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Epidemia bajo el hielo

El deshielo del permafrost está sacando a la luz distintos microorganismos que llevan cientos o miles de años atrapados bajo la superficie. ¿Hasta qué punto pueden ser peligrosos?

La COVID-19, que causa el coronavirus SARSCoV-2, ha despertado el interés por este tipo de agentes patógenos, pero no es la única amenaza microscópica que nos acecha y que es preciso vigilar con atención.

Ahora, el deshielo del permafrost, el suelo congelado que cubre buena parte del norte del planeta, está sacando a la luz distintos microorganismos que llevan cientos o miles de años atrapados bajo la superficie. ¿Hasta qué punto pueden ser peligrosos? ¿Resurgirán con ellos enfermedades hoy desconocidas? Esto es lo que pueden avanzarnos los expertos.

En el noroeste de Siberia, adentrándose en el gélido océano Ártico, se encuentra la península de Yamal. En este inhóspito lugar ocurrió algo insólito en el verano de 2016: un niño de doce años falleció por carbunco o ántrax maligno y varias personas tuvieron que ser hospitalizadas a causa de esta enfermedad, que está provocada por la bacteria Bacillus anthracis. Este mal no es muy común y afecta más al ganado que a las personas. De hecho, los humanos que lo contraen suelen hacerlo a través del contacto con animales enfermos, su lana, carne o cuero.

Se da la circunstancia de que la península de Yamal está cubierta en buena parte por permafrost, una capa del suelo que se mantiene congelada permanentemente y que es característica de algunas regiones muy frías, como la tundra siberiana. Entre los expertos que estudiaron el caso, la principal hipótesis es que el contagio fue ocasionado por renos infectados que habían quedado sepultados en ese terreno helado. Durante el verano, este se fundió y la bacteria habría quedado libre. De ser así, alcanzó el agua y las tierras próximas. Ello, a su vez, habría suscitado que algunos renos se contagiaran, así como las personas que tratasen con ellos. “El ántrax no se puede transmitir entre humanos. Además, hay una vacuna adecuada y muchos antibióticos eficaces para combatirlo. No es un agente que pueda causar una pandemia”, tranquiliza el microbiólogo Arwyn Edwards, director del Centro Interdisciplinar de Microbiología Ambiental de la Universidad de Aberystwyth (Gales).

El coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que origina, la COVID-19, ha puesto de actualidad conceptos que nos sonaban lejanos, como el de pandemia, cuarentena y confinamiento, y ha obligado a Gobiernos y científicos a analizar con más detalle las amenazas microscópicas que nos acechan, como las que podrían yacer bajo el hielo. ¿Podría el calentamiento global volver a sacar a la luz microorganismos letales hasta ahora desconocidos?

En opinión de Edwards, existe un cierto alarmismo en este sentido. “Una de las razones por la que no debemos preocuparnos en exceso es que el frío afecta notablemente a muchos de los microbios que hacen que nos pongamos enfermos. Estos suelen morir rápidamente en esas condiciones”, destaca el microbiólogo. Como han evolucionado para infectar a los huéspedes de sangre caliente, las bajas temperaturas limitan su supervivencia. “Además, el proceso de descongelación suele acabar con ellos”, puntualiza Edwards. Según este experto, la única enfermedad conocida hasta el momento que puede suscitar una cierta preocupación en este sentido es la que originan las esporas de las citadas bacterias Bacillus anthracis, por su resistencia en condiciones extremas y su ubicación en el permafrost.

El médico Adrian Hugo Aginagalde, especialista en medicina preventiva, salud pública e higiene, ha seguido el caso de la península de Yamal. Aunque se desconoce cómo esas esporas fueron transmitidas a la población, él opina que pudieron ser los tábanos, habituales en los meses de verano, los que inocularan la enfermedad a los humanos. ¿Podría este problema volverse habitual en esas latitudes? “Los indicios apuntan a ello”, destaca Aginagalde, que recuerda que el número de casos se ha incrementado. Y no solo por el aumento de las temperaturas y el deshielo, sino porque se ha bajado la guardia.

En 1941, ya se había dado un brote similar al de 2016 en la región. A partir de esa fecha, las autoridades de la extinta Unión Soviética impulsaron una campaña de vacunación entre los renos y consiguieron que en 1968 la zona quedara oficialmente declarada libre de ántrax. Sin embargo, en 2007 esa práctica se abandonó.

Además de las bacterias, existen otras amenazas invisibles. Los virus, por ejemplo, son los responsables de numerosas enfermedades. Uno de los más conocidos es el que causa la gripe. Aunque existe una vacuna y en muchos casos la dolencia no reviste gravedad, en 1918 un brote del subtipo H1N1 provocó una de las pandemias más devastadoras de las que se tiene noticia. Entre 1918 y 1920 provocó el fallecimiento de más de 40 millones de personas en todo el mundo.

El análisis de los cuerpos de algunos afectados, enterrados en el permafrost, ha revelado que el virus no ha sobrevivido en ellos. Antonio Alcamí, virólogo del CSIC en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (Madrid), destaca dos expediciones emprendidas con este propósito y que cosecharon resultados desiguales. Los miembros de una de ellas, que se llevó a cabo en el archipiélago noruego de Svalbard, no pudieron obtener rastro del microbio en los cadáveres. Los de la otra, realizada en Alaska, consiguieron recuperar partes del genoma del virus, aunque no este en sí mismo. “Ello permite demostrar que estaba allí, pero es sumamente improbable que sea infeccioso y que vaya a afectar a las personas que transitan por el área”, recalca Alcamí.

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Pastores en trineoiStock

En 2016, decenas de personas pertenecientes a una comunidad de pastores nómadas de la península de Yamal, en Siberia, como la que muestra esta imagen, enfermaron a consecuencia de un brote de ántrax. La bacteria que provoca la enfermedad provenía de los cadáveres congelados de renos infectados.

Otro mal provocado por un virus es la viruela, que se declaró erradicada en 1980. “Hasta ahora, es la única enfermedad infecciosa humana que hemos logrado eliminar en todo el mundo”, resalta Ignacio López-Goñi, microbiólogo de la Universidad de Navarra. Este recuerda que en 2012 un grupo de arqueólogos recuperó cinco cuerpos congelados que habían sido enterrados en torno a 1714 en un pueblo siberiano. Uno de ellos presentaba señales de haber fallecido por viruela. Los especialistas detectaron fragmentos del ADN del virus en el tejido pulmonar, pero no el agente patógeno activo.

López-Goñi coincide con Alcamí en que es sumamente difícil que estos virus que reaparecen en cadáveres helados tengan la capacidad de infectar de nuevo. “Para que tal cosa ocurriera, tendrían que contar con su estructura completa, su cápside de proteínas que protegen el ácido nucleico y, en algunos casos, la envuelta lipídica que rodea al virus”, detalla.

En estos casos nos estamos remontando, como mucho, a unos siglos atrás, pero ¿qué ocurre si rebobinamos mucho más en el tiempo, hasta hace unos 30 000 años? Esa es la antigüedad de dos virus recogidos por un equipo internacional de científicos en el permafrost siberiano, a una profundidad de 30 metros. Los investigadores, que publicaron distintos estudios sobre este asunto en la revista PNAS en 2014 y en 2015, hallaron dos especies desconocidas hasta entonces: Pithovirus sibericum y Mollivirus sibericum. Estas contaban con grandes genomas y un desmesurado tamaño, por lo que fueron clasificadas como virus gigantes.

A diferencia de los anteriores, estos sí conservaban sus capacidades y, aislados en el laboratorio, lograron infectar a unas amebas –unos organismos unicelulares–, pero no a humanos o a otros animales. Aun así, el experto en genómica y bioinformática Jean-Michel Claverie, que coordinó esta iniciativa, se mostró sorprendido al comprobar que, tras permanecer miles y miles de años atrapados en el permafrost, todavía fueran infecciosos. Ambos virus habían permanecido inactivos bajo el hielo, como dormidos, pero los científicos consiguieron reactivarlos en el laboratorio. Ello ha suscitado un interesante debate sobre el tiempo que los microorganismos –no solo los virus, también las bacterias y los protozoos– pueden permanecer en ese estado. “Lo cierto es que no conocemos el límite —señala Claverie—. Se ha afirmado que algunas bacterias permanecen vivas o podrían revivir después de pasar un millón de años en el permafrost, aunque existe una cierta controversia al respecto. Existe la posibilidad de que se produzca una contaminación por parte de bacterias modernas”, puntualiza este profesor de la Universidad de Aix-Marsella, en Francia.

En el año 2000, la zona del distrito autónomo de Chukotka, en el noreste de Rusia, en la que se recogieron las muestras que albergaban los virus gigantes, estaba desierta, pero ciertas actividades, como las explotaciones mineras, pueden hacer que se establezcan nuevos asentamientos. Además, esta actividad, en concreto, provoca que se perforen grandes extensiones de permafrost y se acceda a capas muy profundas, de cientos de miles de años de antigüedad, en las que también podrían haberse preservado otros agentes virales.

En todo ello juega un papel muy importante el tipo de suelo. El permafrost al que nos hemos referido alberga muchos más microbios que el hielo puro, pero estos también están presentes en los glaciares –grandes y gruesas masas heladas que pueden fluir como si fueran una especie de río congelado–, las banquisas –las capas de hielo flotantes que se forman en los mares polares–, los icebergs o los lagos helados.

Cada uno contiene diferentes comunidades de psicrófilos, esto es, microorganismos capaces de lidiar con temperaturas muy bajas. “En el hielo marino, estos prosperan en los canales de salmuera que se originan cuando el agua se congela, lo que les proporciona un hábitat líquido donde pueden vivir por debajo de los -2 ºC —describe la bióloga Connie Lovejoy, de la Universidad Laval (Canadá). Y añade—: El hielo de los lagos es menos hospitalario, pero incluso en él algunas bacterias permanecen activas durante los meses de invierno”.

Además, sobre la superficie de muchos glaciares se forman unas estructuras denominadas crioconitas que vienen a funcionar como auténticos microecosistemas. “En esencia, se trata de unos pequeños agujeros que se van creando por la fusión del hielo alrededor de estas asociaciones de microorganismos y polvo”, comenta David Velázquez, biólogo especializado en microbiología polar.

Este también destaca la presencia de cianobacterias en estos entornos extremos. “Estas pueden realizar la fotosíntesis de una manera muy parecida a como hacen las plantas”, señala Velázquez, quien recalca que su plasticidad y resistencia les han permitido sobrevivir en este tipo de ambientes en los últimos 2600 millones de años.

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DeshieloiStock

No obstante, la bacteria Planococcus halocryophilus se lleva la palma. Este microorganismo anaeróbico se encuentra presente en los mares helados de Alaska y es capaz de dividirse a -15 ºC. “Es más, se ha observado que se mantiene metabólicamente activo a -25 ºC, lo que probablemente representa, por lo menos hasta el momento, la temperatura más baja a la que tal cosa es posible”, subraya López-Goñi.

Este científico comenta que en la actualidad se están estudiando intensamente las comunidades de microorganismos que habitan en los ecosistemas congelados, aunque no tanto por su repercusión en la salud humana, sino por el efecto que el cambio climático está teniendo sobre sus poblaciones y porque ello, a su vez, puede influir en los ciclos del carbono o del nitrógeno a escala planetaria.

El permafrost cuenta con una gran diversidad de bacterias, arqueas, protozoos –entre ellos, muchos tipos de amebas–, virus e incluso plantas. “Se ha conseguido revivir una a partir de un fragmento de un fruto tomado de una muestra de suelo helado”, recuerda Chantal Abergel, que es cofundadora del Laboratorio de Información Genómica y Estructural del Centro Nacional para la Investigación Científica, en Francia, junto con el anteriormente mencionado Jean Michel Claverie.

