El océano, la última frontera
Pese a cubrir dos tercios de nuestro planeta, los ecosistemas marinos siguen siendo un mundo por descubrir. Ahí se encuentra el verdadero reto.
Con un imparable aumento de la población mundial y un incremento del nivel del mar por culpa del cambio climático, algunos científicos y tecnólogos se preguntan si no tendríamos que empezar a pensar menos en estaciones y hoteles espaciales y más en hábitats marinos, ya sean flotantes o submarinos; quizá sea el momento de dejar la colonización de Marte a un lado y adentrarnos en el océano.
Catharine Conley, que ocupó hasta 2018 el cargo de oficial de protección planetaria de la NASA y cuyo trabajo consistía ni más ni menos en asegurarse de que no infectemos accidentalmente otros planetas con gérmenes terrestres, es muy clara en este sentido: la idea de una base espacial o marciana autosostenible, “donde los humanos puedan sobrevivir con solo una modesta ayuda de la Tierra, está muy lejos en el futuro, si es que es posible. –Y añade–: Todavía no nos hemos molestado en colonizar zonas bajo el agua aquí, en nuestro planeta”.
La idea de instalar bases submarinas no es nueva. Lleva entre nosotros desde 1962, cuando el primer acuanauta, Robert Sténuit, permaneció poco más de un día encerrado en un hábitat mínimo, un cilindro de acero sumergido a 60 metros. Ese mismo año, el gran divulgador del mundo submarino Jacques Cousteau inició la construcción de su Continental Shelf Station –o Conshelf–. Si la idea era construir cinco que pudieran sumergirse a una profundidad máxima de 300 metros, al final solo se construyeron tres, y alcanzaron los 100 m. Estos tres experimentos submarinos fueron una valiosa prueba de concepto sobre el funcionamiento, tanto de la tecnología como de la fisiología humana, en el fondo del mar.
El esfuerzo sirvió de inspiración a otros. Se levantaron otras bases submarinas, más pequeñas y menos ambiciosas, destinadas a la investigación. Una de ellas fueron las dos Tektite, desarrolladas en 1969 por General Electric para la NASA, la Oficina de Investigación Naval y el Departamento del Interior de Estados Unidos. Colocadas en 1970 frente a las islas Vírgenes, las misiones tuvieron por objetivo estudiar la psicología de los científicos mientras trabajaban en ambientes cerrados: los equipos estaban compuestos por cuatro investigadores y un ingeniero, y la misión duraba entre diez y veinte días. Uno de los equipos de acuanautas estuvo totalmente compuesto por mujeres y fue liderado por la oceanógrafa Sylvia Earle, responsable de más de cincuenta expediciones y que, en su dilatada carrera, ha vivido más de 7000 horas bajo el agua. No en vano, la revista The New Yorker llamaba a esta emblemática investigadora Su Profundidad.
La similitud entre los ambientes marinos y el espacio ha provocado que la NASA se haya lanzado a financiar el desarrollo de hábitats subacuáticos. Entre ellos se encuentra la Scott Carpenter Space Analog Station, bautizada así en honor a uno de los siete astronautas del proyecto Mercury –el primer programa espacial tripulado de Estados Unidos–, que también fue acuanauta. Como su nombre indica, se diseñó para proporcionar una estación submarina que fuera similar a un entorno espacial aislado, y era para dos acuanautas. La primera misión se lanzó cerca del famoso Cayo Largo de Florida en septiembre de 1997, e incluyó una prueba funcional completa de sus sistemas de diseño e ingeniería, sobre todo los referidos a sistemas de soporte vital a largo plazo, y el estudio del crecimiento de plantas en entornos remotos y extremos. El verano siguiente se lanzó una segunda misión, conocida con el nombre de NASA Challenge Mission, que se ejecutó simultáneamente con la del transbordador espacial STS-95. La estancia ininterrumpida en el fondo marino se prolongó durante once días, aproximadamente el mismo periodo que la misión en el espacio.

Sylvia Earle
En 1970, la oceanógrafa Sylvia Earle –en la foto– lideró a un equipo de acuanautas compuesto exclusivamente por mujeres en el marco de la misión Tektite II. Pasaron dos semanas a una profundidad de 15 metros en las islas Vírgenes (EE. UU.).
