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La verdadera historia de la condena de Galileo

La figura de Galileo está unida al telescopio, un instrumento que no inventó, y a una frase, ‘eppur si muove’, que nunca dijo. Su enfrentamiento con la Iglesia Católica ha pasado a la historia, aunque en este caso la realidad ha dejado paso a la leyenda.

La verdadera historia de la condena de Galileo (Miguel Angel Sabadell)

En julio de 1609 Galileo oyó hablar en Venecia de un invento holandés que servía para observar objetos lejanos. En solo 24 horas construyó uno y se lo enseñó al Senado veneciano, que respondió entusiasmado: le ofrecieron una plaza en la Universidad de Padua de por vida y un sueldo de 1000 florines anuales. Pero Galileo, hábil como pocos, volvió sus ojos a Florencia y le entregó el telescopio al Dux como regalo. En diciembre construyó uno de 20 aumentos que utilizó para observar el cielo, descubriendo los cuatro satélites mayores de Júpiter, la naturaleza rocosa de la Luna y una multitud de estrellas nunca vistas antes en el cielo. El libro donde describió sus observaciones, El mensajero sideral, fue un best-seller que llegó incluso hasta la lejana China.

Galileo vs Kepler

Pero en su lucha por la fama tenía un enemigo: Kepler. Era considerado el mejor astrónomo del mundo y eso Galileo no lo podía soportar. Kepler aderezaba sus escritos con cierto tufillo místico que sirvió de excusa para que Galileo lo criticara con socarronería. Kepler le escribió rogándole que no utilizara su habitual tono mordaz con él; Galileo no se dignó en contestar.

Kepler

Johannes Kepler

Pero el suceso más lamentable ocurrió con un telescopio. La crítica entusiasmada que hizo Kepler de El mensajero sideral contribuyó a que los científicos de entonces aceptaran el telescopio como lo que en realidad era y no como un instrumento que producía ilusiones ópticas. Kepler le pidió por favor que le enviara uno o al menos una lente de calidad, pues en Praga le era imposible conseguirla. Galileo ignoró su petición; quizá temía lo que pudiera hacer con un telescopio entre las manos un astrónomo del calibre de Kepler. Además, tenía un plan que le reclamaba toda su atención: entrar a formar parte de la corte de los Médici. Lo logró en 1610, cuando recibió la oferta de convertirse en maestro matemático de la Universidad de Pisa y filósofo y matemático del Gran Duque. Para rematar la faena, Galileo dedicó los cuatro satélites de Júpiter que había descubierto a los Médicis.

La fama cuesta

En los años siguientes se dedicó a perfeccionar y aplicar a distintas situaciones su método de investigar, que se convertiría en el método científico: plantear una hipótesis y comprobarla o refutarla con experimentos cuidadosos, como hizo con la flotabilidad de los objetos.

Galileo

Galileo

La fama que estaba alcanzando le engañó y cometió un error de cálculo: empezó a hablar públicamente en defensa del sistema copernicano, amparado en sus descubrimientos telescópicos; sobre todo, la existencia de las fases de Venus eran un golpe mortal al sistema geocéntrico. Y los enemigos, incluidos aquellos que le tenían envidia, empezaron a florecer.

En 1615, el poderoso cardenal Bellarmino convenció al papa Pablo V para que formara una comisión papal que decidiera si es herejía defender las tesis de Copérnico. El conjunto de los 11 expertos reunidos, teólogos sin conocimiento alguno de ciencia, acabó dictaminando que era una idea “formalmente herética”.

Roberto Francisco Rómulo Belarmino

Roberto Francisco Rómulo Belarmino

El 24 de febrero de 1616 Pablo V dio instrucciones a Bellarmino para que le dijera a Galileo que no debía sostener semejante idea herética. El 26 de febrero citó a Galileo y antes de entrar le dijo que aceptara todo lo que se dijera sin plantear objeciones. Galileo así lo hizo, pues en la misma sala donde se celebraba la audiencia se encontraban miembros de la Inquisición dispuestos a intervenir en cuanto el científico abriera la boca.

