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5 citas célebres para entender el sexo

El sexo es una de nuestras grandes preguntas vitales, un problema que, dada su magnitud, tiende a desbordarnos y la inmensa mayoría de las veces se ha intentado acallar, calmar o responder con tópicos y banalidades.

No existe ni ha existido nunca un solo ser humano que no haya intentado comprender. En cuanto un fenómeno se nos pone por delante –desde una piedra a un amanecer, desde un sufrimiento a un dilema o una alegría–, siempre intentamos darle sentido, esto es, comprenderlo. No podemos ni debemos evitarlo, pues esa es quizá la condición más radical que nos caracteriza. Esto implica que somos seres problematizantes,lo cual no significa que nos volvamos unos pelmazos dando la tabarra frente a cada cuestión que se presenta en nuestra existencia, sino que nos domina el asombro, la fascinación. Para nosotros, en todas partes puede haber un problema, es decir, siguiendo la etimología griega del término problema, algo que arrojar – ballein– delante de nosotros – pro– y con cuya acción – ma– tenemos que focalizar la vista y el entendimiento porque la presencia de eso arrojado delante nos impide continuar el paso.

Así como cuentan que la pintura nació por el afán de retener la sombra del amado en una pared antes de su partida, se dice que la filosofía se inició con una pregunta: “Tí esti”(“¿Qué es?”). Naturalmente, esta pregunta debió de empezar a machacarnos muchísimo antes de que a Platón le diera por denominar filosofía a la actitud de afrontar la existencia. Por eso, es posible que no todos llevemos a un entrenador de fútbol dentro, pero lo que es indudable es que llevamos a un filósofo, a alguien que se pregunta qué demonios es eso que se me ha puesto delante. Naturalmente, hay personas con mayor y menor implicación a la hora de responder al ¿qué es?, pues la mayoría se conforma con asumir lo que algunos decidieron que era aquello que ahora nos interpela, pero en todos nosotros está, al menos mientras sigamos siendo humanos, el afán de resolver el enigma, el acertijo, el imperecedero ¿qué es?

Eso también es aplicable a nuestra condición sexuada. Pero ¿qué es el sexo? ¿Qué es lo que nos produce emocional y éticamente el hecho de ser sexuados? El sexo es una de nuestras grandes preguntas vitales, un problema que, dada su magnitud, tiende a desbordarnos y la inmensa mayoría de las veces se ha intentado acallar, calmar o responder con tópicos y banalidades elaborados por lo que opina la mayoría. Y esa opinión mayoritaria ha estado enormemente influenciada por aspectos ideológicos y religiosos que han tenido casi siempre un represivo condicionante: el “niño, eso no se toca” –que equivaldría a “niño, eso no hay que comprenderlo”–.

Todo esto no ha impedido que personajes con una gran proyección social y, por tanto, formadores de opinión pública, hayan podido proferir sus jugosas sentencias sobre cómo actúa, sobre qué nos produce o sobre qué es ese aspecto específico de nuestra condición sexuada. A continuación, vamos a intentar plasmar y analizar brevemente unas pocas de esas célebres sentencias, ver lo que de verdadero puedan tener y las derivas que en nuestra comprensión puedan haber acarreado. Algunas de estas frases o sentencias tienen una vocación cómica; otras, académica y formal. Pero en todas ellas se esconde, se vea o no, un intento muy serio por saciar nuestra ansia de comprensión.

La incisiva cuestión la plantea, de manera atribuida, un tipo genial que nació en Nueva York en 1890: Julius Henry Marx, más conocido como Groucho Marx. La pregunta plantea las relaciones entre dos conceptos como el de amor y el de sexo. Y no es casualidad que se confundan: hay una legendaria tradición ideológica de que así sea. En principio, los humanos siempre estamos dispuestos a interactuar sexualmente. No tenemos un condicionante biológico, como podría ser el celo, que nos determine cuándo podemos y cuándo no, lo que resulta un escándalo y una fuente inagotable de conflicto, particularmente para los que entienden nuestra condición sexuada como una maldición. Así que hemos buscado innumerables recursos para establecer cuándo debemos y cuándo no.

El amor como condición previa a la puesta en acto de nuestra condición sexuada es uno de esos condicionantes. Y siguiendo la misma lógica de hermandad, el sexo lo entendemos como un infalible método de validar el amor.

Resulta sorprendente la cantidad de dificultades sexuales individuales y de pareja en las que subyace aún hoy en día esa errónea sinonimia entre sexo y amor. La rotundidad de expresiones como “ya no me quiere porque no me desea” o “quiere a otro porque mantiene relaciones sexuales con él” es uno de los mayores tóxicos que envenenan cualquier relación sentimental con vocación de proyectarse en el tiempo. Y cuesta la vida misma intentar hacer entender que una cosa no implica indefectiblemente la otra. Lo que nos promueve a implicarnos en una interacción sexual con alguien no es, en la inmensa mayoría de casos, el amor, sino el erotismo.