En la actualidad aún se encuentran en funcionamiento algunos laboratorios. Entre ellos, el Aquarius Reef Base, anclado a una profundidad de 19 metros en el Santuario Marino Nacional de los Cayos de Florida y dedicado principalmente al estudio y preservación de los arrecifes coralinos. Y en la misma zona está el MarineLab, que lleva funcionando desde 1984. Una vez concluida su vida investigadora, algunas de estas instalaciones oceanográficas se han reinventado, como La Chalupa, que en los años 70 operó en las costas de Puerto Rico y, a mediados de los 80, se convirtió en el Jules’ Undersea Lodge, uno de los pocos hoteles submarinos que existen en el mundo: pasar allí una noche romántica con tu pareja te costará 1235 euros.
Tenemos la falsa sensación de que conocemos bastante bien los océanos, pero no es cierto. Aunque en su interior se encuentra el 99 % del total de la biosfera, solo hemos visto un escaso 5 %. Las apariencias engañan: el mundo marino no es un monótono desierto acuoso, sino que rebosa vida. En solo uno de los remolinos de agua que crea una ballena zampaplancton, puede tragar más de quince filos –también llamados divisiones– de animales, ya sea en estado larval o adulto. ¡Esos son tantos como todos los filos de los animales terrestres existentes! Y no solo eso. En una columna de agua oceánica encontramos un quintillón (1030) de seres microbianos, cuyo peso conjunto es equivalente a 240 000 millones de elefantes africanos. O dicho de otra forma: por cada persona en el mundo, el peso de los microbios marinos que le corresponde es de 35 elefantes. No es extraño que esta microfauna constituya entre el 50 % y el 90 % de toda la biomasa oceánica, y es este gran margen de error a la hora de determinar su abundancia una demostración del desconocimiento que tenemos sobre lo que pulula debajo de la superficie a todos los niveles: cuando el ictiólogo Richard Pyle se aventura en la llamada zona de penumbra del mar –entre los 200 m y 1000 m de profundidad–, encuentra, de promedio, siete nuevas especies de pez por cada hora de inmersión. No en vano, en esta zona tenemos el 90 % de la biomasa total de peces de los océanos.
Para poner coto a este desconocimiento, en el año 2000 se lanzó un ambicioso programa internacional que duró diez años: el Censo de la Vida Marina, que involucró a 2700 científicos de más de ochenta países y cuyo objetivo fue evaluar la diversidad, la distribución y la abundancia de la vida hasta los 5000 metros de profundidad. Fue un estudio sin precedentes en la historia: dieciocho proyectos, 540 expediciones, más de 2600 artículos científicos publicados y un gasto de 560 millones de dólares. Dicho censo ha compilado el Sistema de Información Biogeográfica del Océano, el inventario de datos de vida marina de acceso abierto más grande del mundo, con más de 30 millones de registros.
El censo investigó la vida en los océanos –desde los microbios hasta las ballenas– de polo a polo, y descubrió seres y fenómenos antes desconocidos: como una nueva especie de un tipo de camarón jurásico –Neoglyphea neocaledonica– que se creía extinguido hacía 50 millones de años; o un misterioso lugar a medio camino de Hawái y Baja California donde los tiburones blancos del Pacífico se reúnen puntualmente todos los inviernos. A dicha zona, que tiene un radio de 250 km, se la conoce como el café de los tiburones blancos: “[Estos escualos] van a lo que algunos llaman el desierto del océano –explica Salvador Jorgensen, ecólogo marino del Schmidt Ocean Institute (EE. UU.)–. ¿Qué es lo que hacen ahí?”. Esa es una pregunta que aún no ha hallado respuesta. Algunos piensan que tiene que ver con el momento en que se aparean. Gracias al seguimiento por satélite, se sabe que en este café las hembras nadan en movimientos rectos y predecibles, mientras que los machos van de arriba abajo a lo largo de la columna de agua. ¿Buscan pareja? Después los machos regresan a la costa y a las hembras se les pierde la pista durante un año; quizá se ocultan para dar a luz. Lo siguiente que sabemos es que los recién nacidos aparecen en las aguas que hay frente al sur de California, el área de alimentación del tiburón blanco, hasta que son lo bastante grandes como para reunirse con sus mayores.

Tiburón blanco
No es un comportamiento típico de los tiburones blancos: esto que hacen los del Pacífico norteamericano no lo repiten sus primos australianos, que buscan comida a lo largo de la costa meridional de ese continente sin seguir un patrón de conducta ni juntándose en un café. ¿Y los atlánticos? Sobre ellos nuestro desconocimiento es aún mayor.
Aunque los escualos no son los únicos en reunirse: frente a las costas de Nueva Jersey (EE. UU.) se ha podido localizar, gracias a sofisticados sistemas de sonar, un banco de 20 millones de arenques del tamaño de la isla de Manhattan. Qué hacen ahí sigue siendo un enigma.
