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La prodigiosa vida del subsuelo

Todavía existe un territorio inexplorado en el mundo y está bajo nuestros pies.

David Wolfe sueña con convertirse en un microscópico explorador del subsuelo, esa capa subterránea de apenas tres metros que yace bajo nuestros pies.

Si en Viaje alucinante (1966) Isaac Asimov mandaba al interior del cuerpo humano una expedición cuyos tripulantes viajaban en una nave diminuta a través de los vasos sanguíneos hasta el último rincón de nuestra anatomía, Wolfe cree que las maravillas que hay bajo tierra nos dejarían igualmente boquiabiertos: “He hablado con cineastas para hacer una película a partir de mi libro y narrarlo desde el punto de vista de un viajero subterráneo que se encoge y cuenta lo que ve”. Wolfe, profesor de Ecología Vegetal en el estado de Nueva York, es autor de El subsuelo. Una historia natural de la vida subterránea, que ha recibido elogios por mostrar un mundo hasta ahora ignoto.

Pero ¿qué es exactamente el subsuelo? ¿Por qué es importante para todo? Para empezar, de ahí viene la comida disponible en el mercado. Si la Tierra fuera un planeta exclusivamente rocoso, sin suelo fértil en toda su superficie, no habría manera de obtener alimentos y la humanidad moriría de hambre. Sin plantas no hay filetes. Un mundo así estaría dominado por bacterias capaces de comer piedras. Tendría una atmósfera extraña y venenosa. Tendemos a pensar que la mayor biodiversidad biológica del planeta se encuentra en los océanos, pero esa es solo una parte de la historia. El subsuelo tiene la última palabra. Es la puerta a lo desconocido. “Hay quien piensa que a partir de dos o tres metros bajo tierra casi no hay seres vivos, pero las perforaciones petrolíferas han encontrado vida microbiana abundante a cuatro o cinco kilómetros de profundidad”, explica este científico estadounidense.

La corteza terrestre tiene un espesor de entre cuatro o cinco kilómetros desde el fondo de los océanos hasta setenta kilómetros en algunas zonas continentales, pero el misterio empieza ya en el primer centímetro. Los bioecólogos como Wolfe se dedican a recolectar muestras del suelo que crece bajo nuestros pies y las estudian en el laboratorio, donde tratan de cultivar los seres que allí se encuentran para desenmascararlos, lo cual no es fácil. Según Wolfe, “en un puñado de terreno puede que haya más microorganismos que seres humanos en el planeta y entre cinco y diez mil especies que están aún por descubrir”. Si colocásemos en la superficie todas las especies animales y vegetales, la cantidad de vida subterránea sobrepasaría con creces todo lo que vemos.

Pocos científicos habían estudiado la corteza como un entorno lleno de vida. Wolfe reconoce la influencia del astrofísico austriaco Thomas Gold (1920-2004), que postuló que existía una biosfera interior en la Tierra, aunque no a la manera de Julio Verne. Los habitantes de ese inframundo son invisibles al ojo humano y ahora están saliendo a la luz. “En los primeros kilómetros se hallan todos los elementos necesarios para que exista vida. Hemos encontrado especies microbianas capaces de vivir sin luz solar, que extraen la energía del hidrógeno y toman el carbono del gas que encuentran en el suelo, que consiguen el oxígeno de otras fuentes o no lo necesitan. Son completamente independientes de la superficie. Es espectacular”, comenta Wolfe.

Esta vida que no necesita luz podría prosperar en el interior de otros mundos. “Solo hace falta agua líquida. En el subsuelo la presión es grande y el hielo se derrite”, dice Wolfe. Sus hallazgos están sorprendiendo a muchos científicos. El ecólogo norteamericano cree posible que esa vida interior proceda de una colonización minuciosa llevada a cabo por los habitantes de la superficie, que arrastrados por los movimientos de la tectónica de placas, fueron enterrados a gran profundidad y se adaptaron a un mundo oscuro. Pero también cabe que la vida se originara dentro y, de forma lenta pero segura, terminara por aflorar a la superficie, adaptándose a las condiciones de luz y oxígeno.

