El ibérico, una lengua por descifrar: lee un capítulo del libro 'Íberos'
Adéntrate en el enigma histórico de los Íberos y descubre su fascinante legado a través de uno de los capítulos del libro 'Íberos', coordinado por Vicente Barba Colmenero y publicado por Pinolia.

Iberia fue muy diferente al resto de territorios mediterráneos. Los íberos habitaron una tierra única, repleta de minerales y de recursos naturales inagotables.
La Península Ibérica alberga un tesoro arqueológico lleno de misterios y fascinantes culturas antiguas. Entre ellas, destaca el enigma de los Íberos, un pueblo que habitó la región mediterránea y meridional desde el siglo VIII a.C. hasta la llegada de los romanos en el siglo II a.C. Su historia y cultura han despertado la curiosidad de historiadores y arqueólogos durante siglos.
Los Íberos fueron llamados así por los geógrafos griegos, pero aún hoy en día su origen y su idioma siguen siendo objeto de debate. Establecieron asentamientos en diversas áreas de la Península, desde el sur de Francia hasta el este de Andalucía y desde el sureste de Portugal hasta la costa mediterránea española. Aunque no existía una unidad política entre las tribus íberas, compartían características culturales y lingüísticas que los diferenciaban de otros pueblos de la región.
La cultura íbera dejó una huella imborrable en el paisaje y la historia de la Península Ibérica. Su dominio en la metalurgia, especialmente en la fabricación de armas y joyas, les otorgó un estatus destacado en el comercio mediterráneo. Sus esculturas, como la icónica Dama de Elche, siguen cautivando con su estética única y su simbolismo. La religión íbera, de naturaleza politeísta, revela su profundo vínculo con la naturaleza y su búsqueda espiritual.
El libro Íberos, coordinado por Vicente Barba Colmenero y publicado por la editorial Pinolia, nos brinda la oportunidad de sumergirnos en la riqueza cultural y enigma de los Íberos a través de diversos capítulos que exploran su forma de vida, su organización social, su arte, su artesanía y mucho más. En exclusiva, aquí presentamos uno de sus capítulos.
El ibérico, una lengua por descifrar
De entre los múltiples enigmas que todavía rodean la cultura de los íberos, el de su lengua es sin duda uno de los más fascinantes. De dónde procede la lengua ibérica, cómo se extendió, quiénes la hablaron, a qué familia pertenece y qué nos dicen sus textos, son las grandes preguntas a las que todavía no podemos dar una respuesta satisfactoria. Y, por más que la investigación, en especial la de los últimos años, haya ido arrojando alguna luz sobre varios de esos aspectos, es posible que la meta de descifrar el ibérico y de esclarecer su origen esté todavía lejos.
Los autores antiguos, griegos y romanos, tuvieron generalmente muy poco interés por las lenguas de los pueblos con los que se relacionaron, y todavía menos por las de aquellos a los que consideraban culturalmente inferiores o bárbaros. Por ello, apenas nos aportan alguna información marginal y poco concreta sobre las lenguas que se hablaban en su época en la península ibérica. En consecuencia, todo cuanto sabemos sobre la lengua de los íberos es lo que podemos deducir de las aproximadamente 2 500 inscripciones que se han conservado en un territorio muy amplio —que va desde el Rosellón, en el sur de Francia, hasta la Alta Andalucía, con diferente grado de penetración hacia el interior— y que se datan entre finales del siglo v a. C. y mediados del I. Es preciso destacar que esa cantidad de inscripciones es realmente muy notable si la comparamos con las que se conocen de otros pueblos del Mediterráneo occidental (solo la superan, aparte de griegos y romanos, los etruscos, mientras que no la alcanzan por mucho los galos, los celtíberos, los venéticos o los osco-umbros), y nos habla de una cultura escrita notablemente potente, extendida y resistente.
Los íberos aprenden a escribir
No sabemos con total seguridad dónde y cuándo empezaron a escribir los íberos. Las inscripciones más antiguas que podemos datar con alguna fiabilidad son de finales del siglo v a. C. y proceden de la zona del Ampurdán, en concreto de Ullastret y de Pontós, razón por la cual ese territorio podría ser un buen candidato para constituir la cuna de la escritura ibérica. En todo caso, también en la zona costera del sur de Francia aparecen inscripciones de fecha no muy posterior, de modo que la cuestión, como tantas otras, ha de permanecer todavía en suspenso.
