La filosofía helenística: cuatro posturas en el camino a la felicidad
Cínicos, estoicos, epicúreos y escépticos tenían más en común de lo que parece: sus doctrinas perseguían la satisfacción vital.

La filosofía helenística (y romana, habría que añadir, dado que la conocemos a través de autores romanos o que habitan en el universo del final de la República y del Imperio) abarca un período muy amplio de la historia de la filosofía antigua. Esta abarca desde el siglo IV a.C. hasta bien entrada la época imperial (siglo II), más de quinientos años en los que el mundo cambió de manera radical en multitud de aspectos. Desde el punto de vista filosófico, es una etapa muy rica en debates y discusiones entre los miembros de las distintas corrientes e incluso entre aquellos que pertenecen a una misma escuela.
En este momento, la reflexión filosófica concebirá como una guía que permite al ser humano desarrollar una vida buena por lo que, tanto las cuestiones físicas como las lógicas y, por supuesto, las éticas, tendrán un objetivo básico común: alcanzar una forma de vivir acorde con la naturaleza.
Aunque el número y la heterogeneidad de los autores del período helenístico y romano son inmensos, podemos destacar cuatro corrientes fundamentales: la cínica, la estoica, la epicúrea y la escéptica.
Los filósofos cínicos, una vida ajena a convenciones sociales,
Si bien puede considerarse a Antístenes el fundador del cinismo, fue Diógenes de Sínope quien ofreció el ejemplo paradigmático del filósofo cínico. Su estilo de vida era tan radicalmente heterodoxo que durante muchos siglos se le consideró la imagen del sabio que se desentendía de las convenciones sociales. Para él, las necesidades del ser humano no son distintas de las que poseen los animales y consisten en satisfacer nuestros instintos más primarios.
El filósofo peripatético Teofrasto, nos cuenta que una rata que iba de un lado a otro de la calle sin saber qué hacer ofreció a Diógenes la clave de la resolución de los problemas humanos: la vida feliz consiste en una vida despreocupada, sin metas y sin ambiciones. Diógenes vivía en la calle, se alimentaba de lo que encontraba o de aquello que la gente le daba; allí conversaba y satisfacía todas sus necesidades, incluso las que se referían a Afrodita. Diógenes Laercio nos cuenta que se masturbaba en público y, cuando terminaba, decía: “¡Ojalá se calmara el hambre también con frotarse la barriga!”. Dormía en una tinaja; muy cercano a ella debía de estar tomando el sol cuando el mismísimo Alejandro Magno se acercó a él y le dijo: “Pídeme lo que quieras”, a lo que Diógenes contestó: “No me hagas sombra”.

Sócrates y sus discípulos
Las anécdotas sobre la vida de Diógenes, muchas de ellas probablemente falsas, circularon a lo largo y ancho de la Antigüedad dibujando esta imagen inconformista y poco convencional. Detrás de todas ellas encontramos, sin embargo, una actitud filosófica muy potente que realiza una despiadada crítica a muchas tesis de Platón, con quien quiso competir en la Atenas de su época, y que promueve una actitud dominada siempre por la sencillez como base para el desarrollo de un comportamiento honesto, autárquico e indiferente ante los avatares de la existencia. De ahí que la vida que Diógenes nos ofrece sustituya de manera muy elocuente cualquier tratado filosófico.
El discípulo de Diógenes más famoso fue Crates, quien, siguiendo la senda que había iniciado su maestro, despreció las riquezas y la fama . Con su esposa, la filósofa Hiparquia, practicó el estilo de vida cínico, ajeno a las convenciones. De origen acomodado, vendió parte de su patrimonio y distribuyó las ganancias entre sus conciudadanos. El resto se lo entregó a un banquero con la orden de dárselo a sus hijos en el caso de que decidieran llevar una vida convencional y de distribuirlo entre el pueblo si se convertían en filósofos. La acogida del cinismo fue haciéndose cada vez más difícil. En Atenas, Diógenes fue honrado con una estatua tras su muerte, pero para los romanos, más austeros en lo moral, el estilo de vida cínico fue considerado disruptivo socialmente y desvergonzado.
