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La vida en Atenas, la polis del saber

En su época dorada, Atenas se convirtió en una polis sin precedentes con una ajetreada vida social, importantes conexiones comerciales y un destino frecuente para extranjeros.

Llegando a Atenas por mar, el territorio de la polis ateniense comprendía toda la península del Ática, un área rural con muchas aldeas y algunos núcleos urbanos monumentales, como Eleusis o Braurón. Pero el centro político, religioso y económico era la ciudad llamada Athenai, Atenas. El centro del saber. Así era esta urbe en aquella época.

En la era de Pericles, el enorme desarrollo de la flota hizo que El Pireo, un promontorio asociado a tres puertos, se llenara de construcciones de uso militar y comercial. Tenía también un teatro, templos y un barrio residencial. La parte del Pireo estaba rodeada por una muralla, pero distaba unos 9 kilómetros del área urbana de Atenas, también amurallada. Para evitar que ambas zonas quedaran incomunicadas entre sí, si se producía un ataque por tierra, se construyó un doble muro recto que unía los dos recintos dejando una vía en medio. Se podían ver en esos puertos, fondeadas o en construcción, no solo trirremes –las naves de guerra veloces y de gran maniobrabilidad gracias a sus tres filas de remeros por cada lado–, sino un buen número de naves de carga y de embarcaciones menores.

El centro comercial de Atenas

El Pireo era por entonces el principal centro comercial del conjunto formado por el Mediterráneo y el mar Negro: allí llegaba grano y salazones de pescado; especias, perfumes y linos o sedas; mármoles y maderas. La demanda de todos esos productos por parte de los atenienses era por entonces muy elevada; a su vez, Atenas exportaba su excedente de aceite de oliva y su magnífica producción de cerámica pintada. Cambistas de moneda y gestores de operaciones crediticias atendían, en sus mesas, a los armadores y comerciantes.

Todas las polis tenían una plaza donde coincidían los ciudadanos en actos de participación colectiva y donde se instalaba un mercado; se denominaba ágora. La de Atenas en época clásica era muy grande. Estaba delimitada por mojones, que la identificaban como un espacio público vedado a las construcciones particulares y también a los ciudadanos que hubieran cometido un delito de impiedad, maltratado a sus padres, eludido el alistamiento o mostrado cobardía en el campo de batalla. En sentido longitudinal, la atravesaba una vía cuyo tramo más próximo a la muralla servía para celebrar las competiciones deportivas a pie y a caballo. Junto a ella se levantaba, entre otros, un altar dedicado a los doce dioses principales (Zeus, Poseidón, Apolo, Ares, Hermes, Hefesto, Hera, Atenea, Artemisa, Afrodita, Deméter y Hestia), así como el monumento a los Tiranicidas, considerado un símbolo de la democracia.

Un ágora muy especial

El ágora ateniense estaba rodeada de templos y construcciones de uso civil, entre ellas una fuente de nueve caños que recogía las aguas de un manantial sagrado. En verano le daban sombra unos enormes plátanos, con sus ramas entrelazadas formando una cubierta. Allí se instalaban los vendedores, y también se podía ver a oradores dirigiéndose a quienes tuvieran a bien escucharlos. Sin embargo, no se podían reunir en el ágora, pues las asambleas, de un mínimo de 6.000 ciudadanos –necesarios para el quorum en el caso de los asuntos más graves–, no cabían en ese lugar. Lo hacían por ello en la colina de Pnix, que estaba muy cerca, junto a la del Areópago. En la fiesta anual de las Panateneas, una solemne procesión recorría el ágora en dirección a la Acrópolis para cumplir con el ritual debido a la diosa tutelar de la ciudad. Participaban en ella los jóvenes a caballo y las muchachas a pie, tal y como se representa en los frisos del Partenón.

La vida en Atenas, la polis del saber

La inspiradora acrópolis

La mayor parte de las polis disponían de una acrópolis. Se trataba de un espacio elevado, con buenas defensas naturales que se podían reforzar con amurallamiento. Servía para refugiarse en caso de peligro, con todo lo valioso que se pudiera acarrear; y también albergaba un recinto sagrado, sede de la divinidad políada –es decir, protectora de la ciudad– cuya imagen se encontraba en un santuario. Desde tiempo inmemorial, la Acrópolis ateniense había albergado el templo de Atenea, sustituido por el Partenón tras ser destruido por los persas junto con las demás construcciones. Quedó entonces la colina restringida a usos religiosos. Se construyó una puerta monumental, los Propíleos, que tenía al lado el pequeño templo de Atenea Niké: la victoria sobre los persas personificada, pero sin alas para que no pudiera abandonar nunca la ciudad. Al atravesarla, se accedía a una gran explanada llena de ofrendas sobre las que se erguía la enorme estatua de bronce de la diosa Atenea armada como un hoplita: era la Promacos, la “defensora”. 