En todo caso, lo que resulta indudable es que en ambas vertientes de los Pirineos se venían produciendo desde el siglo VII a. C. intensas relaciones comerciales entre los íberos autóctonos y los emporios griegos allí establecidos, y parece seguro que a partir de esos contactos se produjo la adopción de la escritura por parte de los íberos, que debieron de apreciar pronto las ventajas de aquella nueva técnica. En este contexto, las inscripciones ibéricas fechables entre los siglos V y III a. C. pueden explicarse bien como vinculadas a esa actividad comercial y reflejan los mismos usos que los colonos griegos hacían de la escritura en aquella época. Desde luego, entre ellas destaca especialmente la abundancia de inscripciones sobre láminas de plomo. Y, aunque, por desgracia, no somos capaces de comprender sus textos de manera completa, algunos indicios externos e internos nos llevan a constatar que en algunas ocasiones se trata sin duda de cartas de carácter comercial, similares a algunas griegas contemporáneas halladas en Pech Maho o en Ampurias y en las que, por cierto, de forma reveladora, se mencionan nombres de personajes ibéricos que participaban en las transacciones comerciales a las que esas cartas hacían referencia. En otros casos, las láminas de plomo sirvieron asimismo como soporte para anotaciones comerciales, como lo prueba la presencia en ellas de expresiones numerales. Esta abundancia de láminas de plomo —de las que hoy conocemos en torno a los 130 ejemplares, una cifra solo superada por los griegos— está todavía sin explicar de manera satisfactoria, pero es posible que tenga algo que ver con el hecho de que ese soporte resultaba más adecuado que otros más deleznables para cartas que se solían transportar por barco.
Los sistemas de escritura
Ahora bien, este nacimiento de la escritura ibérica nos pone delante de otro fenómeno muy sorprendente. Y es que, a la hora de poner por escrito su lengua, los íberos no utilizaron —como habría parecido lógico y sencillo, y como hicieron, por ejemplo, los galos— el alfabeto que habían traído consigo los comerciantes griegos. Por el contrario, adoptaron un signario más antiguo, cuyo origen ha de situarse tal vez s. viii a. C. y en la zona de Huelva, y que ya había sido también adoptado durante el s. vii a. C. para escribir otra lengua —que solemos denominar tartésica o suroccidental— en la región del Algarve y los cursos del Guadiana y Guadalquivir. Por qué motivo los íberos recurrieron a ese signario autóctono —o a uno de sus descendientes— es algo que desconocemos, pero lo cierto es que las dos adaptaciones que realizaron de él y a las que denominamos respectivamente «signario nordoriental » y «signario suroriental» sirvieron durante casi cinco siglos como instrumentos para escribir la lengua ibérica.
La característica fundamental de estos dos signarios, ya presente en el modelo del que derivan, es que no se trata propiamente de alfabetos, sino de semisilabarios, puesto que combinan signos alfabéticos con signos silábicos. En concreto, se comportan como alfabetos a la hora de notar las vocales y las consonantes continuas —esto es, las nasales, las vibrantes, las silbantes y la líquida—, pero lo hacen como silabarios para notar las oclusivas —velares, dentales y labiales—. Por lo que ahora sabemos, además, ambos contaban originariamente con un procedimiento para marcar la oposición entre oclusivas sordas y sonoras —en otras palabras, tenían signos diferentes para /ta/ y para /da/ o para /ke/ y para / ge/—, pero el signario nordoriental perdió esta posibilidad a partir del siglo II a. C. En realidad, nuestro conocimiento sobre estos signarios puede considerarse hoy por hoy bastante avanzado, pero no total ni definitivo. El mérito pionero del desciframiento del signario debe ser otorgado a don Manuel Gómez-Moreno, quien en 1925 descubrió su carácter semisilábico y acertó con el valor de una buena parte de sus signos. No obstante, investigadores posteriores han matizado algunas de sus transcripciones y mejorado nuestro conocimiento general de los signarios, y en todo caso aún quedan pendientes aspectos puntuales que habrán de esclarecerse en el futuro.