La libertad como aceptación del destino: el estoicismo
El fundador de esta corriente, Zenón de Citio, fue discípulo de Crates, si bien mostró desde el principio un carácter mucho más comedido y convencional. Sabemos que impartía lecciones mientras deambulaba por el bellísimo pórtico de Pisianacte, decorado entonces con las pinturas de Polignoto. Allí fueron reuniéndose para escucharle muchos interesados en la filosofía a los que se les empezó a llamar zenónicos, y a su doctrina, la de la stoa, término que en griego se utilizaba para designar una galería con columnas. Este es el origen de la palabra estoico y de la que quizá fue la escuela filosófica más exitosa de este período.
El estoicismo no fue solo una filosofía, sino un auténtico movimiento cultural que dominó el discurso retórico y literario durante más de cuatro siglos. Esta amplitud temporal dificulta la fijación de un conjunto de doctrinas estable por dos motivos: primero, porque el estoicismo influyó en muchas de las tesis que mantenían el resto de las escuelas de filosofía, que debatieron profundamente con sus postulados. Pero también debido a que el propio estoicismo nunca fue un conjunto de teorías filosóficas definitivas, sino que en la escuela existió desde el principio libertad en la reformulación de los principios del maestro. De ahí que mostrase siempre una importantísima capacidad de adaptación a los problemas de su tiempo, sobre todo en el ámbito romano, donde un estoico fue incluso emperador: Marco Aurelio.
Zenón defendió la existencia de dos principios, uno activo y otro pasivo. El primero, la razón divina o logos, es eterno y origen de todas las cosas; el segundo es la materia, sobre la que actúa el primero. Podría decirse que estos principios son dos caras de la misma moneda, pero el logos, el principio rector que los estoicos identifican con el fuego, posee una prioridad absoluta en esta filosofía. Para el estoico, la realidad está compuesta por cuerpos materiales y ordenada racionalmente. Quien se somete a este orden puede superar todas las dificultades que la vida le imponga.
Para ellos, todo ocurre por necesidad. Creían en el destino y en el papel de la mántica (magia, alquimia, astrología...) para desvelarlo. Este fue uno de los aspectos más polémicos de la escuela. Pero si se defiende que el principio que ordena todo es la razón y que la naturaleza es un entramado que funciona de acuerdo con ciertas reglas, resulta coherente afirmar que podemos desentrañar el futuro si descubrimos las claves de dicha racionalidad. La ciencia del Renacimiento tomará nota de esta idea.
Los estoicos creían también en la existencia de ciclos cósmicos que culminan en una suerte de conflagración universal. Esta trae consigo una purificación del mundo, que regenera todas las cosas. Esta idea se encuentra conectada con la idea de destino. El nuevo ciclo cósmico repetirá sustancialmente lo ya ocurrido en el ciclo anterior: volverá a existir Sócrates, Platón será su discípulo y Aristóteles el maestro de Alejandro. Estamos ante uno de los temas más discutidos del pensamiento estoico, pues parece llevar a lo que se denominó el “argumento perezoso”: si estoy enfermo, ¿para qué llamar al médico? Si todo está predeterminado, moriré lo llame o no. Ya Aristóteles había criticado otras derivadas del argumento en el plano moral: ¿para qué discutir sobre cualquier asunto que afecte a la comunidad, si al final ocurrirá lo que tenga que ocurrir?