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Capas que forman el sueloiStock

A Wolfe le fascina esta posibilidad. Señala los sedimentos profundos del océano, próximos a las fuentes hidrotermales por donde la corteza expulsa gases volcánicos, energía y una inmensa cantidad de calor. O quizá en el interior de la corteza misma de la Tierra. “En estos lugares hay temperaturas muy altas, que proporcionan la energía necesaria para que surja la vida”. ¿Cuándo? Si la edad de nuestro planeta es de 4.500 millones de años, “sabemos que apareció en los primeros 500 millones de años desde la formación de la Tierra”.

Quizá demasiado pronto, porque al principio el planeta no era precisamente amable. Se trataba de un lugar lleno de gases venenosos, bombardeado incesantemente por meteoritos y castigado por erupciones volcánicas gigantescas. Así que el interior sería más seguro y estable para los seres vivos, que, eso sí, tendrían que aprender a resistir en ambientes muy extremos. Aquí entran en juego las arqueas, que son los poco conocidos y más antiguos habitantes del subsuelo, según los últimos indicios genéticos. Son microorganismos, pero no bacterias ni virus. La genética del subsuelo ha descartado teorías que se creían dogmas.

Wolfe destaca en su libro la labor de Carl Woese, un microbiólogo estadounidense pionero que estudió las relaciones entre esos seres del subsuelo que inicialmente se consideraban bacterias pero que no lo son. Las identidades genéticas entre las arqueas son tan dispares que sugieren una larga separación ya en un pasado remoto. Es el mundo de los procariotas, los seres que no tienen sus núcleos genéticos aislados y protegidos por una membrana. Woese, relata Wolfe, descubrió un nuevo reino biológico, Archaea, que se sumaba a las bacterias y a los eucariotas (que comprenden el resto de lo que conocemos, plantas, animales y hongos). En el subsuelo podría estar escondido el antecesor directo de la primera célula sobre la Tierra, el eslabón perdido de todos los seres vivos. Tal vez algún día la ciencia lo encuentre. “Ahora tenemos técnicas genéticas que no solo trabajan con el ADN, sino con los componentes del ARN de todas las formas de vida. Si comparamos las estructuras genéticas de estos microbios, podemos retroceder cada vez más atrás en el tiempo para dar con los antecesores. Podemos encontrar muestras de arquea actuales que se parezcan a las primeras células que aparecieron en el planeta”.

Sin proteínas no hay vida. Si se compara la secuencia de aminoácidos de la misma proteína en dos especies que han evolucionado al mismo tiempo, se ve que casi son idénticas. Pero en especies cronológicamente muy alejadas, aparecen diferencias. Woese descifró pacientemente las secuencias de ARN, en concreto el de los ribosomas, que son los lectores que todas las células tienen para interpretar el ADN y construir las proteínas. Estos traductores genéticos ofrecen un viaje en el tiempo. Woese dedicó décadas a lo que los modernos secuenciadores hacen en solo dos días. “Hoy podemos encajar en el nuevo árbol de la vida cualquier criatura microscópica que recolectemos del suelo para ver el lugar que ocupa”, explica Wolfe. El subsuelo es quien ahora está dibujando las ramas de este árbol.

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TardígradoiStock

Desconocemos cuántas especies de animales, plantas, hongos, algas, bacterias y arqueas hay. En la literatura científica se han descrito aproximadamente 1,5 millones, pero a partir de aquí todo es especular: dos millones, tres, doce… Un estudio de la Universidad de Arizona publicado en The Quarterly Review of Biology en 2017 sugiere la cifra de dos mil millones de especies, de las que entre el 70% y el 90% serían arqueas. En todo caso, según Wolfe, en el subsuelo es donde podemos hallar el mayor número de especies de seres vivos. Entre los singulares organismos extremófilos que habitan en el subsuelo o en aguas subterráneas se encuentran los tardígrados, también llamados osos de agua, y las diminutas arqueas.

Este es un mundo en guerra. Hay una batalla silenciosa entre protozoos, hongos, plantas, bacterias... repleta de soluciones eficaces en forma de sustancias letales, pero que también contempla alianzas para el beneficio mutuo. Wolfe cita al científico Selman Waksman, que acuñó la palabra antibiótico en los años treinta. Desde hace siglos, la gente sabía que para detener las enfermedades que propagaban los cadáveres humanos y los cuerpos muertos de los animales no había más que enterrarlos. ¿Qué propiedades mágicas tenía el suelo? Una facultad inexplicable para neutralizar las enfermedades, que no es otra cosa que los antibióticos. “Waksman lo sabía y finalmente descubrió la estreptomicina, producida por la bacteria Streptomyces griseus, que, junto con la penicilina, revolucionó la medicina”. Los antibióticos se han inventado en el subsuelo, que nos alimenta y también nos cura. Los asombrosos habitantes de este universo de biodiversidad “son capaces de alimentarse de rocas y resisten los contaminantes. Hemos encontrado Streptomyces en el petróleo que se extrae de las profundidades, ligadas al carbono. Y se han usado para limpiar vertidos de crudo en los océanos”.

