El pene, bajo la lupa de la ciencia
Las nuevas técnicas de imagen médica hacen posible que los sexólogos se zambullan como nunca en el mar de misterios que aún rodean al erotismo humano.
Las imágenes de resonancia magnética (MRI) de las fases del sexo han servido para entender mejor al miembro viril. Así, sabemos que una tercera parte adicional e invisible del pene yace escondida debajo de la piel; por lo tanto, una erección de 15 centímetros tendría, en realidad, 25. O que el miembro viril no se inserta dentro del cérvix durante el sexo. Asimismo, nos ha permitido determinar qué regiones del cerebro se activan durante el acto y cómo lo hacen.
Por su parte, el médico Geng-Long Hsu estudia con mimo la anatomía peniana de todos los cadáveres que van a parar al Hospital Adventista de Taiwán. En su Centro de Investigaciones para la Reconstrucción Microquirúrgica de la Potencia, en Taipéi, ha intervenido y reparado falos que han sufrido toda clase de accidentes, incluso el de un practicante de jiu yang shen gong, un arte marcial que consiste en levantar pesas con el miembro.
Ayudar a levantarla
Su tratamiento quirúrgico de la impotencia –que ha sido descartado por el resto de la comunidad urológica– consiste en anudar parte de los vasos sanguíneos del pene. En opinión de Hsu, cuando el hombre es impotente, casi siempre se debe a que el tejido eréctil no se expande con sufi ciente vigor para comprimir las arterias encargadas de mantener la erección. “El resultado es como una rueda pinchada que, en lugar de perder aire, pierde sangre”, apunta. Según su teoría, cortar y anudar la vena dorsal ayudaría a cerrar dicha fuga.
De todos modos, el antiguo debate sobre si el origen de la impotencia es físico o mental sigue abierto. En el libro The Rise of Viagra, Meika Loe opina que la urología le ha robado protagonismo a la psicología y que el advenimiento del Viagra, en 1998, pareció sellar el caso: no era cuestión de cabeza, sino de fontanería. Una curiosa y discreta forma de averiguar si la disfunción en cuestión se debe a problemas psicológicos radica en observar el comportamiento nocturno del miembro masculino, con dispositivos tales como el sistema ambulatorio de evaluación de la rigidez y la tumescencia RigiScan.
¡Será por testículos!
Pero pocas propuestas son tan rocambolescas como la ensayada en la cárcel de San Quintín, allá por 1920. Algunos prisioneros se ofrecieron como voluntarios a recibir injertos de tiras de escroto procedentes de sus colegas recién pasados por la silla eléctrica o, en su defecto, de cabras, ciervos y cerdos. El cirujano de la cárcel Leo Stanley buscaba constatar la popular teoría de que un injerto de piel de testículo –el primero se llevó a cabo en 1910, con un simio como donante– era la cura mágica para mejorar la salud, el placer sexual y la virilidad. Después de mil injertos, Stanley publicó en 1922, en la revista Endocrinology, que sus operaciones habían sido un éxito: 49 de 58 asmáticos dijeron haber mejorado, lo mismo que 3 de 4 diabéticos, 3 de 5 epilépticos y 12 de 19 impotentes. Además, 32 de 41 aseguraron “ver mejor” y 54 de 66 afectados de acné hallaron que sus granos desaparecían. Lo que Stanley no menciona es que, a cambio de participar en su programa, los presos recibían dinero y/o reducciones de sus condenas, lo que quizá les predisponía a decirle al doctor lo que quería escuchar.
Ante el dudoso valor terapéutico de los injertos de escroto, sabemos a ciencia cierta que el orgasmo sí lo tiene. Barry Komisaruk y Beverly Whipple afirman en La ciencia del orgasmo que las personas que experimentan el clímax de manera habitual parecen tener menos estrés y tasas más bajas de enfermedad cardiovascular, endometriosis y cánceres de mama y próstata.
Este texto forma parte del artículo La ciencia entra en la alcoba, en el número 380 de Muy Interesante (enero de 2013), escrito por Ángela Posada-Swafford.