En la ética estoica, una idea fue abriéndose paso progresivamente: la de la libertad. Ahora bien, para los seguidores de esta escuela, la libertad no consistía en satisfacer los propios deseos a medida que estos iban surgiendo o en ejercer un derecho fundamental, como nosotros la entendemos hoy. Para ser libre, el estoico debe comprender, vivir y aceptar la legalidad de la naturaleza con todas sus consecuencias. Solo así puede alcanzarse el supremo bien del ser humano, que no es otro que un comportamiento íntegro desde un punto de vista moral. Quien consigue este objetivo ha alcanzado la sabiduría y, por tanto, la felicidad, la cual se mantendrá tanto en los momentos dichosos como en los más desgraciados.
La filosofía de Epicuro, el placer de la amistad
La escuela fundada por Epicuro de Samos contó igualmente con muchos seguidores. Las doctrinas de este prolífico autor diseñaban un mundo compuesto de átomos y vacío que retomaba las teorías de Demócrito, en las que introdujo algunas modificaciones al objeto de hacer frente a las críticas que sobre ellas habían vertido Platón y Aristóteles. Epicuro fundó su escuela en las afueras de Atenas, en una casa con un gran huerto donde se reunía con sus discípulos, a los que, por este motivo, se les denominó “filósofos del Jardín”. Pero el Jardín puede ser entendido como una metáfora de la vida epicúrea, que transcurre en pequeñas comunidades donde se disfruta de los placeres del alma y, entre todos ellos, el de la amistad.
La ética epicúrea es hedonista, y por hedonismo hemos de entender una doctrina que considera que el placer es el fundamento y culminación de la vida feliz. Por tanto, conseguir el placer y evitar su contrario, el dolor, debe ser la guía de nuestra conducta. El hedonismo de Epicuro siempre estuvo atento a lo que los griegos denominaban phrónesis, esa virtud que nos permite realizar un cálculo de los placeres teniendo en cuenta el objetivo de la imperturbabilidad, de la ataraxia. Los placeres pueden ser de tres tipos:
- No naturales. Aquellos que pueden ser después origen de grandes dolores, como por ejemplo el lujo, las riquezas o el alcohol.
- Los naturales, que no son necesarios. Aquellos que producen un placer particular derivado de la naturaleza de cada uno, como jugar al baloncesto o leer un libro.
- Los naturales que además son necesarios. Beber cuando tenemos sed, comer cuando tenemos hambre, etc.
La imperturbabilidad y la tranquilidad de ánimo se conseguirán en la medida en que no abusemos de los primeros y potenciemos los segundos y, sobre todo, los terceros.
Epicuro distingue también entre placeres del cuerpo y del alma, que son distintos por el agregado de átomos que forma estos dos entes. Los placeres del alma, como el disfrute de la amistad, son los únicos naturales y necesarios y, por tanto, siempre superiores a los placeres del cuerpo.
Para salvaguardar su ánimo imperturbable, el epicúreo evitará todo aquello que sea arriesgado. En realidad, su filosofía enseña a desprenderse de todo lo que no es natural y necesario. La máxima del epicúreo es láthe biosas, que en griego significa “vive ocultamente”. A él no le deben interesar ni la política ni los problemas de la comunidad.
Podría pensarse que estamos ante una filosofía con planteamientos egoístas, pero no es así. El epicúreo era altruista y, en tanto que valoraba la amistad por encima de todo, debía darse a los amigos. Diógenes Laercio nos dice que el sabio epicúreo “llegará a morir por el amigo, si es preciso” y Plutarco que el filósofo epicúreo “sufre por los amigos los mayores dolores”. Pero es cierto que, ya en la Antigüedad, el epicureísmo no tuvo muy buena prensa entre el resto de las escuelas filosóficas, una imagen negativa que se ha mantenido hace poco por varias causas: por un lado, se trataba de una escuela muy cerrada en sus posiciones, que discutía muy poco las propuestas del maestro, el cual llegó a ser considerado por sus seguidores como un dios. Por otro lado, la teoría de los placeres resulta fácil de tergiversar, convirtiendo a los epicúreos en adictos a las orgías y las bacanales. El hecho de que se replegaran en comunidades de vida pequeñas separadas de los círculos de poder –aunque no siempre fue así– no les hizo populares entre sus miembros. Todo ello contribuyó sin duda a esta mala prensa que el epicureísmo y el hedonismo han tenido.
