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Agosto de 1804: lee en exclusiva un extracto del primer capítulo de 'Últimos días en Trípoli'

¿Te imaginas descubrir la fascinante historia de una española olvidada en Trípoli en el siglo XIX? Pues prepárate para sumergirte en la lectura del extracto exclusivo del primer capítulo de 'Últimos días en Trípoli' de Mario Garcés, publicado por editorial Pinolia.

Agosto de 1804: lee en exclusiva un extracto del primer capítulo de 'Últimos días en Trípoli'

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Irene de Souza fue una mujer española que vivió una vida fascinante y poco conocida. En los albores del siglo XIX, los españoles que residían en Trípoli, en el norte de África, estaban en una situación difícil y en muchos casos olvidados por las autoridades españolas. En este contexto, Irene de Souza se convirtió en una figura clave que luchó por los derechos de sus compatriotas y se ganó el respeto y la admiración de muchos.

El libro 'Últimos días en Trípoli', de Mario Garcés y publicado por editorial Pinolia, es una obra que arroja luz sobre la historia de Irene de Souza y los españoles olvidados en Trípoli en el siglo XIX. En esta obra, Garcés nos lleva a través de una narración vívida y emocionante que nos permite conocer de cerca la vida de Irene de Souza y de todos aquellos españoles.

En exclusiva, compartimos con los lectores un extracto del primer capítulo del libro:

Agosto de 1804

Concentró la mirada en la hoja de la navaja y pensó que sería la última luz que iluminaría sus ojos. En la oscuridad de la habitación dos ancianas se abalanzaron sobre la muchacha y la obligaron a tenderse en el jergón, mientras sus piernas se abrían como un compás. Las carcamales parecían momias haciendo presión sobre el cuerpo de la niña, que se rendía mansamente. Una de las viejas palpó la frente humedecida de Noha y sonrió con los molares ictéricos que le quedaban, sin perder de vista el filo del metal. La niña comenzó a gemir desde la garganta, conduciendo por la laringe toda la turba de recuerdos y terrores infantiles, como gatos hambrientos a la greña. Una náusea parecida a la vergüenza bullía entre la lengua y el paladar. La vieja, mientras tanto, ungía ritualmente una toalla en una palangana situada a su derecha, la misma sobre la que había escupido unos segundos antes su mal aliento de abuela desdentada. 

Noha tomó aire como quien tomaba vida y observó a Irene que era testigo de la ceremonia desde una esquina. En la penumbra aciaga, como una estatua, fingió un mohín de sonrisa corva con la que trataba de tranquilizar a su amiga, cuyo cuerpo temblaba como un tallo sobre el camastro. Los brazos y las piernas se tensaban como una fusta que golpeara a una bestia. Apenas podía reconocer los bultos confundibles en las sombras, como un coro expectante desprovisto de toda condición humana. 

Por un momento, el acero avanzó en vilo a través de la estancia, como una fuerza natural indomable. Cuando la cuchilla se detuvo a escasos centímetros de la muchacha, pudo comprobar que la mano erecta de la partera asía con determinación de morgue la empuñadura. Noha supo que en ese instante la suerte estaba echada. Úlceras de sangre se agolparon en sus sienes hasta enceguecer su vista. Cerrar los ojos era una forma de evasión, pero una forma vana. Un sabor amargo de muerte en vida inundó su boca, hasta que unos hilillos de bilis comenzaron a caer por los márgenes de las comisuras de su boca. 