La investigadora se refiere a un trabajo llevado a cabo por un equipo de científicos rusos que apareció publicado en la revista PNAS en 2012. Estos lograron recuperar varios frutos inmaduros que permanecían atrapados en el permafrost de un enclave del noreste de Siberia, a 38 metros de profundidad. Tenían unos 32000 años de antigüedad, pero se habían conservado en bastante buen estado. A partir de ellos, los expertos pudieron hacer que se desarrollaran varias plantas de la especie Silene stenophylla, característica de esa región.

Los especímenes que se citan en estas páginas permanecen aislados y controlados en distintos centros, pero, si de algún modo los que se encuentran en la naturaleza salieran a la superficie y se propagasen, ¿podrían llegar a ser dañinos para la salud humana? En este punto, los expertos diferencian entre el Ártico y la Antártida. Puesto que en esta última no han vivido seres humanos –solo hay asentamientos científicos desde hace unas décadas–, sería muy raro que permaneciera enterrado el cadáver de una persona que albergara algún tipo de virus. No obstante, podrían encontrarse restos de animales, como focas y aves, donde estos sí existieran. También es posible que persistan ciertos agentes patógenos ambientales, que no nos infectan a nosotros, pero sí a plantas, musgos, algas o bacterias, lo que podría causar desequilibrios en los ecosistemas.

“En este sentido, el riesgo es menor en la Antártida. En el Ártico, el deshielo puede devolvernos los cuerpos de individuos que perecieron en una epidemia y que han permanecido enterrados”, baraja Alcamí. De hecho, uno de los objetivos de este investigador y su equipo es averiguar qué podría ocurrir en esa zona del mundo cuando se liberen los microbios que han permanecido atrapados en el permafrost o en los glaciares durante miles de años.

Algunas administraciones ya se están empezando a preparar para afrontar las posibles consecuencias que tal cosa podría acarrear. Aginagalde indica que, en el caso de España, las hipotéticas enfermedades que podrían reactivarse con el deshielo suponen una de las líneas que hay que reforzar, tanto en el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático como en el Plan Nacional de Salud y Medioambiente, que el Ministerio de Sanidad publicará en los próximos meses.

A pesar de que el aumento de temperaturas y su impacto son tenidos en cuenta por el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias español, “aún no se ha evaluado es el riesgo que pueden suponer los microorganismos contenidos en el permafrost”, aduce el experto, quien retoma el brote de ántrax ocurrido en Yamal.

“Aunque este caso haya sido protagonizado por una bacteria conocida, no deberíamos bajar la guardia, pues se trata de una amenaza real con un elevado nivel de incertidumbre —advierte. Y añade—: Tal y como destaca la Unión Europea, uno de los objetivos de los Estados miembros debe ser reforzar los sistemas de preparación y respuesta ante las alertas de salud pública”. Es algo que hoy resulta aún más urgente, tras la crisis sanitaria mundial de la COVID-19.

Otros expertos rebajan el nivel de alarma, dado que, más allá del brote de ántrax, por el momento no se han detectado más casos de animales y humanos infectados por bacterias o virus liberados en las regiones polares. El tiempo, de nuevo, aclarará las cosas.

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Un virus que se desplaza con las focas

Además de los microorganismos atrapados que puedan reaparecer por el aumento de las temperaturas, hay otro riesgo que tiene que ver con la pérdida de superficie helada y el desplazamiento de animales enfermos. Un estudio publicado en la revista Scientific Reports concluyó que la desaparición del hielo en el Ártico está provocando que los virus accedan a nuevas zonas en las que no estaban presentes y, con ello, causar daños en la fauna marina.

Un ejemplo es lo que está sucediendo con las poblaciones de focas comunes (Phoca vitulina) infectadas con el virus del moquillo, un agente patógeno que puede provocarles la muerte. De hecho, en 1988 este acabó con 23000 de ellas, y en 2002, con otras 30000. Aunque en ambos casos el origen del virus se encontraba en la isla danesa de Anholt, los científicos encontraron animales afectados por el mismo en el norte de Alaska, esto es, a miles de kilómetros de distancia.

Los análisis de las muestras que se tomaron sugieren que los especímenes enfermos se desplazaron entre el Atlántico norte y el Pacífico norte, lo que coincidía con las reducciones de las masas de hielo marino que mostraban las imágenes por satélite.

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