El tesoro perdido más famoso del Salvaje Oeste
Estados Unidos es la tierra de los tesoros perdido enterrados de oro, plata y piedras preciosas, o cajones llenos de dólares producto de alguna fechoría. Pero de todos ellos, el más famoso y misterioso es el de Beale.

En la primavera de 1885 James B. Ward empezó a vender copias de un panfleto titulado Los Papeles de Beale. Ward no era el autor, sino que actuaba como el agente literario de alguien que prefería mantenerse en el anonimato.
Los Papeles de Beale contaban la historia de un tesoro escondido en las colinas de Virginia, en la costa este de EE UU. Las únicas pistas que podían seguirse para localizar semejante fortuna de oro eran tres cartas que un tal Thomas Jefferson Beale escribió a un tal Robert Morriss, a la par que tres mensajes cifrados que también reproducía ese folleto de 23 páginas. En las cartas, Beale contaba que en 1817, junto con otros 29 hombres, marchó al Oeste en una partida de caza. Mientras seguían la pista a una manada de búfalos al norte de Santa Fe, en Nuevo México, tuvieron la suerte de descubrir una veta de oro. Durante los 18 meses siguientes, y con la ayuda de una tribu local, los 30 hombres se dedicaron a minar el lugar, obteniendo una importante cantidad de oro y algo de plata. Entonces decidieron que debían trasladar su preciado tesoro en un lugar seguro y encomendaron a Beale que fuera a su tierra natal, Virginia, y le encontrara un buen escondite. Y los escondió a 6 kilómetros de la Taberna de Buford, hoy estaría en la ciudad de Montvale (Virginia), donde se supone estuvo hospedado durante un mes en 1819.

Una mina misteriosa
Beale regresó a la mina, donde sus amigos habían seguido trabajando y extrayendo más oro y plata. En 1821 un nuevo cargamento salió de la mina secreta para llegar al también secreto escondite. Esa vez Beale llevaba una misión adicional: por si sucedía algo, un accidente o lo que fuera, debía encontrar alguien de fiar a quien encomendar las últimas voluntades de los afortunados mineros en relación con el tesoro, valorado en 30 millones de dólares. En enero de 1822 Beale creyó encontrar a la persona adecuada: Robert Morriss, propietario del Hotel Washington en Lynchburg, Virginia. Antes de irse le confió una caja de hierro cerrada con llave que, según le dijo, "contenía papeles de un extremado valor e importancia". Cuando Beale llegó a San Louis le envió una carta a Morriss con unas instrucciones muy precisas: no debía abrir la caja hasta pasados diez años, siempre y cuando Beale ni nadie autorizado por él la reclamase antes. Y añadía: "Encontrará otros papeles que serán incomprensibles sin la ayuda de una clave. Esta clave la he dejado en manos de un amigo en esta localidad, sellada y dirigida a usted, y con instrucciones de que no se entregue hasta junio de 1832".
Beale nunca fue a recogerla y Morriss esperó la carta con la clave en vano. Sabiendo que sin ella seguramente no entendería nada, no abrió la caja hasta 1845. Allí, encontró tres cartas que detallaban toda la historia y tres páginas llenas de números separados por comas: los textos cifrados. Según explicaba, el primero decía donde estaba escondido el tesoro, el segundo detallaba el contenido y el tercero, la relación de los familiares que debían recibir su parte del tesoro. Morriss dedicó casi 20 años a intentar romper la clave... en vano.
Un año antes de su muerte, en 1862, Morriss decidió entregar su contenido al autor del folleto, que, además, revelaba que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos era la llave para descifrar la segunda carta. Bastaba con tomar la primera letra de la palabra correspondiente al número: así, la palabra 115 de la Declaración es “instituted”, luego hay que escoger la “i”.