Del fondo marino solo hemos explorado el 5% del total. En él encontramos cordilleras más escarpadas que los Andes o el Himalaya y valles y cañones que dejan en ridículo al Gran Cañón del Colorado. Es el suelo marino, y no los continentes, el espectáculo geológico más precioso de nuestro planeta y donde se puede percibir con claridad la lenta evolución de la corteza terrestre. De las dorsales oceánicas –cordilleras situadas en la parte media de los océanos y que alcanzan los 3000 metros– surge lentamente un nuevo suelo marino a medida que las placas tectónicas se van desplazando. No obstante, esto no sucede únicamente en el fondo del mar. En el África Oriental, en las llanuras del Serengeti y en la región de los lagos de Kenia y Tanzania, se está formando lo que dentro de millones de años será un nuevo mar. Pasará algo similar a lo que sucedió cuando África se desgajó de Arabia, que creó el mar Rojo. Así, en septiembre de 2005, en el desierto etíope de Afar, el segmento más joven de este nuevo mar, la actividad volcánica abrió una gran grieta de ocho metros de ancho en el suelo.
En el fondo del océano también hallamos los lugares geológicos más peligrosos del planeta. Uno de ellos se llama 9º Norte, una zona que se asienta a caballo de la dorsal del Pacífico Oriental, en el límite de la placa Pacífica –la más grande del planeta–, y la placa de Cocos –una de las más pequeñas y situada frente a las costas de Acapulco y Puerto Vallarta–. Allí las erupciones y los terremotos, invisibles bajo las olas, son el pan nuestro de cada día. A medida que esas dos placas se separan de once a doce centímetros cada año, lava fundida surge del interior para rellenar el agujero. Y entonces 9º Norte tiembla, golpeada por dos o tres sismos al día. Pero a veces su latido se acelera, como en 1991, cuando se vio sometido a una terrible erupción volcánica. En el espacio de dos horas, el equivalente a 400 000 camiones repletos de lava se expandieron por el suelo marino. Una década más tarde, en 2003, las primeras decenas de terremotos, que luego se convirtieron en centenares, rompieron el suelo marino a diario, lo que presagió el terremoto que estaba por venir. El 22 de enero de 2006 sucedió la hecatombe: 250 sismos a la hora –cuatro por minuto– destrozaron el fondo marino. La lava surgió de las profundidades y se extendió a lo largo de casi 2 km. Esta época de agitación, que construye un nuevo océano en 9º Norte, también renueva la vida con un agua enriquecida gracias a las reacciones químicas que se producen entre la roca y el agua.
Todo comienza cuando el agua helada se cuela a través del suelo marino rajado, se calienta y se acidifica. A 350 ºC arrastra cobre, hierro y zinc de las rocas de los alrededores y se convierte en un líquido corrosivo que difícilmente identificaríamos con esa bebida que apaga nuestra sed. El agua asciende repleta de metales en forma de un chorro hirviente que se abre paso hasta golpear el agua helada del fondo oceánico. Entonces se produce una lluvia de metales que hace crecer chimeneas alrededor de la abertura. Lo sorprendente es que de ese elemento ponzoñoso la vida emerge, pese a que aquello se parece más al infierno que al paraíso. La temperatura de estas fumarolas alcanza los 400ºC y el agua está perfumada de azufre. El sulfuro de hidrógeno, venenoso para los humanos, es maná llovido del cielo para las bacterias que viven allí: gracias a él crecen rápidamente y acaban formando un tupido tapete bacteriano sobre la roca recién formada. A este lugar los científicos lo llaman Fénix.
Poco a poco, Fénix se va llenando de vida: almejas, mejillones, cangrejos, lapas, gusanos de tubo… Precisamente estos últimos pueden llegar a crecer en grupos de seiscientos ejemplares. En el tubo de metro y medio de longitud blanco y coronado por lo que parece una pluma roja, vive un gusano bien alimentado que puede desarrollarse 85 cm en un año: se encuentra entre los invertebrados marinos de más rápido crecimiento conocido. Está bien nutrido, aunque no posee ni boca ni sistema digestivo.
En la superficie, las plantas usan la energía del sol para producir carbohidratos que luego serán consumidos por animales. En las profundidades de las fuentes hidrotermales es la quimiosíntesis, no la fotosíntesis, la base de la vida. Las bacterias que viven en los gusanos de tubo utilizan el sulfuro de hidrógeno que sale de la fumarola para hacer comida para su huésped. En otras circunstancias este esfuerzo sería letal, pues las altas concentraciones de sulfuro de hidrógeno matarían a la mayoría de los animales, pero los gusanos de tubo prosperan en esta mortal combinación de gases. Lo que sucede es que el zinc de su hemoglobina se une temporalmente al sulfuro de hidrógeno y lo transporta a la bacteria sin matar al gusano. Un ejemplo perfecto de simbiosis en un entorno extremo.