El filo del cuchillo buscó la vía entre las dos piernas, mientras Noha solo podía pensar en morir. Un paño estampado en cuadros negros y blancos, que ocultaban manchas anteriores, rozaba sus nalgas, y un hedor sulfúrico de tenería de piel cubrió la atmósfera. Cuando el metal injurió la carne y comenzó a recortar los labios menores, una arcada sacudió a la niña que pensaba que la muerte no podía ser algo diferente a lo que estaba sufriendo. El alma de Noha vagaba ya sin rumbo en algún espacio irreconocible mientras sentía cómo el dolor ya era un huésped más de su cuerpo. Cerró los ojos para no sentir y para evitar recordar aquello en el futuro. La navaja se hundió, premiosamente, en los labios mayores, convertidos en carne viva como la cal. Carne viva que el tiempo cicatrizaría, como un gurruño que apenas se abriría. La sangre se deslizó hacia abajo, a través de los muslos, como un río de agua fétida. El fuego y la gangrena eran tan hondos que perdió la consciencia, como una libélula abatida por el calor del desierto. Y tardó en despertar. 

Cuando abrió los ojos, pensó que su cuerpo ya no le pertenecía, y que un peso ingrávido horadaba su interior. Se sintió ridícula, un animal dócil sin capacidad para rebelarse. Sus labios sajados exudaban una humedad inquietante, ni tan espesa como la sangre ni tan líquida como el agua misma. Una sustancia pegajosa, a medias entre la leche y la ceniza, laminaban la llaga. Tenía una consistencia grasa, como de estiércol pútrido, que actuaba como un calmante sobre la carne viva. Allí se concentraba ahora todo su ser, todo su pensamiento, era como un eje de gravedad que infestaba todos sus nervios hasta languidecer en la raíz misma de la herida. El escozor hurgaba sus entrañas y no había antiséptico que pudiera mitigar el dolor. 

Privada de toda energía, retuvo la mirada en Irene, solas en la habitación. Necesitaba calor para ahuyentar el aliento frío del miedo y de la muerte. Por un momento casi eterno, nadie habría sabido quién había caído presa de un espanto mayor. Los cuatro ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, aterrados como un absurdo. Repentinamente, un sollozo asomó en la boca de Irene, que se arrojó sobre la cabeza de Noha hasta cubrirla de besos. De buena gana, Noha habría decidido morir en ese instante eterno, pero ni siquiera el dolor le permitía acabar con su vida. La boca de Irene olía a resina, sabía a resina, sabía a miedo. Y así quiso descansar en sus brazos, sintiendo que la emergencia del suicidio iba desvaneciéndose. 

Instintivamente, Irene puso la mano en la frente de la niña, buscando pacificar el alma en pena de Noha que no levantaba la mirada del suelo. Noha pensaba que las manos en las frentes esconden en ocasiones remordimientos y que el contacto físico es una forma de purgarlos. A su conciencia de niña le llegaba la imagen de aquella misma noche en la que el dolor se había instalado en su cuerpo como un usufructuario sin deber alguno. Cierto era que la mano blanca de Irene tenía un efecto de bálsamo purificador, como una lluvia fina que pacificaba todos sus estremecimientos. Noha sentía como propio el pecado de la ablación, sentía que el universo en su conjunto la había traicionado y que la única forma de vencer la vergüenza misma era la contrición. No podía extraer de ella la confusión que habitaba entre sus dos piernas y que, a cada convulsión, le recordaba el lúgubre silbido de la muerte que había rechinado en aquella habitación. 

Irene mesó la mejilla negra de Noha y con suavidad alzó su rostro para que sus ojos se asomaran a sus cuencas y se midieran en contemplación mutua. Reconoció de inmediato la angustia del terror porque sabía que Noha solo buscaba su propia paz, la paz misma que le era negada y que le carcomía como una flecha envenenada. Únicamente, en el exterior, unos ladridos de una jauría sarnosa de perros y una pandilla de mozalbetes expresando su virilidad recién estrenada podían romper el ensalmo de la situación que habían creado las dos mujeres.

