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¿Por qué no tenemos ojos en la nuca o en la parte posterior de la cabeza?

Si tuviéramos ojos en la nuca –o en la parte posterior de la cabeza–, además de los que ya tenemos, nuestro cerebro tendría que ser capaz de diferenciar ambas visiones, distinguiendo entre lo que vemos por un lado y por el otro. Muchos expertos dudan de que, originalmente, se tratase de un avance evolutivo evidente.

Es muy probable que, en algún que otro momento, te hayas preguntado por qué la evolución no nos ha brindado la posibilidad de tener ojos en la parte posterior de nuestra cabeza. O, lo que es lo mismo, en la nuca. Lo cierto es que podemos encontrar dos razones que podrían explicarlo fácilmente, y sin demasiadas complicaciones.
Desde un punto de vista biológico, los ojos son tremendamente costosos de fabricar, y colocarlos en la parte posterior de nuestra cabeza no encajaría bien en el plan corporal, muy primitivo, que heredaron los mamíferos.
De hecho, incluso para aquellos mamíferos para quienes la visión trasera se convierte en un rasgo fundamental para su propia supervivencia, como por ejemplo es el caso de los conejos, únicamente tienen ojos capaces de mirar hacia los lados, de manera que la vista hacia atrás es únicamente periférica (la suficiente para alertarlos cuando existe o se acerca algún peligro).
Las arañas, por ejemplo, que se caracterizan por tener muchísimos ojos (entre seis a ocho ojos pequeños), únicamente los tienen mirando hacia adelante.
De acuerdo a los expertos, la visión trasera es únicamente útil cuando las amenazas potenciales son verdaderamente visibles. Y, durante la evolución humana, este no fue el caso más corriente. Se supone que la evolución trabaja hacia objetivos particulares de una forma más o menos planificada, pero este no es el caso.
Las mutaciones genéticas ocurren al azar. Y luego nos encontramos con aquellas que están sujetas a presiones de selección, que pueden acabar permitiendo que un determinado cambio o mutación se generalice más dentro del acervo genético, siempre y cuando sean beneficiosas, o incluso eliminándolas si no lo son tanto.
Un segundo factor lo encontramos en que la mayoría de los rasgos, especialmente los más complejos –como podría ser el caso de la vista–, no aparecen o se forman completamente en un acervo genético, sino que tienden a desarrollarse durante generaciones, a partir de estructuras y rasgos preexistentes. En el caso de las extremidades de los vertebrados podemos ver cómo se han desarrollado toda una extraordinaria variedad de funciones y formas, a partir de una misma estructura básica.
Parecería que es relativamente sencillo adaptar una estructura existente a nuevos usos, como por ejemplo es el caso de los pares adicionales de extremidades (de modo que pueden tener brazos y alas), pero es mucho más complicado crear estructuras completamente nuevas.
En el caso de las aves, muchas tienen los ojos colocados hacia el costado del cráneo, lo que les ofrece la posibilidad de tener un ángulo de visión bastante amplio. Mientras que, en el caso de algunas aves concretas, como la becada (Scolopax rusticola), se encuentran situados de manera que verdaderamente pueden lograr una visión de 360 grados. Pero esto tiene un costo en términos de pérdida de visión binocular (o visión estereoscópica).
En resumidas cuentas, tener ojos en la nuca no sería tan útil porque necesitamos saber a dónde vamos, por lo que es esencial tenerlos mirando hacia adelante. Otra cosa sería si, además, tuviéramos otro par de ojos situados en la parte posterior de la cabeza. En este caso, posiblemente nuestro cerebro tendría que combinar estas dos visiones completamente distintas en una sola, incluyendo las direcciones de movimiento opuestas.

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