Junto a los dos signarios mencionados, durante parte del siglo IV a. C. y en una zona de las provincias de Alicante y Murcia, se empleó para escribir la lengua ibérica un tercer sistema gráfico, esta vez sí un alfabeto derivado del que empleaban los foceos y al que denominamos alfabeto greco-ibérico. Se trata, por lo que sabemos, de una experiencia escrituraria particular, quizás creada y empleada por un reducido grupo de comerciantes, y de la que solo se conserva una treintena de inscripciones.
La expansión de la cultura escrita
Si bien es muy probable, como ya hemos dicho, que el nacimiento de la escritura entre los íberos se produjera en un contexto mercantil y que en un primer estadio su uso estuviese restringido a los protagonistas de esas actividades, ya hacia el siglo III a. C. parece haberse producido una cierta generalización y una extensión de la escritura hacia otros usos. En esa época, por ejemplo, en los santuarios rupestres de la Cerdaña se inscriben abundantes textos religiosos que certifican la incorporación de la escritura al ámbito ritual. También a finales del siglo III a. C. comienza a acuñarse moneda con rótulo ibérico en Sagunto, dando así inicio a una práctica que se intensificará y se extenderá en los dos siglos siguientes y que representa la asimilación de la escritura a la esfera pública.
Pero un impulso fundamental para la expansión de la escritura en la sociedad ibérica vendrá de la mano de la presencia romana en la Península y se verificará paulatinamente a lo largo de los siglos II y I a. C. Es entonces cuando se produce el paso de una epigrafía eminentemente privada a un uso en los espacios públicos: comienzan a grabarse inscripciones funerarias, prácticamente inexistentes hasta ese momento, que imitan cada vez más los modelos romanos; se inscriben textos probablemente honoríficos que se emplazan en lugares estratégicos, como el foro de las ciudades -es el caso de Ampurias-; la escritura ibérica aparece también en mosaicosde edificios públicos o en monumentos de las ciudades más importantes, como es el caso de Tarragona o de Sagunto. La convivencia que en ese momento se produce con la cultura epigráfica romana produce algunas inscripciones bilingües, por desgracia demasiado breves o fragmentarias como para que ninguna de ellas haga el papel de ‘piedra de Rosetta’ del ibérico.
Los misterios de la lengua
Y es que, en efecto, la lengua ibérica sigue planteándonos numerosos misterios sobre los que, por el momento, es difícil ir más allá de la hipótesis. Uno de ellos es, por ejemplo, el de su auténtica extensión geográfica. Como hemos señalado, las inscripciones ibéricas se documentan en un territorio muy amplio en el que, como sabemos por las fuentes clásicas, vivían pueblos diferentes —cerretanos, ausetanos, ilergetes, layetanos, ilercavones, edetanos, contestanos, oretanos o bastetanos, entre otros— que, por lo demás, presentan entre sí diferencias no menores en su cultura material o en sus instituciones. El hecho de que, pese a todo, la lengua testimoniada en todo ese territorio sea homogéneamente la ibérica (aunque puedan percibirse ligeras variantes dialectales) constituye, al menos en apariencia, una cierta contradicción.
Para resolver el problema se ha planteado que el ibérico no fuese en realidad la lengua patrimonial o vernácula de todo ese territorio, sino solo de una parte de él —en concreto de la Contestania y parte de la Edetania— y que, desde allí, se hubiese extendido al resto de las zonas como lengua vehicular relacionada con el comercio y las actividades mercantiles. La propuesta, sin embargo, no permite explicar cómo un pequeño grupo social de mercaderes podría haber sido tan influyente como para que su lengua se impusiera en un territorio tan amplio sobre sustratos culturales diferentes y sin dejar rastro alguno de las demás lenguas vernáculas. Parece más bien necesario aceptar que, al menos en el momento en que ya aparecen las primeras inscripciones, la lengua ibérica se hablaba, efectivamente, a todos los niveles en todo el territorio mencionado. Pero, si aceptamos que así era, resulta obligado plantearse a continuación desde cuándo ocupaba el ibérico ese territorio y, si procedía de algún otro sitio, cuál era este y de qué modo se había producido el desplazamiento. De momento, sin embargo, estas son preguntas mucho más fáciles de formular que de abordar y, más aún, de resolver.