Se trataba de un procedimiento inusual y semejante admonición -¡sin penitencia!- estaba dirigida única y exclusivamente a Galileo. Y más sorprendente aún: que se la encargara a Bellarmino cuando debía hacerlo la Inquisición. Y en este punto surgieron los problemas. Alguien introdujo en el expediente de Galileo unas actas -sin firmar ni por el notario ni por los testigos- donde se obligaba a Galileo a no enseñar tal teoría. Y nada de este papel se supo hasta que 1633, cuando se incoó el segundo proceso contra Galileo tras la publicación del libro “Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo”, donde dos personajes Salvati y Simplicio, discutían las hipotesis de Copérnico y Ptolomeo.

Galileo_copernicano

El libro de la polémica

Galileo viajó con su manuscrito a Roma el 3 de mayo de 1630 con objeto de obtener el permiso necesario (y obligatorio) para publicarlo. Nada más llegar se lo presentó al nuevo Papa, Urbano VIII, que era un buen amigo suyo de sus tiempos de cardenal. Éste, además de pedirle que le cambiara el título, reiteró en lo mismo que su predecesor: que lo que exponía eran meras hipótesis. También le puso otra condición; que debía incluir al final su argumento más querido: la capacidad infinita de Dios para organizar el universo de la manera que quisiera. Galileo aceptó las condiciones de su amigo y pasó el manuscrito al censor, el dominico Niccolò Riccardi, que escribió a Galileo dándole luz verde. Ahora bien, pero debía incluirse un nuevo prólogo y un epílogo -enviado por el censor- en donde se decía lo señalado por el Papa; que el sistema copernicano era una mera hipótesis. En la carta Riccardi le decía: “puede modificar o embellecer la redacción, siempre que se mantenga lo sustancial”. Y eso hizo. El prólogo lo incluyó con un tipo de letra diferente y el epílogo lo puso en boca del personaje que defendía el sistema geocéntrico: Simplicio.

Telescopio de Galileo

El golpe de gracia de los jesuitas

Entonces comenzó el juego de los enemigos de Galileo, esencialmente jesuitas. Unos dijeron al Papa que era Simplicio porque algunos de los argumentos que allí se presentaban los había expuesto él. Y otros encontraron el acta falsificada donde se le prohibía enseñar. En un claro fraude procesal, se acusó formalmente a Galileo de herejía. ¡Por publicar un libro que había sido aprobado por el censor oficial y obtenido el imprimatur! El problema en este caso es que el cargo por herejía era tan grave como el de acusar por falsa herejía. Dicho de otro modo: o salía Galileo culpable o si no, lo eran quienes lo acusaron. Y eso no podía pasar. El resto es historia.

El Vaticano nunca ha admitido el fraude: en 1992 el Papa Juan Pablo II rehabilitó solemnemente a Galileo, pero el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe –el que después sería el Papa Benedicto XVI- dijo: "En la época de Galileo la Iglesia fue mucho más fiel a la razón que el propio Galileo; el proceso contra Galileo fue razonable y justo". Siguiendo este juego, la Iglesia y los historiadores confesionales se han esforzado en mantener y publicitar esta idea: Galileo no tenía pruebas contundentes y el Vaticano actuó de buena fe y con rigor intelectual. La primera parte es cierta; la segunda, no.

A pesar de las promesas de Urbano VIII, a Galileo nunca lo liberó. Y tras su muerte el 8 de enero de 1642, insinuó que no sería correcto erigirle un sepulcro: “Deberéis advertirle de que en el epitafio o inscripción no se lean palabras tales que puedan ofender la reputación de este tribunal”. Ante semejante carta el Gran Duque desistió en su empeño de inmortalizarlo. No pudo ser enterrado en la tumba familiar de la iglesia de la Santa Croce hasta el 12 de marzo de 1737. En su epitafio reza la frase que nunca dijo en el juicio: eppur si mouve.

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