Dos cartas indescifrables
Sin embargo, y hasta el día de hoy, las otras dos cartas permanecen sin descifrar. A pesar de ello muchos cazadores de tesoros siguen yendo detrás del tesoro, agujereando el suelo del condado de Bedford. En febrero de 1983 una mujer fue detenida por excavar en el cementerio de la iglesia de Mountain Veiw, pues creía que se encontraba allí. Incluso en 2001 aparecieron diversas informaciones de que alguien había roto el código y encontrado la cueva de Beale, pero sin rastro del tesoro. Una leyenda más a añadir a este improbable tesoro.
Hay grandes dudas sobre su autenticidad. Entre ellas, la existencia del propio Ward, del cual no se tiene ningún registro salvo por ser el propietario de una casa en Lynchburg donde una tal Sarah Morriss, que se piensa que era la mujer de Robert, murió a la edad de 77 años. Incluso se duda de la existencia del propio Beale, del que no hay mención alguna en ningún censo de la época. Por otro lado, resulta curioso que sea precisamente la carta menos comprometedora la única descifrada. ¿Cómo Morriss, Ward o quien fuera supo que había que utilizar la Declaración de Independencia y justamente de esa forma? También es incongruente que Beale cifrara la información en tres textos cuando, en esencia, se trata de un único mensaje. También aparecen anacronismos, como la palabra “stampede” (estampida), que no empezó a utilizarse hasta 1840.
Todo apunta a que se trata de una más de las historias -eso sí, más adornada-de tesoros escondidos que posee Estados Unidos, campeón mundial en este tipo de leyendas. De todos los estados California es el que se lleva la palma gracias a una peculiar enfermedad que recorrió el territorio, la fiebre del oro.
El verdadero El Zorro
Muchas de las fábulas de tesoros enterrados siguen el mismo guion que el de Beale: alguien encuentra una fortuna, la entierra en espera de ir a buscarla pero muere antes de hacerlo. Esta es la historia de quien se dice sirvió como inspiración –al menos en parte- para crear el personaje de El Zorro, Joaquín Murieta. Personaje trágico de la época dorada de California, la leyenda que se forjó a su alrededor cuenta que sufrió el racismo de un acta que obligaba a pagar más impuestos a los mineros de origen latinoamericano, la rabia por ver colgado a su hermano por un crimen que no había cometido y la desesperación de ver a su mujer violada y asesinada sin que la ley hiciera nada por capturar a los culpables. Entonces emuló a Juan Candelas y se echó al monte, formando la banda conocida como Los cinco Joaquines. Entre 1850 y 1853 fueron responsables del robo de 100 000 dólares en oro y del asesinato de 19 personas, casi todas mineros chinos. En mayo de 1853 se crearon los rangers de California con el objetivo de darles caza, a lo que se sumó una recompensa de 5000 dólares. No es de extrañar que con semejante motivación cayeran pronto. El 23 de julio, y tras el inevitable tiroteo, murieron dos mexicanos: Murieta y su lugarteniente Manuel García. Para probar que así fue los rangers cortaron la mano a García y la cabeza a Murieta, que enseñaron a todo el que quiso verla, previo pago de un dólar. El inevitable misterio comenzó cuando una mujer que dijo ser su hermana afirmó que aquella no era la cabeza de su hermano; le faltaba una cicatriz en su cara. Muchos acusaron a los rangers de matar a unos mexicanos cualesquiera para cobrar la recompensa. ¿Si no porque nunca llevaron la cabeza a las zonas mineras, donde hubiera sido fácil reconocerlo?

Joaquín Murieta
Con semejante vida el llamado Robin Hood de California tiene asociados cuatro tesoros escondidos. Uno es el de cierta carreta llena de oro que tuvieron que esconder en una vieja tumba del desierto Anza Borrego mientras eran acosados por los indios. Otro, un alijo de 175 000 dólares en Burney, California, y no muy lejos de la actual Autopista 299. Uno más de 200 000 dólares escondido en algún lugar entre Susanville y Freedonyer Pass, cerca de la Autopista 36 –será para que los cazatesoros puedan ir tranquilamente en coche y no tengan que andar mucho-. Y el último, 140 000 dólares en oro robados a la Wells Fargo y ocultos en un cañón del río Feather unos kilómetros al sur de la ciudad de Paradise, California.