Desde la Antártida: Entre pingüinos (I)
Es difícil venir a la Antártida y no hablar de los pingüinos. Ningún otro animal personifica el espíritu de lucha de la vida enfrentada a los elementos como el pingüino adelia (Pygoselis adeliae). Esta pequeña criatura de sangre caliente sobrevive porque está supremamente adaptada.
Autor: Elena Sanz
La colonia de adelias de la Isla Torgersen es un espectáculo inolvidable. Cientos de estridentes gargantas chillan con fuerza operática, mientras sus dueños baten al aire pares de aletas que parecen caucho. Desde lejos, la masa de cuerpos me recuerda el piso de linóleo de una cafetería no muy bien mantenida donde huele a guano.
Es difícil venir a la Antártida y no hablar de los pingüinos. Ningún otro animal personifica el espíritu de lucha de la vida enfrentada a los elementos como el pingüino adelia (Pygoselis adeliae). Esta pequeña criatura de sangre caliente sobrevive sólo porque está supremamente adaptada, sabiendo lo que es importante, y haciendo lo que es necesario, siempre con una cantidad alucinante de energía.
Esto es especialmente importante para su vida en el océano. Allí, en medio de bloques de hielo que pesan toneladas y que se mueven en todas direcciones, los adelia deben capturar su presa, el krill. Para hacerlo tienen que sumergirse constantemente, buceando hasta 150 metros, en inmersiones que duran entre 2 y 6 minutos. Todo esto, frente al espectro de su mayor enemigo marino, la foca leopardo, que no tiene otro pensamiento en su mente que comérselos.
Los adelias saben que mientras estén en el océano todas las cartas están en su contra. Si no es en el mar, bajo los dientes de la foca, es en el momento en que saltan a tierra, empujados contra las rocas por olas violentas o bloques de hielo afilados como escalpelos. Cuando llegan a tierra están de mal genio, estresados. Y sólo cuando se sacuden el agua y se alisan las plumas, estimulando las glándulas que las mantienen engrasadas e impermeables, termina su transformación de animal marino a terrestre.
Su ciclo anual incluye un período premigratorio de alimentación y engorde, la migración en primavera hacia la colonia, la anidación, el nacimiento de los polluelos, la emigración de la colonia en el otoño, otro período de alimentación y engorde, y luego la muda del plumaje. Esta etapa es especialmente importante para las aves porque el plumaje es la primera defensa contra el agua fría. Además les permite moverse con menos esfuerzo y rapidez en el agua.
Los pingüinos polares tienen el plumaje más denso de todas las aves: hasta 46 de ellas por centímetro cuadrado. A medida que la pluma nueva crece, empuja el tallo de la pluma vieja hacia adentro, de tal manera que nunca hay una grieta que deje piel descubierta. Es como si nunca se quitaran el abrigo.
La situación de los adelia del Archipiélago Palmer es precaria. Según el biólogo Bill Fraser, están condenados a desaparecer. Su existencia está atada al hielo porque allí es donde se reproduce el krill, y allí es donde pueden descansar y ponerse a salvo de las focas. Con el calentamiento de las aguas polares, el hielo marino se forma mucho más tarde en el año, y se forma cada vez más hacia el sur, donde los días son más cortos y oscuros. Para ver el krill, los adelia deben tener al menos un poco de luz. Y para que el krill se reproduzca, necesita el plancton vegetal, que también depende de la luz. Por eso los adelia no pueden migrar hacia el sur a lo largo de la Península Antártica. Y por eso la evolución les ha dotado de un deseo irresistible de reproducirse, que les llega con la primavera, para que los polluelos tengan suficiente alimento. El calentamiento también produce más nevadas durante el verano (por la humedad que se forma en la atmósfera). Y al derretirse la nieve, el agua inunda los nidos de los adelias, matando los polluelos y los huevos.
Las horas que he pasado observando a estos pequeños ciudadanos del hielo se disuelven como minutos. Ellos me han sabido aceptar tan noblemente día tras día, a veces con curiosidad, a veces con indiferencia, a veces recordándome mi lugar cuando me acerco demasiado, a veces acercándose a degustar la nieve justo al lado de mis botas...
Ángela Posada-Swafford