Cañón submarino
Por su parte, los fondos abisales, más planos que cualquiera de las inmensas llanuras de América o Australia, se extienden desde las dorsales hasta las abruptas laderas que dan comienzo a los continentes. Estos fondos son el hábitat más enorme del planeta, un lugar, frío, oscuro y profundo. En ellos la temperatura ronda la de congelación y la presión es aplastante. Las condiciones son tan inhóspitas que los seres vivos que allí habitan crecen y se reproducen con lentitud. Las necesidades para la vida, aire que respirar y comida que ingerir, son fruto de la importación. Las corrientes que se originan en la superficie arrastran el oxígeno a las profundidades mientras que los restos de plantas y animales que se hunden son consumidos muchas veces a lo largo de su inevitable camino a las profundidades. Cualquier cosa que acabe llegando al fondo ha perdido prácticamente todo su valor nutritivo. Por eso, los peces de las profundidades están diseñados para comer cualquier cosa que sea comestible.
No es de extrañar que los habitantes de las profundidades del océano sean escasos: a 4000 m de la superficie, la abundancia de vida se ha reducido en un 99 %. Pero es en esas profundidades donde se aparecen seres vivos que parecen alienígenas. Y no solo por su aspecto. Por ejemplo, cerca de las fuentes hidrotermales viven unas gambas sin ojos que parecen llevar un parche en el lomo: es el vestigio de un ojo capaz de detectar las sutiles y casi imperceptibles ráfagas de luz que aparecen en las burbujas de gas que surgen del interior de la Tierra, o de los destellos de la fractura de cristales minerales. Y allí, en esas oscuras profundidades, también hay organismos fotosintéticos. Pero no utilizan la luz de un sol que jamás llega, sino esos mismos destellos. Existe una bacteria sulfurosa que vive bordeando siempre la propia supervivencia y que se divide muy lentamente, una vez cada dos o tres años. Bautizada con el anodino nombre de GSB1, es el único organismo conocido que hace la fotosíntesis sin ayuda del sol. ¿Podrá ser la vida en otros planetas alejados de su estrella similar al de esta bacteria? En el centro del océano Atlántico se encuentra un campo de fuentes hidrotermales conocido como la Ciudad Perdida, donde cada pizca de roca caliza alberga de diez a cien millones de microbios, lo que demuestra que la vida puede sobrevivir en entornos imposibles. Respiran metano, lo que nos abre una nueva ventana al pasado, en busca de pistas sobre la primera vida en la Tierra. Un poco más lejos de estas fuentes encontramos la Lamellibrachia luymesi, un gusano de tubo que vive ¡250 años!
Y si nos vamos al océano Índico, en la dorsal de Carlsberg existe un volcán que se alza 1400 metros desde el fondo marino y libera al mar 4540 km3 de agua en cada explosión, más de cien veces el agua que contiene la presa más grande del mundo –la de las Tres Gargantas, en China–, y mucho más de lo que las fuentes hidrotermales de la zona liberan en un año. Esta dorsal es la parte norte de una más amplia, la Central del Índico, frontera entre la placa Africana y la Indoaustraliana. En ella encontramos el campo de fumarolas de Kairei, donde se ha descubierto un peculiar caracol. Al contrario que cualquier molusco actual, se parece más a los animales acorazados que aparecieron por primera vez hace 500 millones de años. Sus pies están cubiertos por unas escamas negras magnéticas que se superponen como las tejas de un tejado y cuya utilidad no está nada clara –quizá sirvan para rechazar los dardos envenenados de los depredadores–. Pero cualquiera que sea su uso, una fuente hidrotermal es un ambiente propicio para un caracol con una armadura de hierro.
Cerca de la isla Ascensión, ubicada en medio del Atlántico y al sur del ecuador y habitada solo por militares y operadores de telecomunicaciones británicos y norteamericanos –allí se encuentra una de las cinco estaciones de monitorización del sistema GPS que hay en el mundo–, encontramos el campo de fumarolas Turtle Pits, justo donde se separan las placas Africana y Sudamericana. Allí nos topamos con el récord de temperatura de una fuente hidrotermal submarina, 407 ºC. Podríamos pensar que en entornos como este es imposible que prospere la vida, pero no es así. En el autoclave, el aparato utilizado para esterilizar el material quirúrgico y que alcanza los 250 ºC, la arquea Geogemma barossii, recogida de una fumarola del noroeste del Pacífico llamada Finn, no solo sobrevive, sino que en un día es capaz de doblar su número.