Noha sentía que todas las termitas de su cerebro se agolpaban contra su caverna interior, buscando una vía de escape. Pertenecía a la tradición, a su familia, al mundo como ella lo conocía, a las costumbres, y a la liturgia de la purificación. Como era así, el dolor tenía que ser una causa inmanente y necesaria, como lo fueron para su madre y sus abuelas. Circuncidada para diferenciarse de los hombres, para hacerlas limpias, como si a la docena de años una mujer no fuera limpia. La liturgia preparatoria de un matrimonio que no tardaría en llegar. Su madrina le había contado que los labios inferiores de las mujeres se hacían monstruosos cuando crecían y podían llegar a matar a un hombre si abrazaba con ellos su sexo. También la había sumido en el espanto de que, si la cabeza de un niño tocaba los labios durante el parto, el niño irremisiblemente moriría. 

Imagen: Wikicommons

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Y si todo eso era así, no había razón ni orden para contrariar la voluntad del profeta Mahoma, quien, cuando fue preguntado por Um Attiyah, le contestó «reduce pero no destruyas». Sin embargo, aquello que se redujo era como una honda arrojada a la oscuridad de su conciencia. Llevó las manos hacia los tímpanos para evitar escuchar sus propios vahídos como un animal desbocado en busca del matadero. La sangre se derramaba caliente y todo le recordaba el aliento fétido de la noche anterior. Noha había perdido la noción del tiempo, y dejaba que cuerpo y alma se estremecieran en los laberintos del recuerdo. 

En aquel momento, Irene sintió una ternura infinita, y se preguntó la razón. No era novedad en un país en el que la costumbre profanaba a las mujeres hasta injuriarlas en su más profunda intimidad, y en las que no cabía indulto ni rebelión so pena de ser una renegada entre los suyos. Y que la luz descarnada que entraba por la ventana no podía contener ya las celosías de sangre que se entrelazaban entre ambas. Extendió sus menudos brazos hacia Noha jadeando una sonrisa complaciente. Noha se fundió en esos brazos como un pájaro que alzaba por primera vez el vuelo. Presintió que algunos misterios de la vida le habían sido revelados en ese momento, muy a su pesar, pero faltaban por revelar muchos secretos más a partir de entonces. Apretó los dientes y pensó que no estaría sola. 

Una tenue brisa corrió por la habitación, como un pájaro buscando su libertad perdida. Ambas mujeres interrumpieron su respiración, porque habían llamado a la puerta. Noha se sobresaltó, Irene dudó. Se abrió la puerta despacio y entró la madre de Noha con una timidez reverencial. Hasta donde podía alcanzar la vista de Irene en la oscuridad, Noha era la viva imagen de su madre. La hija corrió hacia ella y la abrazó hasta agachar la testuz sobre sus caderas. Apretó los huesos con fuerza a riesgo de descoyuntarse, porque quería sentir la fuerza uterina de la sangre. Irene sintió que ese momento ya no le correspondía y aprovechó el flanco abierto de la puerta para recobrar la libertad de la luz. 

Al salir, Irene se detuvo repentinamente, como se detuvo en ese instante el tiempo. Una vieja de labios sanguíneos estaba recostada en el quicio izquierdo de la puerta del chamizo. Sus manos venosas y abultadas, en ramal añil como de cadáver a punto de embalsamar, cubrían lo que quedaba por ocultar del rostro velado por un pañuelo en la cabeza. A lo lejos, como una resonancia plenipotenciaria, el muecín desgranaba versículos del Corán, disolviendo los barruntos de la joven como gotas de lluvia ahogadas en el mar. Esas cavilaciones rebotaban como un eco interno, un reflejo en su cavidad de niña aterrada, que se enfrentaba por primera vez en su vida al horror. 

La anciana no se inmutó, inmóvil, con más arrugas y más pellejo flotante que los restos de un cadáver. La miró fijamente. Irene se abrió paso al costado de la centinela del portón, desafiando su mirada apergaminada de día de difuntos. Antes, la luz había cedido a la oscuridad, y la oscuridad, al espanto. Ahora, el horror descubierto vagaba en la espesura de las sombras, en un pozo sin fondo, en el interior de la casa donde todos los miedos eran posibles.