En realidad, Epicuro propone algo similar a otras éticas griegas, como la aristotélica: la templanza y la moderación en el cálculo de los placeres. Hay una máxima epicúrea que afirma: “Si quieres hacer rico a Pitocles, no aumentes sus dineros; más bien, limita sus deseos”.
El estilo de vida escéptico, duda antes de juzgar
Al igual que el cinismo, el escepticismo no es propiamente una escuela, sino una actitud filosófica. En ocasiones esta actitud se introdujo en algunas escuelas, como la Academia platónica, en la que el filósofo Arcesilao (s. III a.C.) hizo una interpretación en términos escépticos de las enseñanzas del maestro, que continuó su discípulo Carnéades. Esta interpretación duró poco tiempo, dado que la actitud escéptica tendía a impedir la fijación de unas reglas de vida a las que atenerse. Sin embargo, muchos filósofos hicieron suyos algunos argumentos escépticos que suponían críticas y correcciones muy importantes a los postulados de las demás escuelas.
El problema para los escépticos es el del juicio precipitado. Al igual que los estoicos y los epicúreos, los escépticos –también llamados pirrónicos, por ser seguidores de Pirrón de Elis, filósofo que había acompañado a Alejandro Magno en su expedición hacia Oriente– consideraban que solo los conocimientos absolutamente seguros deben guiar nuestra conducta. Pero, a diferencia de aquellos, los escépticos consideran que este tipo de conocimientos es muy difícil, dado que no es posible establecer un criterio de verdad que los avale con carácter universal. El objetivo de Pirrón era la felicidad, y para su consecución consideraba necesario vivir tranquilamente, con serenidad, moderación, en paz con los demás y con uno mismo. Se dice que Pirrón afirmaba que daba igual estar vivo o muerto; alguien que le escuchaba preguntó: “¿Por qué entonces no haces nada por morirte?”. Y él respondió: “Porque no hay ninguna diferencia”. La felicidad se alcanza, de este modo, con la indiferencia total ante los avatares de la vida.
Para rebatir las tesis de los estoicos y los epicúreos, Enesidemo, un filósofo escéptico del siglo I a.C., formuló una serie de argumentos conocidos como tropos, que nos han sido transmitidos por Sexto Empírico. Los tropos defienden la idea de que ningún argumento es lo suficientemente fuerte como para evitar otros en contra. La función del tropo es, por tanto, la de sembrar lo que podríamos denominar una “duda razonable” que nos impediría realizar una afirmación tajante.
Tomemos como ejemplo el tropo llamado “según la diferencia entre los hombres”. Si alguien afirmase como verdad que un objeto es realmente blanco, dulce o frío porque así lo percibe, el escéptico comenzará a enumerar las diferencias existentes entre los seres humanos derivadas de la cultura, de su composición biológica, de su capacidad sensorial o valorativa para concluir que es imposible utilizar al ser humano como criterio de verdad. De esta manera, se afirma que ninguna posición es irrefutable y que obtener un saber seguro y definitivo es una tarea destinada al fracaso. Dicho de otra forma: que el dogmatismo siempre puede ser discutido.
Como consecuencia de esta forma de razonar, el escéptico ha de suspender el juicio (epoché, término de origen estoico) y, en su vida cotidiana, dado que no puede determinar qué opinión o tradición es mejor o peor, se conformará con vivir de acuerdo con las costumbres del lugar en el que habita. Solo así podrá obtener esa indiferencia que, según Pirrón, nos conduce a la felicidad.
Referencias:
- C. García Gual, M. J. Ímaz, La filosofía helenística (Síntesis, 2007).
- S. Mas Torres, Sabios y necios. Una aproximación a la filosofía helenística (Alianza, 2011).