables.

Por su parte, la empresa Micronutris, líder en Europa en preparados basados en esta fuente de nutrientes, ya comercializa galletas elaboradas con pasta de insectos, chocolate con polvo de grillos, o macarons –galletas tradicionales francesas de colores– decoradas con crujientes ejemplares.

Tampoco sería mala idea hacer caso de lo que propuso hace poco Kofi Annan, ex secretario general de la ONU: “Inviten a los políticos a degustarlos en una cena y dejemos que ellos mismos le cuenten al mundo cuánto les deleitaron. Irán por ahí con orgullo diciendo: ‘Comí grillos, comí cigarras, y eran deliciosos’”. Annan no exagera. Los sabores resultan más familiares para nuestro paladar de lo que imaginamos. Sin ir más lejos, el gusto de las larvas de gusanos de la harina recuerda al de las avellanas, el de los saltamontes africanos guarda parecido con el beicon, y ciertos escarabajos dejan un regusto parecido al gorgonzola. Además, las 1.900 especies consideradas comestibles se pueden caramelizar, freír, cocer, preparar al horno, saltear o aderezar con especias. Las posibilidades culinarias son infinitas.

Y si no que se lo pregunten a René Redzepi,del restaurante Noma, en Copenhague, reconocido con dos estrellas Michelin y considerado durante varios años el mejor establecimiento del mundo por la revista Restaurant Magazine. Hace cuatro años incorporó una novedosa propuesta en su menú: hormigas salteadas para aderezar su tartar de ternera. En su centro experimental Nordic Food Lab investiga con caldo de grillos y pasta de saltamontes, entre otros ingredientes procedentes de insectos. En Francia, el chef David Faure fue aún más lejos y creó para su restaurante Aphrodite, en Niza, todo un menú combinando gusanos de la harina con guisantes y zanahorias, y grillos con whisky y peras, entre otras cosas. Aunque en su caso parece que la propuesta contribuyó a que perdiera la estrella Michelin. Demasiado atrevido, quizá.

• Tienen proteínas. El contenido proteico de la ternera es del 50%, en cambio, el del grillo alcanza el 65%.

• Y otros nutrientes. Contienen aminoácidos, vitaminas, minerales y ácidos grasos no saturados.

Una comida ligera. Muchas especies tienen menos de cinco gramos de grasa por ración, ideal para evitar la obesidad.

• Son ecológicos. Criarlos en granjas no generan gases ni residuos como la ganadería tradicional.

Un producto versátil. Pueden tomarse cocidos, a la plancha, al horno y fritos; o convertirse en harina para hacer pan o galletas.

• Hay a patadas. Son artrópodos, uno de los filos zoológicos más antiguos y diversos del mundo. En algunas zonas coexisten más de trescientas especies distintas. Seguro que pueden satisfacer todos los gustos.

• Saben de lujo. Para los recelosos que no se lanzan a comerlos: en la boca recuerdan a las gambas, los frutos secos o el pollo.

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