Otros seres, por el contrario, soportan las temperaturas más bajas conocidas. En el océano Atlántico, a 2000 km del cabo de Buena Esperanza, se encuentra Bouvet, una diminuta isla cubierta de hielo que termina abruptamente en cortantes acantilados con playas de arenas negras volcánicas. Desembarcar allí no es fácil, y la mejor forma de hacerlo es desde un helicóptero. En 1928 el buque noruego Norvegia recaló en la isla con el objeto de convertirla en refugio y almacén de provisiones para marineros naufragados. Entre los tripulantes se encontraba el biólogo del barco, Ditlef Rustad, un estudiante de Zoología que capturó un curioso pez: ojos grandes, una mandíbula llena de dientes, largas espinas en el pectoral y la cola y, lo más sorprendente, al mirarlo daba la impresión de ser transparente. Examinándolo más detenidamente, descubrió que el aspecto de ese pez cocodrilo blanco era debido a que su sangre no tenía color alguno. Pertenecía a la familia de los dracos –o peces de hielo–.
Como otros muchos peces de hielo que viven en las frías aguas antárticas, tampoco tiene glóbulos rojos el Champsocephalus gunnari. Para reducir el aumento de viscosidad en la sangre debido a las bajísimas temperaturas del agua, los peces que viven cerca de los polos deben reducir la densidad de glóbulos rojos en la sangre. De este modo, si nosotros tenemos un hematocrito de un 45%, ellos lo han bajado a un 15% o 18%. Pues bien, este pez ha llevado la reducción al extremo, de manera que su sangre solo transporta un 1% de células, y todas ellas son glóbulos blancos. Por sus venas corre, literalmente, agua helada. Además su corazón, de color pálido, es más grande que el del resto de los peces de su tamaño. También genera unas proteínas anticongelantes producto de la mutación de un gen que, en el pasado, sintetizaba una enzima digestiva, con lo que evita convertirse en una estatua de hielo.
Estos son algunos de los misterios y sorpresas que se ocultan bajo la superficie del mar. Así que, si este verano regresas a tu playa favorita, detente un momento, mira y piensa que, como dice Bobby Darin en su canción Beyond The Sea –una de las innumerables versiones que conoció la original francesa de Charles Trenet–, algo maravilloso nos está esperando allí, en algún lugar, más allá del mar.

Craig Venter
Craig Venter.
Tesoros genéticos muy ‘salaos’
Muchos científicos buscan respuestas a algunos de los problemas de nuestra civilización en la biodiversidad marina. Por eso, en marzo de 2004 partió de Halifax (Canadá) el Sorcerer II, el yate de lujo del biotecnólogo Craig Venter –considerado padre del genoma humano– con la misión de circunvalar la Tierra durante dos años para recoger muestras de los océanos y evaluar la diversidad genética existente en las comunidades microbianas marinas.
De los genes recolectados por la expedición Global Ocean Sampling, los que más atrajeron a Venter fueron los 20 000 que expresan proteínas capaces de metabolizar el hidrógeno, ya que allí podría hallarse una solución biológica al problema de la energía. Otro gen interesante es el que codifica una proteína llamada rodopsina. En los vertebrados está en las células de la retina y traduce la energía luminosa en impulsos nerviosos. Pero es un misterio lo que hace en las bacterias marinas. Algunos microbiólogos apuntan que quizá les sirva para determinar la profundidad a la que se encuentran. Por ello este peculiar panel fotovoltaico biológico está en el punto de mira de Venter.
Su plan es claro. Por un lado, identificar el genoma mínimo necesario para que una bacteria pueda subsistir solo en condiciones controladas de laboratorio, lo que tiene tres ventajas: un genoma pequeño es fácil de fabricar y manejar; con tan escasa batería de genes, el microorganismo hospedador no sobreviviría en el exterior y no podría escaparse del laboratorio; y la bacteria no desperdiciaría ni tiempo ni recursos de su esfuerzo bioquímico en tareas que no fueran las buscadas. Esto enlaza con la segunda parte del plan: insertar en una bacteria con genoma mínimo los genes capaces de crear biocombustibles. Por eso firmó un proyecto con ExxonMobil en 2009 con el que llevan estudiando la forma de aumentar la cantidad de aceite que puede almacenar en su interior el alga Nannochloropsis gaditana como paso previo para producir biodiésel.