Giorgio de Chirico: el gran descubrimiento
¿Quién fue Giorgio de Chirico? ¿Por qué impactó tanto su obra en Magritte? ¿Qué es lo que le interesó de este artista?
1923. Dos amigos miran atentamente las hojas de la revista Les Feuilles libres (1918-1928). Se edita en Francia pero llega a Bélgica, donde se sitúa la acción. Ellos son Édouard Léon, Théodore Mesens y René Magritte. Se detienen en una página, sus miradas quedan imantadas por una imagen: La canción de amor (1914), de Giorgio de Chirico, que aparece reproducida en blanco y negro. Un silencio les envuelve y quedan atravesados por esa obra. Magritte no puede contener las lágrimas. Desde aquel momento ambos sufrirán una profunda conversión y a partir de entonces el artista belga abandonará los experimentos cubistas para encaminarse hacia un lenguaje propio. Este episodio es, como dice David Sylvester, una de las epifanías más conocidas de la historia del arte, aunque existe debate sobre la fecha y los detalles de la misma. Pero no nos quedemos con el vapor mágico de esta historia y desvelemos todos sus trucos. ¿Quién fue Giorgio de Chirico? ¿Por qué impactó tanto en Magritte aquella imagen? ¿Qué es lo que le interesó de este artista?
Revelación espiritual
Giorgio de Chirico fue un artista de ascendencia italiana nacido en Volos, Grecia, que agitó el panorama artístico europeo y sedujo a muchos miembros de la banda surrealista. Fue calificado por André Breton como «brújula del surrealismo» y de él había dicho que parecía encontrarse en lo alto de una torre indicando la dirección hacia la que el grupo debía avanzar. Como bien se sabe, el surrealismo fue un movimiento de vanguardia con numerosos referentes, pero la figura de De Chirico parece atraer una atención especial. Aunque colaboró con ellos, no se dejaría absorber por los que llamaría, posteriormente, «campeones de la imbecilidad moderna» y dejaría escrito que no habían entendido nada de sus pinturas. Estas disputas son quizá uno de los factores por los que el artista no es tan conocido por el público general. Sin duda, haberse erigido como director de orquesta del surrealismo habría ayudado a su fama. