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Ranas, loros, ardillas y otros seres superbrillantes de la naturaleza

Multitud de animales adoptan distintos colores bajo la luz ultravioleta. ¿Por qué lo hacen? Los motivos son variados y los científicos no dejan de sorprenderse.

Una noche, el investigador Jonathan Martin se encontraba explorando un bosque cercano a su casa, en Wisconsin (EE. UU.). Iba armado con una linterna de luz negra, para buscar destellos entre musgos y líquenes. De repente, una ardilla voladora se cruzó en su camino y, tras enfocarla, se iluminó de color rosa. Espoleados por la curiosidad, un grupo de científicos rastrearon el extraño fenómeno entre ejemplares conservados en museos y criados en cautividad. Sus sospechas se confirmaron y fueron publicadas en 2019: habían descubierto un total de tres especies de ardillas voladoras que brillaban bajo la luz ultravioleta. Concretamente, eran la ardilla voladora del norte (Glaucomys sabrinus), la ardilla voladora del sur (G. volans) y la ardilla voladora de Humboldt (G. oregonensis). Fue el pistoletazo de salida. Al año siguiente, se confirmó también dicha característica en los, ya de por sí raros, ornitorrincos (Ornithorhynchus anatinus). Luego fue el turno de los wombats (Vombatus ursinus) y losdemonios de Tasmania (Sarcophilus harrisii), que resplandecían en color azul. Recientemente, en febrero de 2021, dos especies de liebres saltadoras (Pedetes capensis y Pedetes surdaster) escribieron su nombre en la lista de animales biofluorescentes. Pero podemos decir que llegaron tarde, porque, en esta suerte de discoteca biológica, ya había muchas más especies.
Manejar bien la paleta de colores, para advertir, comunicarse o pasar desapercibidos puede marcar la diferencia entre sobrevivir o no en la naturaleza. Algunas de dichas adaptaciones, como las deslumbrantes plumas de los colibríes, son dignas de acaparar nuestra admiración. Por no hablar de aquellos organismos capaces de producir bioluminiscencia. Sin embargo, existen especies que se sirven de otros mecanismos visuales, como son la fluorescencia y el reflejo de la luz ultravioleta, que no podemos percibir con nuestros ojos. De esta forma, han construido un mundo plagado de señales ocultas y extrañas apariencias que, gracias a nuestra tecnología, estamos empezando a decodificar.
Pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de biofluorescencia? Mediante dicho proceso, una luz con longitud de onda corta, como la ultravioleta, es absorbida por un objeto, el cual posteriormente emite energía en forma de luz con una longitud de onda más larga. Lo que ha ocurrido entre estos dos sucesos es la excitación de algunos de sus componentes. En el ámbito de la biología, este papel es interpretado por proteínas y otras moléculas presentes en la piel, pelos, plumas y demás estructuras corporales. Por otra parte, estos elementos también pueden actuar reflejando los rayos ultravioletas.
Sin embargo, antes de adentrarnos en esta aventura, conviene vacunarse con cierta incredulidad. La pregunta que siempre debemos mantener en nuestras cabezas es la siguiente: ¿lo que estamos viendo tiene alguna utilidad para la especie o simplemente se trata de un mero capricho? Por ejemplo, con respecto a la luz ultravioleta reflejada, sabemos que las plantas se sirven de ella para señalizar sus flores, logrando así que las criaturas polinizadoras lleguen a buen puerto. Pero, aunque la biofluorescencia también se ha observado en las flores o, incluso, en las hojas cargadas de verde clorofila que se ilumina de rojo, en este caso, se considera que no posee función alguna. En el reino animal, también encontramos ejemplos casuales. En 2019, se descubrió que los milpiés del género Pseudopolydesmus contaban con cierta peculiaridad. Cuando se los ilumina con luz negra, sus genitales brillan con tonos verdes y amarillos. Pero hasta aquí podemos leer, porque estos pequeños artrópodos son, a efectos prácticos, ciegos para este tipo de señales, así que no pueden apreciar su particularidad. Eso sí, dicha característica ha resultado ser una buena herramienta para clasificarlos, ya que se trata de animales difíciles de identificar.
Quizá uno de los casos más famosos de biofluorescencia ocurre en los escorpiones. Todas las especies de este grupo brillan de color verde bajo la luz ultravioleta, gracias a ciertas moléculas presentes en su exoesqueleto. Dicha cualidad se conoce desde hace décadas y es utilizada para buscarlos en la naturaleza. Se han lanzado varias hipótesis sobre su supuesto papel, aunque la más aceptada es que no tiene función. Sin embargo, en 2011, el investigador Carl T. Kloock, de la Universidad Estatal de California (EE. UU.), propuso que les serviría para permanecer ocultos hasta que la oscuridad ampare sus incursiones. Según Kloock, el exoesqueleto de dichos animales actúa como una especie de colector de rayos ultravioletas, que traduce al espectro de color verde para que sean entendibles por su sistema nervioso. De esta manera, el escorpión podría detectar cuándo ha quedado expuesto y buscar refugio.