Es una fuerza gravitacional potente, una inclinación atractiva gratificante, pero no es necesariamente, insisto, amor. No está hecho de la misma sustancia, no requiere los mismos esfuerzos y no implica las mismas obligaciones. Además, y por la enorme presión que ejerce en nosotros asociar uno al otro, cuando sentimos por alguien esa avidez, esa atracción, nos engañamos con que eso que sentimos no son ganas de interactuar sexualmente, sino amor. Los enamoradizos no deberían olvidar la retranca de otro tipo genial, Woody Allen, cuando afirmaba aquello de que “el sexo sin amor puede ser una experiencia vacía; pero como experiencia vacía es de las mejores”.

Esta frase, que se ha convertido en una especie de resumen tuitero de una obra con más de mil páginas, se inscribe en la llamada segunda ola del feminismo, aquella que reivindica la particularidad de lo femenino y su inaceptable sumisión a lo masculino, pero sin querer por ello abolir de la faz de la Tierra todo lo que huela a varón. La sentencia de Simone de Beauvoir se refería a las mujeres, pero es también aplicable a cualquier ser humano. “No se nace Pepito Pérez: se llega a serlo” o “no se nace gilipollas: se llega a serlo” seguirían siendo válidas. Nada hay sustancial o predeterminado en nosotros, sino que lo que somos es el proceso plástico y dinámico que ha venido sucediendo y sobre el que debemos asumir la mayor de las responsabilidades. Por eso, un ser humano puede nacer con un determinado sexo biológico, pero será la sociedad –“civilización”, prefiere decir Beauvoir– quien “elabore ese producto” –refiriéndose a la mujer– con una serie de condicionantes, imposiciones y restricciones, de forma que el sujeto, femenino en este caso, se adecúe a lo que esperamos todos de la “feminidad”.

¿Quería decir De Beauvoir que el sexo es un mero constructo cultural, algo que existe pero que no tiene un fundamento sólido conocido? ¿O que una cuestión como el sexo biológico no existe, es decir, que una vulva o un pene no tienen ninguna influencia en conformar hombres o mujeres? En mi opinión, Simone de Beauvoir ni llegó tan lejos ni lo pretendió –todo lo más, quería explicar la génesis del género y la injusta sumisión de uno a otro–. Pero esa tesis de que nada nos sustenta ni condiciona –ni siquiera nacer con una vulva o con un pene o con ambos o con una mezcla de ambos– para llegar a ser lo que somos ha sido, tanto por su originalidad como por su irreductible dogmatismo, un asunto que no solo se manifiesta en las universidades, sino que ha calado en lo más hondo de la sociedad. Y eso es porque, con esas palabras, De Beauvoir no escribió una frase, sino que abrió, como hacen los genios, un auténtico grifo. Por cierto, cuando antes de morir le preguntaron por lo que le había quedado por hacer, respondió que escribir sus memorias sexuales. Eso quizá ya no hubiera sido un grifo, sino la rotura de una presa.

No se puede ser un fino observador de la condición humana, como Woody Allen, sin haber aprendido cosas como estas. El sexo o, más concretamente, el sustrato del imaginario erótico que lo sustenta, ama la transgresión. Pero, y esto hay que entenderlo bien, su transgresión no busca anular la prohibición. Porque al imaginario erótico, que empuja el deseo, que es el activador de la excitación, le gusta jugar. Es el gran comediante, el actor que disfruta su papel de atracador de bancos pero que en ningún caso se convierte en atracador ni legitima con su interpretación que los bancos se puedan robar. Una interacción sexual es una gran representación en cualquiera de las eróticas en las que se presente. Tiene por necesidad que ponerse en función dentro del embrujo de un escenario. En caso contrario, si viéramos las cosas como de verdad son –si viéramos un culo como lo ve un proctólogo o los flujos vaginales como los ve el ginecólogo que hace una citología–, nunca podría sostenerse el deseo erótico.

Así, una interacción sexual necesita de la posibilidad de lo oculto,de la sordidez, de lo que en otro marco de comprensión no está legitimado. Tú no puedes insultarme o darme un cachete en el culo en la “vida real”, donde debe primar el orden y la ternura; pero en la tragicomedia del sexo la cosa es distinta.

Puede, al menos, ser distinta y debe, en muchas ocasiones, serlo. Actualmente, con relación al sexo pretendemos ser demasiado transparentes; hay un exceso de normalización, de regulación y racionalización de las eróticas. Los artilugios de estimulación genital ya se parecen más a esculturas de Brancusi: redondeadas, inofensivas, asépticas, sin atisbo de abismo en su belleza. Hasta el lenguaje en ese juego tan serio de interactuar sexualmente se pretende procedimentalizar, estableciendo qué se puede decir y qué no. Pero el deseo se alimenta de lo desconocido. Es por eso por lo que la puesta en acto de nuestra condición sexuada sigue exigiéndonos lo dionisiaco, lo que ama lo oculto, lo sórdido… Lo sucio. Es en esta situación cuando cobra sentido y nos produce una sonrisa otra frase de Allen que complementa la anterior: “Echo de menos aquellos tiempos en los que el aire era limpio y el sexo sucio”.

