La mayor falsificación de la historia de Europa
Es la mayor falsificación de la historia de Europa y con ella el papado pudo exigir su derecho a gobernar sobre Roma y los que serían llamados los Estados Pontificios, además de proclamar su superioridad ante la iglesia de Oriente.

Todo comenzó cuando el 12 de febrero de 1049 el hijo de un conde de Alsacia es elegido sumo pontífice y pastor supremo de la Iglesia, adoptando el nombre de León IX. En ese momento el nuevo Papa se enfrentaba a dos problemas que ya venían de largo. Por un lado, estaba el enfrentamiento secular entre el papado y el Sacro Imperio Romano Germánico. Hasta entonces muchos papas habían sido elegidos por reyes; de hecho, el propio León IX fue designado por Enrique III en un congreso de príncipes y obispos celebrado en Worms, a orillas del Rin. León IX no asumió el cargo hasta que fue refrendado por el pueblo y el clero romano, queriendo decir con ello que no se iba a considerar Papa hasta que fuera elegido por la propia Iglesia. Pero los emperadores siempre lo habían tenido claro: ellos eran la cabeza visible de la Iglesia y, por tanto, tenían más autoridad que el Papa, y en ese momento Enrique III era un encendido defensor de esta doctrina.
Con los años toda esta historia acabaría explotando en 1075 (se conocería como la 'querella de las investiduras'), cuando el Papa Gregorio VII emitió un Dictatus Papae donde afirmó la absoluta supremacía del Papa: él es quien nombra obispos, emperadores y príncipes. Además establecía el principio de la infalibilidad de la Iglesia -“no erró ni errará jamás”- e impuso el voto de castidad para los sacerdotes, que hasta entonces podían casarse.

Una pelea teológica: ¿es Jesús, Dios?
Si este era el frente de batalla por el poder político, León IX tenía otro frente, pero esta vez teológico: las tensiones con la Iglesia de Oriente y en particular con el patriarca de Constantinopla Miguel I Cerulario. Eran unas tensiones que también venían de largo, desde la caída del Imperio Romano, y se habían exacerbado por la controversia del filioque del Credo cristiano. Durante el III Concilio de Toledo, que comenzó el 7 de abril de 589, se produjeron dos acontecimientos muy significativos. Primero, asistimos a la conversión oficial de los visigodos al catolicismo, abandonando el arrianismo. De este modo los reyes visigodos se convertían en los protectores de la nueva religión oficial. En segundo lugar, asistimos a un cambio ínfimo, pero de importancia suprema, en el Credo, la profesión dogmática de fe de los cristianos: se añadió el término Filioque (‘y del Hijo’).
Hasta ese momento el Credo, definido después de arduos y extenuantes debates teológicos (y no tan teológicos) en los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), decía que el Espíritu Santo “procede del Padre”. Ahora, con la inserción del nuevo término, el Espíritu Santo pasaba a tener dos progenitores, pues “procede del Padre y del Hijo”. Aunque solo tuviera una palabra, este nuevo credo se mantuvo en un segundo plano hasta que en 1014 se incorporó a la liturgia de Roma, durante la coronación del emperador Enrique II. Entonces las desavenencias teológicas entre las dos iglesias se hicieron más patentes. Para los cristianos orientales el añadido era una barbaridad, que ya en 863 había provocado un pequeño y muy breve cisma (terminó en 867) alentado por el que era el patriarca de Constantinopla, Focio, hombre políticamente muy hábil y uno de los hombres más cultos de su tiempo. Había sido nombrado patriarca por el emperador bizantino Miguel III el Borracho porque el anterior, Ignacio, le había negado la comunión por estar amancebado con su nuera. Enfadado, desterró a Ignacio en 858 y nombró a Focio, que entonces era oficial mayor de su guardia.

La ruptura
A la Iglesia de Oriente esta inclusión del filioque era un dislate hasta el punto de decir que en Roma estaban enseñando una “fe absolutamente diferente”. Para Roma, el término era algo obvio pues reafirmaba la consustancialidad de Padre e Hijo y la de uno de sus dogmas más básicos, la Trinidad. Que la Iglesia de Oriente no lo aceptara suponía que negaban todo esto. Al final, esta controversia junto con la lucha por ser la suprema autoridad eclesiástica, provocaron el Cisma de Oriente de 1054, cuando papa y patriarca se excomulgaron mutuamente.
Así estaban las cosas cuando León IX se sentó en el sillón de Pedro. Y para esta lucha que le esperaba buscó entre su arsenal un arma que le sirviera. Y la encontró en un documento del emperador Constantino en el que concedía al Papa de entonces, Silvestre I y a sus sucesores poder, dignidad e insignias imperiales, además de la soberanía perpetua "sobre Roma, las provincias y las ciudades de toda Italia o de las provincias occidentales". También adjudicaba a Roma la primacía sobre el resto de los patriarcados: Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén.
Una falsificación y unos privilegios
En 1054 León IX envió una carta a su homólogo de Constantinopla citando profusamente este documento, quizá pensando que terminaría de una vez todas con la discusión. Craso error. A pesar de que no tuviera el efecto deseado, la Donación de Constantino sirvió muy bien a los fines de la Iglesia: mantuvo la libertad e independencia eclesiástica frente al poder civil, y le permitió defender su poder terrenal y temporal sobre Roma y aledaños. Y así hoy podemos disfrutar de ese pequeño país que es el Vaticano.
Sobre cuando se hizo la falsificación (ya se conocía y aceptaba hacia 850) y dónde (pudo ser en Roma o en la abadía de Saint-Denis, cerca de París) solo se puede especular. Y aunque al final se demostró su falsedad en el siglo XV, la Iglesia jamás renunció a los privilegios que consiguió gracias a ella.