Desde luego, una posible vía de exploración es la que tiene que ver con los posibles parentescos o relaciones genéticas de la lengua ibérica. Como es sabido, hace ya siglos que se planteó, esgrimiendo sustancialmente razones históricas, que el ibérico debía de estar emparentado con otra lengua enigmática de la península ibérica, a saber, la lengua vasca. Esta teoría, conocida como vasco-iberismo, ha tenido variantes diferentes a lo largo de la historia y en los últimos años ha venido a resurgir mediante argumentos lingüísticos nada despreciables. En sustancia, hoy por hoy no puede negarse categóricamente la existencia de una relación genética entre las dos lenguas, aunque esa relación no permite, al menos de momento, la traducción de los textos ibéricos con ayuda de la lingüística vasca. No obstante, si esa relación existiera, lo que parece más probable es que ambas lenguas procediesen de un tronco común del que se hubiesen separado en torno al territorio de los Pirineos —donde, por cierto, se encuentra otro posible antepasado del vasco, el aquitano—. Hoy por hoy, también esta es una cuestión abierta y apasionante.
Descifrando una lengua
Pero, sin duda, el problema más acuciante que el ibérico nos presenta es el de la comprensión de sus textos. Aunque hoy en día puede seguir diciéndose que se trata de una lengua indescifrada, sería injusto no recalcar que en los últimos decenios se han realizado progresos no desdeñables que nos permiten acercarnos a los textos con alguna garantía mayor. Para comenzar, el ámbito en el que nos movemos con más seguridad —aunque nunca certeza absoluta— es el de los nombres de persona. Sabemos, por ejemplo, que en su mayoría los antropónimos ibéricos se formaban mediante la composición de dos elementos simples: así, un nombre como biuŕtibaś está formado por un primer elemento biuŕ, que también forma parte de sosinbiuŕ, y por un segundo tibaś, que reaparece en bilostibaś. También algunos nombres de lugar, como aŕketuŕki o Sosontigi, parecen responder a esa estructura bimembre, y desde hace poco sabemos que lo mismo sucede con los tres únicos teónimos hasta ahora confirmados (Salaeco, Sertundo y Betatun).
Así las cosas, en un texto ibérico podemos identificar con cierta seguridad aquello que puede ser elemento onomástico de lo que no puede serlo. A partir de ahí, nos es posible afrontar análisis lingüísticos combinatorios, aislando posibles sufijos que se añaden a esos nombres (como -te, -ka, -e, -(e)n, etc.), palabras independientes que se repiten con alguna frecuencia (ḿi, eban, egiar, aŕe take, iunstir, śalir, etc,) y para las que podemos postular, con argumentos diversos y de peso diferente, un significado aproximado (mi podría ser ‘yo’ o ‘soy’, para eban se ha propuesto el valor de ‘hijo’, para egiar el de ‘hacer’, para aŕe take el de ‘aquí yace’…). En los últimos tiempos se ha planteado también que palabras ibéricas como bi(n), lau(r), bortse, śei, sisbi, sorse, oŕkei sean respectivamente las equivalentes de los numerales vascos bi ‘2’, lau(r) ‘4’, bortz ‘5’, sei ‘6’, zazpi ‘7’, zortzi ‘8’, (h)ogei ‘20’, lo que supondría, como es lógico, un nuevo argumento en favor de una relación —aún por determinar— entre el ibérico y el vasco.
En estas circunstancias, parece cada vez menos discutible que el ibérico es desde el punto de vista tipológico una lengua aglutinante o incorporante y no puede descartarse del todo que también sea ergativa.
Pero, por desgracia, casi todos estos avances no sobrepasan aún el carácter de hipótesis y como tal han de tratarse, y no nos permiten tampoco, por el momento, la comprensión de los textos, en especial de los más extensos. Todavía hoy la lengua de los íberos parece contemplarnos desde la misma gravedad, fría, hierática y misteriosa, que desprende la mirada de sus damas.