Recuperada la visión diurna, se dejó llevar inconscientemente por sus minúsculas piernas, que asomaban como estacas bajo la falda de tafetán blanco, a través de las calles de Trípoli. A pesar de su menudencia, la niña mostraba un cuerpo indómito de presentida mujer, vestida con un jubón de seda labrada, que se ajustaba como un guante a su cuerpo mínimo. Tras su levedad corporal, se escondía una agilidad extrema, que le permitía avanzar agitándose al paso como un rabo de lagartija. Corría como una centella culebreando entre una orografía difusa de humanidad variable. Sus ojos eran profundos e inabarcables, con toda la perplejidad natural que una niña podía tener. Sus pupilas transparentes absorbían impúdicamente la realidad. En sus rasgos no pulimentados de niña, la mirada de Irene atrapaba sin conmiseración y sin pretexto. 

Fue pasando revista a lo que había sido su vida exigua de diez años: las casas rústicas, las plazas, las cabañas con sus porquerizas y chiqueros, la escuela, el fuerte, las calles con techos abovedados, las mezquitas e iglesias, las palmeras engalladas y engastadas de dátiles, las acacias y los eucaliptos, los pírricos arriates y las siembras. Irene repicaba para sus adentros el nombre de todos esos lugares conocidos, mascullados entre sus molares de leche, que se cubrían de una arenisca que se filtraba en las encías. 

Irene tenía la impresión de que en Trípoli había una vida doble, la que transcurría puertas adentro, y la que andaba y desandaba por las calles. Pensaba además que la sequedad del desierto se apropiaba luctuosamente de cada habitante de la ciudad, quince mil almas en vilo, con la agilidad de un depredador nictálope. Sentía que su rostro, a pesar de su edad, se iba ajando repentinamente como una vitela, y que pesaba sobre ella una maldición milenaria que debía consistir en parasitar facciones mientras se dormía. Solo así podía llegar a entender la aridez de esos rostros macilentos y hieráticos que mascaban muecas a cada instante, como su propio rostro. 

Aquella mañana el calor era más ardiente de lo habitual, como si el suelo se hubiera abierto en vísperas del Día del Juicio Final, y todo el fuego infecto del infierno incendiara la ciudad. La silueta inconstante de Irene se recortaba sobre un fondo neblinoso como una hoguera informe que se desvanecía en el cielo límpido y teñido de azul cobalto de la ciudad, y reverberaba sobre la lámina de aguas de plata del puerto. Sobre su cabeza en movimiento centelleaba una irradiación del sol, como una lengua viva de fuego, mientras intentaba fijar la vista en algún lugar indefinido. 

Últimos días en Trípoli

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Una madera se desplomó desde lo alto de una cabaña. Irene recuperó súbitamente el sentido del presente imperfecto. A la izquierda quedaban ahora los canales del puerto, donde una barahúnda de niños chapoteaba mientras veían pasar gaviotas sobre sus cabezas. Trípoli era ese territorio que, a decir de sus habitantes, provocaba parálisis de los sentidos, un sopor extático que embotaba la capacidad de pensar. El mismo ensimismamiento que abrasaba a los que contemplaban la arquitectura bañada en el agua cenagosa del puerto y la zarabanda de aves en constante planeamiento sobre las dársenas.

Un calor húmedo de agonía comenzó a abatir a Irene, que no dejaba de observar el trasiego desdeñoso de los campesinos entre los campos de cereales. A esa hora de la mañana, las paredes de todas las construcciones de la medina aparecían enlucidas por un brillo incandescente. 

Por fin divisó el consulado, mientras recolocaba las mangas largas y estrechas de su pirro a lo largo de sus escuálidos brazos. Sonrió para sí misma y, con esa sonrisa, disolvió cualquier temor externo que su memoria reciente y su inconsciencia pasada pudieran haber formado.

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