Podría decirse que Wolfe se ha especializado en los primeros cuatro metros del suelo, la piel vital del planeta productora de alimentos y medicinas. No solemos darle importancia. Más bien la despreciamos, y usamos expresiones como “tener la moral por los suelos”. El suelo es sinónimo de bajeza. “La gente no es consciente de su importancia, por eso escribí este libro. Miro el mar, veo la fantástica variedad de peces y otros habitantes que encierra, y me gustaría que la gente corriente supiera lo que está sucediendo bajo sus mismos pies”, dice Wolfe.

En el subsuelo han surgido bacterias capaces de atrapar el gas de nitrógeno –el más abundante en la atmósfera–, romper sus poderosos enlaces químicos y fijarlo en la tierra en forma de nitrógeno orgánico. Llevan a cabo este proceso gracias a una enzima que segregan llamada nitrogenasa. Sin la absorción de esta molécula orgánica por las raíces de las plantas, no sería posible la cadena alimenticia que conocemos, “no habría seres humanos ni tendríamos esta biodiversidad”. Las reservas naturales de nitrogenasa en el mundo se reducen a unos cuantos kilos. La escasez de abono orgánico arrojó dudas en el pasado sobre la capacidad de alimentar a una población cada vez más numerosa. “Hace cien años se recogía el guano de las aves como fertilizante”, precisa Wolfe.

Ahora, la elaboración de fertilizantes sintéticos en carísimas plantas industriales que fijan el nitrógeno mediante un proceso complicado ha dado paso a un nuevo problema: la contaminación de ríos y mares. Pero existe una forma de restablecer el equilibrio, sin tener que echar manos de estos productos tan agresivos. La nueva ciencia del subsuelo da las pistas por donde caminar en un mundo más sostenible, como explica el ecólogo: “Las leguminosas han establecido una relación de simbiosis con las bacterias fijadoras del nitrógeno que albergan en sus raíces. Ahora podemos usarlas en rotación con las cosechas para que los suelos estén bien abastecidos de nitrógeno. Al tiempo, puede aprovecharse de forma más eficiente el abono de la ganadería. Hay una revolución en marcha que permite mantener el nitrógeno en el suelo a partir de fuentes orgánicas”.

Un reto mayúsculo al que nos enfrentamos es la destrucción de esta piel vital de la Tierra. Si se erosiona el suelo, solo queda la capa de roca improductiva para los seres humanos. Su pérdida es una tragedia para cualquier país. Lo saben los campesinos y ganaderos por las dolorosas experiencias del pasado. Durante los años 30 y 40 del siglo pasado se produjo en los campos de Estados Unidos una era del polvo. Los agricultores norteamericanos optaron por cosechas anuales masivas sin pensar si el terreno era sostenible a largo plazo. Eso, unido a una etapa de sequías, terminó por horadar el suelo y levantó gigantescas tormentas de polvo que obligaban a las familias a poner los platos y vasos boca abajo en la mesa antes de comer.

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Hongos en el campoiStock

El viento se llevó la mayor parte del terreno en forma de nubes polvorientas. El presidente Roosevelt llegó a decir que la nación que pierde su suelo se destruye a sí misma”, recuerda Wolfe. El asunto se inmiscuyó en la política y se redactó una ley para crear y mantener una cubierta vegetal protectora como medida para frenar la erosión. “Pero seguimos padeciendo este problema incluso en países desarrollados como Estados Unidos o España. Y la situación está empeorando en todo el hemisferio norte. Con el cambio climático, las lluvias torrenciales son cada vez más frecuentes. No se trata de que llueva más, sino que lo hace con mayor intensidad, lo que incrementa la erosión”.