Eso, oído en boca de Marilyn Monroe, debía de sonar irresistible. Sin embargo, hay un error muy común de partida que, sin duda, le perdonaríamos a Marilyn: intentar comprender nuestra condición sexuada y sus procesos y actos consecuentes como algo natural, dando a entender que el sexo no debe estar sometido a los condicionantes, limitaciones, restricciones y tabúes que imponen la sociedad y la mirada del otro. Pero cometemos un doble error: creer que el hecho sexual humano es natural como lo sería, por ejemplo, el del buey almizclero, y creer que lo natural, lo que Dios quiere, la ley de vida es algo bueno y no algo que venimos intentando corregir por nuestra propia supervivencia desde el mismo momento en el que plantamos trigo, construimos una cabaña, descubrimos el antibiótico o creamos una vacuna.

Es nuestra propia condición de animales simbólicos, representativos y racionales lo que convierte al hecho sexual humano en un auténtico prodigio de complejísima comprensión. Todos nuestros procesos eróticos y nuestra sexualidad se ven muchas veces coaccionados y bloqueados por lo mismo que los constituye, dando, por ejemplo, lugar a las denominadas dificultades sexuales comunes–caída del deseo erótico, imposibilidad de alcanzar el orgasmo, disfunciones eréctiles, etc.– que no son explicables desde un punto de vista orgánico, sino por los miedos y la dificultad de comprensión que nos produce ser animales inmersos en la cultura. Pese a depender de unos procesos orgánicos que, en condiciones de no interferencia cultural funcionarían solos –como nuestra respuesta sexual–, tenemos la bendición y la maldición, además de la responsabilidad, de ser un proyecto abierto que tiene que ser limitado y coaccionado para poder materializarse. Así, pretender resolverlo todo con un “no le des más vueltas… ¡si el sexo es natural!” es tratarnos como a un ornitorrinco. Consideraciones aparte, el que alguien como Marilyn diga de esa manera que no tiene dificultades para interactuar sexualmente es como para derretir el acero. Curiosamente, ese efecto que solía causar Marilyn se debía, precisamente, a que era un ser humano y cultural con una condición sexuada muy poco natural.

Que nadie se lleve a espanto ni saque el sable de decapitar misóginos o el detector de opresiones heteropatriarcales, aunque la sentencia del bueno de Karl Kraus sea despreciable. Porque le vamos a dar la vuelta a la frase… Kraus era un defensor obstinado de las causas éticas que asolaban la Europa a caballo entre el XIX y el XX, y sabía perfectamente que las mujeres nos masturbamos, que no nos falta imaginación y que, por ello, el género de la sentencia podía pasar a lo masculino sin que la frase perdiera un ápice de agudeza.

Lo agudo de la observación y los motivos por los que la traemos aquí son dos: la reivindicación de la masturbación como una erótica propia, que se justifica por sí misma sin tener que ser un sucedáneo de nada, y la reivindicación de la imaginación a la hora de poner en acto nuestra condición sexuada. Lo primero, la absurda y milenaria condena moral que ha perseguido a la masturbación se debe a la persecución que han recibido todas las eróticas cuya finalidad no era la reproducción, o lo que en sexología llamamos el modelo del locus genitalis.

Así, cualquier erótica improductiva, desde la sodomía al voyerismo o el fetichismo, pasando por la masturbación, siempre han querido ser presentadas primero como un pecado, después como una patología y, finalmente, como una parafilia. Pero lo cierto es que la masturbación no es solo una erótica autónoma, sino que además es la herramienta más útil para el despliegue de nuestro proceso dinámico de la sexualidad. Además, la reivindicación de la masturbación es dar un portazo a la absurda entronización del coito como la erótica exclusivista, totalitaria y omnipresente que limita nuestras interacciones sexuales a ser siempre resueltas a empujones. También en la masturbación es donde se despliegan y se potencian nuestros deseos eróticos y nuestras fantasías sexuales. Allí, en ese lugar que Montaigne llamaba l’arrière boutique (la rebotica), todo sale de maravilla, lo bueno y lo sórdido, lo aprobable y lo reprobable, sin que por ello condicione nuestra realidad. Y todo esto lo sabía también Kraus, como sabía perfectamente que para cualquier interacción sexual hace falta mucha imaginación, pues no hacemos el amor sobre una cama, sino sobre ella, sobre nuestra imaginación.

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