Una hemorragia fue el “azote” de Atila
El rey de los hunos falleció en su noche de bodas, después de una hemorragia nasal.
Cuando León Magno fue nombrado Papa, un 29 de septiembre del año 440, no podía ni de lejos pensar lo que le tocaría vivir a lo largo de sus veintiún años de pontificado. Sería testigo de acontecimientos duros y relevantes para la historia de Europa, desde el saqueo de poblaciones por parte de los bárbaros hasta el exterminio de poblaciones completas, pasando por la caída del Imperio Romano.
Uno de los sucesos más importantes que le tocó vivir como protagonista sucedió el año 452. Hasta Roma llegaron noticias de que Atila, el temido rey de los hunos cabalgaba despacio pero a paso ininterrumpido hacia la capital del imperio dispuesto a modificar los renglones de la historia.

En aquellos momentos nadie, se atrevía a contrariarle lo más mínimo salvo el emperador Valentiniano III que, haciendo honor a su nombre, le había denegado la mano de su hermana Honoria. Bueno, el César romano y, también, el Sumo Pontífice.
Se cuenta que León Magno salió al encuentro de Atila en el puente del río Mincio, en la ciudad de Mantua. Allí, vestido de pontifical y escoltado por cardenales hizo tiempo entonando cánticos en latín. La escena debió impresionar sobremanera al “azote de Dios” ya que, al parecer, había tenido una visión en la que un Papa de naturaleza sobrehumana, con espalda en alto, le había conminado a obedecerle con absoluta sumisión. La imagen del sueño era similar a lo que divisó en lo alto del puente, sea como fuere el pontífice, tras el pago de un tributo, consiguió un tratado de paz y la retirada de los bárbaros.
El rey de los hunos
El legendario Atila era el rey de los hunos (hiong-un) una tribu nómada de origen asiático que había penetrado en Europa y se había extendido como un reguero de pólvora desde el Danubio hasta el mar Báltico.
Atila era un fervoroso guerrero que había heredado el trono en el 434 tras el fallecimiento de su padre y tras asesinar a su hermano Bleda algunos años después, con el que había compartido gobierno.
A comienzos del año 453, a orillas del río Tisza, Atila se desposó con Ildico, una mujer a la que las crónicas la describen de hechura rolliza y muy bella. El enlace se celebró por todo lo alto y la fiesta se prolongó hasta altas horas de la madrugada, en donde no faltaron litros y litros de alcohol. Finamente los recién casados se retiraron a sus aposentos para consumar la boda. Pero… Atila, en contra de todo pronóstico, nunca más volvió a despertarse.
Al parecer fue al día siguiente cuando sus soldados, extrañados de que todavía no se hubiera levantado, irrumpieron en su estancia y encontraron el cuerpo sin vida de su jefe, bajo un enorme charco de sangre. En uno de los rincones, visiblemente conmocionada, se encontraba Ildico. La joven esposa, todavía no había tenido tiempo de asimilar los acontecimientos.
Los soldados, siguiendo la tradición, le cortaron la cabellera y le provocaron varias incisiones con la punta de sus espadas en la cara. Tiraron de acero porque según la tradición: “Los reyes hunos jamás son llorados con lágrimas, sino con la sangre de sus guerreros”.
A renglón seguido lavaron el cadáver, lo depositaron en una tienda levantada con seda y durante una jornada cantaron sus hazañas. Al caer la tare colocaron el cuerpo sin vida en un sarcófago triple de oro, plata y hierro. El primer elemento simbolizaba el sol, el segundo la luna y el tercero la espada, con la que había dominado el mundo. Una metáfora con la que pretendían resaltar las victorias de aquel guerrero que lo había conquistado prácticamente todo.

Una hemorragia nasal
De esta forma aquel rey que se había distinguido en tantas guerras encontró la muerte en un estado de embriaguez a consecuencia de una enfermedad natural. Si tuviésemos que certificar la causa de la muerte tendríamos que barajar tres posibilidades.
Si hacemos caso al historiador romano Jordanes, que vivió en el siglo VI, y que tuvo, a su vez, acceso a los escritos de Prisco de Panio (410-472) durante la noche de bodas Atila sufrió una epixtasis, que es el nombre científico con el que se conoce a la hemorragia nasal, probablemente relacionada con alguna malformación vascular. Una abundante pérdida de sangre acompañada de un nivel de conciencia disminuido debido a la embriaguez enólica fueron la tormenta perfecta para acabar con su vida.
Otra posibilidad, nada desdeñable, es que la sangre pasase a la vía respiratoria y acabase en los pulmones, provocando una incorrecta ventilación pulmonar, con el cierre de los bronquios y la consiguiente parada cardiorespiratoria.
La tercera causa, pero no por ello más descabellada, pudo haber sido la presencia de varices a nivel del esófago, el conducto que conecta la boca con el esófago. Es una situación que observamos todavía a día de hoy en personas que sufren alcoholismo crónico, una situación que era bastante habitual entre los pueblos nómadas de aquella época.
En cualquier caso, Atila murió tal y como vivió, de una forma bárbara. Lo que no consiguió la espada lo hizo una hemorragia incoercible. A día de hoy todavía no ha sido posible encontrar su sepultura y su descubrimiento continúa siendo uno de los retos de la arqueología contemporánea.