Un poco más adelante, en el interior del Partenón se encontraba otra imagen de ella, también creada por el escultor Fidias y más impactante, si cabe, porque estaba recubierta de placas de marfil y de oro. Cubría su cabeza con un casco ornamental, tenía el escudo a su izquierda apoyado en el suelo, y a su derecha, en lugar de empuñar la lanza, sujetaba una imagen de la Victoria: era la diosa como Partenos (“doncella”). La otra construcción importante de ese recinto, el Erecteión, estaba dedicada a un culto local muy antiguo. Uno de los costados de la Acrópolis sirvió para construir un teatro con gradas de madera, que fue sustituido más tarde por el de piedra. Allí se representaron las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides y las comedias de Aristófanes y Menandro.

Punto de referencia

Una vez dentro del área urbana amurallada, la orientación general era fácil en Atenas, porque la Acrópolis, coronada por el Partenón, resultaba visible desde todos los puntos, ninguno de los cuales distaba más de dos kilómetros de ella. Las principales vías conducían a una de las puertas de la muralla o bien al ágora. Delimitaban barrios (demos), que tenían sus propios nombres; pero no así sus calles, por lo que había que recurrir a la descripción de los itinerarios por referencia a lo que se iba encontrando por el camino. Las capillitas en honor de los dioses y los héroes se contaban por docenas, y ninguna de ellas era igual a la otra; y también los hermas (bustos del dios Hermes sobre pilares que presentaban un falo en erección) se encontraban por doquier, en cruces de caminos y a la entrada de algunas casas, con pequeños rasgos diferenciadores. Muchos eran también los templos, los edificios públicos y las fuentes. Las pequeñas tiendas y los talleres, agrupados por especialidades, servían igualmente como indicadores. Mucho antes de llegar a esa “plaza de los juegos, donde se encuentra la mesa de jugar y donde las ocupaciones habituales son los dados y las peleas de gallos” (Esquines, Contra Timarco, 53), se escuchaba un enorme griterío de diversión y apuestas.

El gallo era símbolo de virilidad, por ejemplo la que debía manifestar el soldado (todos los ciudadanos y una parte de los metecos –griegos de otras polis– entre los 18 y los 60 años) luchando hasta la muerte. Por eso algunos de ellos lo llevaban pintado en su escudo y era el regalo que hacía el amante (erastés) a su adolescente amado (eromenos) en las relaciones pederásticas. Todos los varones disfrutaban con las peleas de gallos; lo mismo que de una especie de chaquete, que se jugaba con dados y también atraía la atención de muchos curiosos.

Al ponerse el sol cesaban todas las actividades del exterior, ya que las calles, carentes de alumbrado, se volvían inseguras. Aprovechaban entonces los ladrones para robar los mantos de lana, el calzado y cualquier pertenencia que llevara encima el viandante ocasional. Bien avanzada la noche regresaban a sus casas quienes habían pasado horas en las tabernas y en los prostíbulos; y también los asistentes a los simposios, que, tras haber consumido durante horas vino mezclado con agua, procuraban despejarse al fresco. La cerámica ática los representa, todavía coronados de hiedra, como parejas pederásticas, o bien en compañía de alguna mujer de las que solían animar tales eventos.

Pero también se solían encontrar dos tipos de cortejos a la luz de las antorchas y con participación de músicos: el nupcial y el funerario. El primero era la conducción de la novia por parte del novio en un carro tirado por mulas desde la casa paterna, donde se la habían entregado formalmente, hasta la casa del novio; la pareja era acompañada en ese trayecto por familiares y amigos de ambos sexos en actitud festiva. Un cortejo similar, también con participación femenina pero con manifestaciones de duelo, conducía antes de romper el alba a los difuntos desde su casa, en la que había tenido lugar el velatorio, hasta el lugar de su sepultura.

La hospitalidad ateniense

Por otro lado, Atenas era una ciudad llena de extranjeros. Quienes estaban de paso por la ciudad dependían de familiares o amigos no solo para alojarse sino para cualquier relación con las instituciones. Como no existían documentos de identificación personal, necesitaban a algún ciudadano que diera fe, por ejemplo, de que no eran esclavos. De ahí la importancia que tenía la relación de hospitalidad, un vínculo recíproco similar al familiar que se transmitía de padres a hijos y que estaba protegido por el propio Zeus. Solo cuando iban en misión de embajada eran acogidos por la propia ciudad.

Los habitantes de condición libre llegaron a formar dos colectivos igualmente numerosos (entre 20.000 y 40.000 varones adultos) en la Atenas de Pericles, cuyo desarrollo económico atrajo a muchos griegos procedentes de otras polis. Estos últimos eran los metecos, a quienes se permitía ejercer las más variadas actividades lucrativas. No podían, sin embargo, ser propietarios de suelo ni urbano ni rústico y debían pagar un impuesto especial; también se les requerían algunas prestaciones militares. Por otro lado, necesitaban que un determinado ciudadano ateniense fuera su representante ante la comunidad. Tal condición era hereditaria, pudiendo obtener la ciudadanía como recompensa por méritos especiales.