Una vez puestos sobre aviso, viajemos al fondo del mar para buscar adeptos a la fluorescencia. En 2015, durante una de sus inmersiones nocturnas para rastrear animales en aguas de las islas Salomón, el biólogo David Gruber, del Baruch College (EE. UU), tuvo un encuentro sorprendente con una tortuga carey (Eretmochelys imbricata). Gracias a una cámara especial, que usaba luz azul artificial y filtro amarillo, el caparazón del reptil se reveló brillante, como si fuera un ovni verde y rojo en contraste con la oscuridad del agua. Fue el primer reptil registrado con esta característica. Pero lo que Gruber realmente quería encontrar eran tiburones con esta misma cualidad. Sus investigaciones le han llevado a identificar moléculas fluorescentes en escualos, como el tiburón globo (Cephaloscyllium ventriosum) y el tiburón gato de cadena (Scyliorhinus retifer). Dichas especies presentan patrones corporales oscuros, lunares y rayas, respectivamente, pero solo resplandecen las zonas claras de la piel. Desconocemos su función concreta, aunque algunas ideas apuntan a que estarían destinadas a la identificación entre ejemplares. Un aspecto que tendría sentido en un mundo donde muchos organismos parecen acudir a esta estrategia.
La comunidad científica lleva ya bastante tiempo detrás de los secretos de las moléculas fluorescentes en el medio marino. Fruto de esta indagación es el hallazgo, en 1962, de la famosa proteína verde fluorescente (GFP) en la medusa de cristal (Aequorea victoria). Su descubrimiento y posterior desarrollo como herramienta clave en estudios de biomedicina, les valió el Premio Nobel de Química en 2008 a los investigadores Martin Chalfie, Roger Y. Tsien y Osamu Shimomura. Pero, en su origen, su función es la de participar en un curioso combo molecular. Dichas medusas producen destellos azules con bioluminiscencia que puede captar el ojo humano, pero, además, esa luz es transformada en una emisión verde por la GFP. Parece ser que este luminoso juego tiene como objetivo captar la atención de las presas hacia los tentáculos de los gelatinosos depredadores.
De forma análoga, en el reino vegetal, las plantas carnívoras del género Nepenthes se valen de señales olfativas para atrapar insectos. Al iluminarlas con luz ultravioleta, se descubrió que el engaño es todavía más persuasivo: los bordes de las trampas emiten fluorescencia azul que resulta atractiva para los ingenuos artrópodos.
Dejando de lado los reclamos brillantes y tenebrosos, existen otras señales que anuncian una promesa de refugio y alianza. En acuariofilia, los corales son conocidos por mostrar vivos colores, pero dicha característica va más allá del mero espectáculo. En 2019, un equipo de científicos japoneses y australianos demostró que, bajo las condiciones azules que imperan en el fondo marino, ciertos corales presentan fluorescencia verde para atraer a unos microorganismos conocidos como zooxantelas. Que esta suerte de propaganda funcione es vital para los corales, en una práctica asociación simbiótica. A cambio de resguardo, los huéspedes logran alimento que sus anfitriones sintetizan gracias a la fotosíntesis.
En un ecosistema tan colorido y ajetreado como los arrecifes de coral, debe de ser difícil hacerse entender. Casi podemos imaginar a los animales preguntándose: ¿aquel pez que asoma entre los corales es amigo o enemigo? Por eso, algunas especies han optado por usar canales secretos para comunicarse. Tal es el caso de los peces payaso de la Gran Barrera de Coral (Amphiprion akindynos). En 2019, se descubrió que pueden ver la luz ultravioleta reflejada por sus características rayas blancas, así como las señales enviadas por las anémonas donde se refugian. Con el fin de indagar más sobre la visión de estos animales, un equipo de científicos australianos ha desarrollado una pequeña pantalla ultravioleta o, como ellos la llaman, una UV-TV, que es similar a los test Ishihara usados para examinar el daltonismo en humanos.