En cualquier caso, los expertos creen que el subsuelo puede usarse para contrarrestar el cambio climático. Su biología y funcionamiento nos dan las claves para elaborar una estrategia efectiva. “Las empresas se preguntan qué pueden hacer para mitigar el calentamiento global, bien por una cuestión de márquetin, bien por la obligación de cumplir con las regulaciones que hay ya en marcha. Pero la industria maderera y la agricultura son los únicos sectores que succionan dióxido de carbono. Los árboles, las plantas y las cosechas retiran este CO2, y una parte queda almacenado en las plantas y en el suelo como materia orgánica, que normalmente es carbono en un 60 %”. El suelo, por tanto, constituye un reservorio de carbono y también un lugar donde se preserva el agua frente a las sequías y otras inclemencias. Wolfe cita dos trabajos publicados en Science y Nature cuyos autores apuestan por los suelos del mundo para maximizar la capacidad de retirar el dióxido de carbono: “Se podría reciclar entre el 10 %y el 20 % de los gases de invernadero generados por los humanos”.

La fórmula para mantener suelos estables y saludables pasa por dotarlos de una cubierta vegetal durante la mayor parte del año, y desde luego abandonar la agricultura intensiva basada en una única cosecha anual. “Si el terreno se destruye, puede llevar cientos de años volver a recuperarlo. Muchos granjeros me han comentado que la sequía ha sido muy perjudicial para las cosechas y la economía, pero que también han sufrido un año de lluvias torrenciales muy fuertes y han visto cómo se desintegraba el suelo. No es un problema de un año para otro, sino que puede tardar una generación en remediarse”. Mantener la integridad y diversidad del subsuelo es la apuesta de Wolfe para asegurar un futuro mejor a las generaciones que nos seguirán.

La obsesión de Darwin por las lombrices

Charles Darwin dedicó cuarenta años de su vida a estudiar a fondo las lombrices de tierra. Según Wolfe, el autor de El origen de las especies tenía una capacidad especial para entender lo que significaba el tiempo geológico y miraba a estos gusanos con gran curiosidad desde que su tío Josh, que era granjero, le hablara de la capacidad de las lombrices para remover sin parar grandes cantidades de tierra. Antes de que el padre del evolucionismo se interesara por ellas, se pensaba que eran perjudiciales, ya que se comían las plantas. Ahora sabemos que cada lombriz puede revolver y desplazar entre 45 y 67 toneladas del subsuelo a la superficie, en una hectárea a lo largo de un año. Son excavadoras biológicas y resultan esenciales para la buena salud del terreno. Su labor hace que entre mejor el agua. Incluso las plantas introducen las raíces a través de los túneles que hacen estos bichos para encontrar alimento.

Relaciones subterráneas

Las raíces de casi todas las especies vegetales están conectadas por unos filamentos parecidos a telarañas llamados micorrizas, que no son otra cosa que las herramientas que llevan a cabo la simbiosis que han establecido los hongos con las plantas desde hace más de cuatrocientos millones de años. Si pudiéramos hacer que el subsuelo fuera transparente, nos quedaríamos asombrados. Los hongos ayudan a los vegetales a obtener nutrientes y agua del suelo, y a cambio las plantas les dan azúcares y carbono. “Creemos que estas conexiones empezaron hace muchísimo tiempo, cuando las algas empezaron a colonizar la superficie de la tierra y se asociaron con los hongos para formar una especie de raíz primitiva. Las algas evolucionaron en las plantas que ahora conocemos y desarrollaron raíces propias, pero mantuvieron esa asociación”, dice Wolfe.

Intercambio alimenticio. ¿Es posible que las plantas se comuniquen entre sí a través de esa extensa red de micorrizas? ¿Que hablen entre ellas? Wolfe no cree que su nivel de comunicación llegue tan lejos, aunque se puede especular sobre la cuestión. Sin embargo, en otros aspectos, las plantas ya nos han sorprendido: “Se ha verificado que una judía puede enviar el nitrógeno que obtiene mediante su asociación con las bacterias fijadoras a otra plantas que no la tienen, como el maíz”.

David W. Wolfe es profesor de Ecología Vegetal en el Departamento de Horticultura de la Universidad Cornell, en Ithaca (Nueva York). Su carrera como investigador se ha centrado sobre todo en la biodiversidad del subsuelo, las estrategias para su conservación y el impacto del cambio climático en las plantas subterráneas. Wolfe ha publicado numerosos trabajos científicos y es autor del libro de divulgación El subsuelo. Una historia natural de la vida subterránea (Seix Barral).

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