Avances contra la viruela en Europa: historia de una vacuna
Esta es la historia de cómo se desarrolló la vacuna contra la viruela.
Algunas fuentes señalan que ya en el siglo XI se practicaba en Asia central la inoculación de la viruela o variolización para prevenirla. Existen testimonios del siglo XVI que acreditan que por entonces tal recurso se conocía y empleaba en China, y poco después en la India, Sudán y Turquía, entre otros países. Existían diversas variantes en el procedimiento para conseguir el contagio, siempre a partir de las pústulas de algún enfermo que había superado la dolencia en forma leve. La práctica consistía en la administración a una persona sana de las citadas pústulas, secas y molidas o ralladas, por los orificios nasales, en incisiones provocadas en la piel o haciendo que un niño sano llevase la ropa usada por otro que había tenido la enfermedad.
La viruela era un mal grave y muy contagioso que comenzaba con fiebres y continuaba con la aparición de vesículas con pus en la piel, que dejaban una huella imborrable en forma de cicatrices o ceguera, cuando el proceso no finalizaba en la muerte. Parece que desde comienzos del siglo XVII el virus se volvió más agresivo –hoy diríamos que por una mutación– y en el Viejo Continente fueron más frecuentes las epidemias, donde se ha calculado que cada año fallecían por ello 400 000 personas.
También se cree que antes del siglo XVIII en algunos lugares de Europa ya se llevaba a cabo algún tipo de variolización, una práctica que seguramente se consideraba una superstición, pero que estaba basada en la realidad empírica de que quienes contraían una vez la enfermedad quedaban inmunizados. En todo caso, a comienzos de esa centuria entró en escena una persona que resultaría fundamental en toda esta historia. Se trata de Mary Montagu, una mujer decidida e inteligente que había visto morir a un hermano por la viruela y que llevaba en su rostro las cicatrices que dejaba.
Mary estaba casada con un diplomático que fue enviado en 1716 a Constantinopla como embajador británico en la corte otomana. Sus dos años de estancia le sirvieron para asimilar la cultura turca y conocer en detalle la práctica de la inoculación subcutánea. Convencida de su eficacia, decidió que Charles Maitland, médico en la embajada, se la aplicase a su hijo de seis años. De regreso a Londres, se convirtió en una defensora de esa técnica, que planteaba rechazos entre la comunidad médica. Es cierto que presentaba riesgos –en algunos casos, las personas inoculadas podían morir–, pero otras críticas tenían base religiosa. Se afirmaba, por ejemplo, que toda epidemia era un castigo divino y la inoculación iba en contra de la voluntad de Dios.
En 1721, hubo una grave epidemia en Gran Bretaña y Mary pidió a Maitland que inoculara a su hija de tres años, en presencia de otros médicos. El éxito de la operación se conoció en todo Londres e incluso la Casa Real se mostró interesada. Como medida de precaución, antes de aplicarla se decidió realizar una prueba con seis presos que iban a ser ejecutados. El 9 de agosto de 1721, ante unos veinticinco galenos, cirujanos y miembros de la Royal Society, tuvo lugar el llamado Real Experimento. El resultado fue favorable y los reos fueron liberados. Pronto seguirían otros ensayos en niños, y en abril de 1722 serían inoculadas dos hijas de la Princesa de Gales.
La técnica se extendería paulatinamente, de modo que ya se aplicaba en muchos otros países cuando a finales de siglo el médico Edward Jenner ideó la primera vacuna de la historia, en la que la inmunización se obtenía a partir del virus proveniente de la viruela de las vacas. La vacunación se impondría porque era más segura y eficaz, dejaba poca huella en el lugar de inyección y los vacunados no transmitían la enfermedad.