Mientras tanto, en ambientes terrestres ciertos animales también han acudido a canales de comunicación secretos. El primer anfibio en sorprendernos con su brillo fue la rana punteada (Hypsiboas punctatus), que en 2017 desfiló ante las cámaras con tonos azules y verdes. Su secreto resultaron ser unas moléculas, denominadas hiloínas, que secreta a través del sistema linfático. Otro curioso ejemplo lo hallamos en el gecko de arena de Namib (Pachydactylus rangei), cuya piel cuenta con unas células especiales, llamadas iridóforos, que además de reflejar la luz producen fluorescencia. La lista de anfibios y reptiles con estas particularidades sigue creciendo, desconcertando y fascinando a los herpetólogos. Tras analizar dicha característica en salamandras y otros congéneres, los investigadores Jennifer Y. Lamb y Matthew P. Davis expresaron en un artículo publicado en Scientific Report que la biofluorescencia registrada en algunas cloacas, esa parte anatómica que es a la vez excretora y reproductiva, resultaba “particularmente intrigante”.
Así que, volvemos a encontrarnos en un terreno donde surgen curiosidades biológicas fascinantes. En este marco, resplandece una minúscula rana, de apenas dos centímetros de longitud, conocida como botón de oro (Brachycephalus ephippium). Al igual que otras especies de su mismo género, estos anfibios son sordos. Sin embargo, los machos continúan cantando para atraer a las hembras, lo que representa un irónico ejemplo de vestigio evolutivo. Por tanto, se planteó que el cortejo debía de producirse gracias a su color naranja intenso, el cual también advierte de su toxicidad. Posteriormente, en 2019, se descubrió un rasgo aún más sorprendente que parece estar implicado en su comunicación y búsqueda de pareja: su espalda y cabeza brillan al ser iluminados con linternas ultravioletas debido a su esqueleto fluorescente, que queda parcialmente expuesto gracias a una piel delgada.
Las cartas de amor biofluorescentes también han sido reveladas en otros animales. Los camaleones del género Calumma ostentan crestas y tubérculos que brillan con patrones azules al ser expuestos a la luz ultravioleta. Dicho aspecto es más intenso en machos que en hembras, lo que da más peso a la hipótesis del cortejo. Por otro lado, entre las pequeñas arañas saltarinas de la especie Cosmophasis umbratica encontramos un flirteo que combina ambas estrategias: las hembras cuentan con unos pedipalpos –el segundo par de apéndices de los arácnidos– fluorescentes verdes, mientras los machos tienen regiones de su cuerpo donde los rayos UV son reflejados.
Aunque, en cuestión de galanteos, las verdaderas maestras son las aves. Por tanto, no debe extrañarnos que el plumaje de ciertas especies de loros tenga propiedades fluorescentes además de reflejar la luz ultravioleta. Un caso realmente curioso es el de los frailecillos atlánticos (Fratercula arctica) y sus llamativos picos triangulares. Durante el invierno, apenas lucen con tonos grises y amarillos, pero cuando llega la época de apareamiento se transforman en un sexi cartel para sus congéneres: adquieren colores rojos, amarillos y azul grisáceo, además de volverse algo más grandes. Ahora también sabemos que, en esos meses, emiten fluorescencia azul, que ha sido relacionada con el cortejo.
Por otra parte, los animales que confían en el amparo de la noche hacen todo lo posible para que ojos, oídos y olfatos indiscretos no determinen su posición. En 1982, se comprobó que las plumas de algunas lechuzas brillaban de color rosa al ser iluminadas con luz ultravioleta. Encontrar al responsable, unas moléculas conocidas como porfirinas, fue la parte fácil. Buscar un porqué para dicho rasgo es más complicado. Un punto clave es que las porfirinas se van perdiendo a lo largo del tiempo, lo cual provoca que decaiga la intensidad del color. Por tanto, puede usarse como un indicador de la edad o estado de los ejemplares. Así que una de las hipótesis preferidas se focaliza en la elección de potenciales parejas, junto con la idea de constituir un canal de comunicación secreto.
Entre animales nocturnos o crepusculares, también podría ser una ingeniosa forma de mimetizarse. Por ejemplo, en el plumaje de los chotacabras cuellirrojos (Caprimulgus ruficollis) han sido detectadas porfirinas, que hacen que brillen igual que los búhos. ¿Se puede tratar de una manera de engañar a los depredadores? Aún no lo sabemos con seguridad. La cuestión del camuflaje nos devuelve a las ardillas voladoras de los bosques de Norteamérica. Además de las otras estrategias mencionadas anteriormente, lo que podríamos estar observando es un intento de mezclarse con entornos saturados de luz ultravioleta, propiciado por el reflejo de las plantas, para no ser descubiertas. La hipótesis de la ocultación también sería aplicable a los ornitorrincos. En este caso, se cree que al absorber y transformar los rayos ultravioleta lograrían ser menos visibles para los carnívoros adaptados a detectarlos. Asimismo, se han identificado varios tipos de porfirinas, situadas en el interior de la cutícula del pelo, como las responsables del aspecto rojo de las liebres saltadoras.
¿Cuántos secretos quedan por descubrir? Si algo demuestran los recientes hallazgos es que la trama sigue abierta.

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