La comunidad política

Las principales ocupaciones de los ciudadanos eran la guerra y las tareas públicas. Este colectivo representaba a los únicos miembros de la comunidad política que desempeñaban en ella su propio rol de género: el del ciudadano-soldado, característico de las polis porque no tenían ejércitos profesionales. Debían alistarse todos ellos como soldados hoplitas o como remeros de la gran flota ateniense que controlaba el Egeo en pie de guerra. Ello se veía como un derecho y como un deber, lo mismo que la asistencia a la asamblea soberana, la participación como jurados en los tribunales de justicia o el desempeño de magistraturas personales o colegiadas que, para mayor equidad y rotación, eran anuales y se sorteaban (a excepción del generalato, electivo y prorrogable).

Todas esas actividades les absorbían mucho tiempo, pero los agricultores tenían esclavos y jornaleros que les ayudaban y las campañas militares no coincidían con el grueso de las tareas del campo. Además, tanto los remeros como los participantes en las tareas públicas recibían un modesto salario por día invertido.

La actividad política de los ciudadanos se veía como una continuación de su actividad militar. Por eso no deberíamos extrañarnos de que no tuvieran cabida en ella las mujeres, cuyo rol de género consistía en administrar la hacienda y en reponer con la maternidad las bajas militares y generacionales. A finales del llamado Siglo de Pericles (V a.C.), cuando las largas guerras van acabando con la posición dominante de Atenas y con una buena parte de sus ciudadanos, comprometiendo así la pervivencia de las familias, el poeta cómico Aristófanes da la palabra a las mujeres para que reprochen a los varones no haber hecho bien su trabajo en la administración de la paz. En realidad, también ellas tenían una cierta condición de ciudadanas, porque solo como hijas de ciudadano podían engendrar hijos con derecho a la ciudadanía.

Esclavos de muchos tipos

En Atenas, el número de esclavos podría haber llegado a 300.000, contando mujeres y niños, aunque la gran mayoría trabajaba como mano de obra sin contexto familiar, en las minas de plata de Laurión y en grandes propiedades agrícolas. Los demás eran esclavos domésticos, a razón de uno o varios por patrimonio familiar, o bien propiedad del Estado, al servicio de los magistrados. Estos últimos, como los que regentaban talleres, vivían en sus propias casas con sus respectivas familias. Los esclavos podían ser vendidos, pero también podían comprar su libertad cuando se les permitía tener sus propios ahorros.

Un buen número de ellos, de ambos sexos, estaban integrados en las familias de sus dueños, donde recibían cobijo y sustento hasta el final de sus días. Así ocurría, por ejemplo, con las nodrizas y con los llamados pedagogos, que acompañaban a los menores fuera de casa y les enseñaban los rudimentos de letras y números; seguían a su servicio cuando ya eran mayores. La situación de los esclavos era, por tanto, muy variada. Había ciudadanos libres en peores condiciones económicas y sociales, y con peores expectativas, que algunos de ellos, por mucho que tuvieran libertad de movimientos. La esclavitud se consideraba algo económicamente imprescindible, y la condición del esclavo como una forma de mala suerte.

Los difuntos y las necrópolis

Como miembros de la familia y, en definitiva, de la comunidad, los difuntos seguían teniendo una cierta presencia en la sepultura: un lugar fronterizo donde se producía la comunicación del mundo de los vivos con el de los muertos. Allí se depositaba el cadáver cuando la familia optaba por la inhumación, o bien las cenizas en una urna, si se incineraba. Un monumento funerario en forma de estela, generalmente, y con una inscripción servía para recordar al difunto, a veces con una sentida dedicatoria.

Cuando se construyeron las murallas, la zona ocupada por los alfareros, en el noroeste, y llamada por ello Cerámico, quedó dividida en dos partes separadas por la puerta del Dipilón. Intramuros estaban los talleres, mientras que la parte próxima al río Erídano, que sufría inundaciones, se utilizó como necrópolis, con pequeños recintos rodeados por muretes que iban recibiendo a los difuntos de una misma familia. Al estar prohibidos los enterramientos en el interior de las murallas, sirvieron para ese fin otros espacios situados a lo largo de las demás vías de acceso. Los espacios funerarios estaban, por tanto, integrados en la vida cotidiana del viandante (las mujeres eran las encargadas de realizar los rituales debidos). En los monumentos más ricos se representaba al difunto o la difunta en relieve; pero no como un retrato, sino bajo una imagen convencional idealizada y con rasgos favorecedores: el hoplita, el jinete, la madre, el ciudadano maduro o la joven en edad núbil. 

Así era Atenas, la ciudad del pensamiento.

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