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Cómo vivir 100 años. Por qué nos sentimos culpables al envejecer

Adelantamos un capítulo de El complot de Matusalén (Taurus), todo un best-seller europeo sobre la revolución de la longevidad que este mes llega a las librerías españolas.



Los alemanes nacidos después de la guerra vivieron en la época de su juventud en la antigua República Federal con la permanente sensación de su extinción. Quien vivió en aquella época todavía recuerda el clima de miedo constante a la aniquilación; existir era sinónimo de culpabilidad; nuestra mera presencia, una carga. Ya sabemos lo que significa ser parte de un problema: somos parte de la catástrofe demográfica y de la contaminación del medio ambiente; somos responsables del agujero en la capa de ozono o de la desaparición de los bosques; derrochamos recursos a diario. Nos sentimos culpables ante la naturaleza o, por decirlo más exactamente, ante el sistema biológico al cual tenemos que agradecer nuestro envejecimiento. Todos los nacidos en años que empiezan por 19 están invadidos por la culpa de estar cometiendo un crimen contra la naturaleza. No solamente tenemos la sensación de haber nacido en un mundo cuyo equilibrio ecológico está alterado; también tenemos la certeza de estar colaborando en el envenenamiento del planeta por nuestra mera existencia. Somos una generación que se mueve como de puntillas para no seguir deteriorando el equilibrio mundial y que, cuando logra restablecerlo, ha de asumir que lo arruina en otros cientos de miles de casos. Lo que somos y cómo hemos aprendido a vernos a nosotros mismos lo expresa en términos sencillísimos el biólogo evolutivo Niles Eldredge comparando nuestra actividad humana con el impacto de los meteoritos que en varias ocasiones causaron la destrucción de la vida en la Tierra: "Sin duda hemos asumido el papel de los asteroides del Cretácico en lo que respecta a la destrucción de la capa de ozono, el efecto invernadero y las enormes deforestaciones para promover el uso agrícola. Intervenimos en procesos naturales que ya están en curso, y podríamos acelerar enormemente el avance de la siguiente extinción en masa. En última instancia, se trata de mantener una especie, que es la nuestra propia"

Estas frases no nos sorprenden; nos resultan críticas y valientes. En consecuencia, desarrollamos un moderno sentimiento de culpa, cuyos principales cargos son: naces, vives, respiras, conduces tu coche y no te mueres lo suficientemente pronto. La sensación de culpa frente a la vida, o frente a lo que denominamos naturaleza, es el pecado original de nuestra generación. Casi todos lo sufrimos a diario, en cada hora del día: después de cada compra, cada ducha, cada uno de los pecados que anidan profundamente en nuestro subconsciente, y que, por muy pequeños que sean, siempre provocan un cierto miedo o estremecimiento general: lo mismo debían de sentir las gentes de la Edad Media con el miedo al purgatorio. Nuestra tendencia a sentirnos culpables resulta realmente paradójica, porque nosotros, a diferencia de las generaciones precedentes (al menos hasta ahora) no hemos acarreado desgracias al mundo: los alemanes, durante casi una generación, no hemos maquinado ninguna guerra, no hemos perseguido a seres humanos, raramente hemos pretendido imponer nuestra superioridad, y no hemos sometido a otros pueblos. En realidad lo hemos hecho mucho mejor que nuestros antecesores. Y sin embargo, nuestro subconsciente habla un idioma muy distinto, profundamente desmoralizante y debilitador. Como si estuviéramos en una segunda Edad Moderna, toda la vida hemos tenido la sensación de que lo que hacemos en términos de civilización es incorrecto y casi un crimen; si no contra nosotros, sí contra nuestros hijos y nuestro medio ambiente: o comer (tóxicos) o reproducirnos (superpoblación) o lavar (derroche de agua) o calentarnos (energía, energía nuclear) o ir en coche (producción de CO2) o volar (efecto invernadero) o viajar (colonialismo cultural) o comunicarnos (contaminación electromagnética).

Da igual lo saludablemente que vivamos: todos tememos que algún día se nos pase factura por la vida que hemos vivido. Fumadores, bebedores y obesos se sienten atormentados desde hace mucho tiempo por este miedo. Pero es que probablemente no haya ninguna persona mayor de veinte años en nuestras civilizaciones de la Europa Occidental que no se sienta acuciada por un permanente sentimiento de culpa respecto a su propio cuerpo. El joven Hermann Hesse se estremecía ante un cuadro que había en la estricta y religiosa casa paterna. Representaba una calle ancha, muy agradable, a cuyos lados se ofrecían todas las tentaciones posibles, y un estrecho camino de piedras muy escarpado. Debajo ponía: "El ancho camino hacia el infierno; el camino lleno de piedras hacia el cielo". Lo malo de este tipo de ideologías es que propagan culpa y castigo. Nosotros que creímos haber barrido el polvo de la pía casa del párroco de nuestra reluciente forma de vida, al final de nuestros días nos despertaremos de nuevo exactamente allí: en casa de los padres de Hesse, donde alguien, ya sea un médico o una cuidadora, nos sacará la cuenta de nuestros pecados.

Ésta es una generación con la conciencia biológica profunda mente quebrada y recelosa desde su nacimiento. ¿Cómo se las va a arreglar esa generación, que ha descubierto el mundo de la ecología, para superar la idea de que dejará a todos los jóvenes sanos no sólo una carga material, social y psíquica sino también ecológica, un fallo de la naturaleza, un error de cálculo en la población, que potencialmente "convierte en muertos vivientes a los individuos que todavía quedan"? La bondad de la naturaleza pura se ha consagrado como la religión de nuestro tiempo. Sin embargo, la propia naturaleza rechaza al organismo envejecido, bien porque éste se opone a sus propósitos, bien porque ella no tiene interés en su existencia. Entonces interviene con un programa informático activo que desencadena desgaste y deterioro para hacer todo lo posible por expulsar al ser envejecido de la Tierra o, lo que es lo mismo, deja de invertir en su mantenimiento, porque ya no dispone de reservas para esta inversión. A medida que envejecemos nos convertimos en una carga peligrosa, y la historia de nuestra vida pasa a ser una historia de derroche de recursos y de destrucción de capital a costa de la generación joven, cuyos bienes vamos agotando literalmente cada día que pasa. Y nuestras quejas diarias, las manos arrugadas, las canas y la extraña mirada de nuestros congéneres nos muestran que nuestra gran amiga, la naturaleza, nos ha abandonado. ¿Recuerda usted las manifestaciones contra las centrales nucleares y contra Chernóbil, la muerte de los bosques, los domingos sin coches, las noticias sobre el sida y el agujero de la capa de ozono, la superpoblación, asuntos de los que seguramente ya le hablaba su profesor de geografía? En nuestra imaginación hemos visto centenares de veces la muerte, pero siempre nos hemos quedado a punto de morir. Los jóvenes de 1923 estaban marcados, y a su vez marcaron el mundo: por la inflación, dos guerras mundiales, genocidios y la bomba atómica. Para el plazo de tiempo de una vida esto constituye un brote de energía destructiva sin precedentes. Antes de que esta generación pensara en la vejez, se pensaba en la muerte; la cuestión no era cómo serían las cosas cuando llegasen a viejos, sino si llegarían. Nuestros padres y abuelos, nuestras madres y abuelas, son los últimos en una cadena de seres humanos que se remonta hasta tiempos muy remotos para los que el envejecimiento en sí era ya un triunfo, un verdadero privilegio: el privilegio de no haber muerto antes, lo que en la mayoría de los casos significaba que no les hubieran matado. Todas esas orgullosas damas de cabellos con reflejos violeta que vivían en sus pisitos de un solo dormitorio como princesas y que asistían a los bailes y a los cafés, irradiaban ese gran orgullo y esa enorme dignidad precisamente por haber triunfado sobre la muerte antes de que ésta llegase.

Todavía los ancianos del año 2004 pueden mirarse a sí mismos y sentirse satisfechos de haberlo superado: de haber sobrevivido a la posguerra, de no haber perecido en los inviernos del hambre de la década de 1940 o de no haber saltado por los aires al pisar alguna mina o granada de las que quedaron enterradas por doquier. Todos ellos tienen un hermano o una hermana, un compañero del colegio, un amigo, que no lo logró; alguien que es como su otro yo desdoblado, que está muerto. Quizás esto no sirva de consuelo eterno, pero es eficaz, y adapta al mundo moderno el refrán de los indios navajo: "Yo ya lo conseguí entonces; ahora volveré a conseguirlo". Los investigadores de la memoria denominan a esto "recuerdos instrumentales". Nosotros formamos una generación que tiene que aprender algo que ninguno de ellos tuvo que aprender: a no concebir la vejez en sí como un triunfo de la supervivencia, como distinción, como privilegio frente a todos los muertos que hemos dejado por el camino. Pero las generaciones venideras tal vez vean en nuestros actos y omisiones algo de lo que todavía hoy no somos conscientes. Lo cierto es que, potencialmente, no ha habido ninguna generación más amenazada que aquella que aprendió a pensar, a contar y a escribir después de Hiroshima.

Desde Orwell hasta Huxley, desde el Club de Roma y los límites del crecimiento, los envenenamientos globales y los desastres previstos; nosotros, que hemos vivido bajo la permanente amenaza del fin del mundo, somos una de las generaciones más longevas de todos los tiempos. Resulta curioso que precisamente aquellos que temían morir en cualquier momento, no quieran retirarse. Las grandes catástrofes que imaginaban eran producto de sus mentes. Ahora podemos reírnos de todo; nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos seguro que lo harán. Pero en realidad, la gran amenaza apocalíptica no ha provocado el gran apocalipsis. Nosotros, al contrario que las generaciones anteriores, no hemos hecho todo lo que podríamos haber hecho. La fantasía y la razón de esta generación fueron suficientes hasta ahora para no llegar a los extremos: una moderación que no podía darse por supuesta en absoluto en vista de la lección de la primera mitad del siglo XX.

Enrique M. Coperías

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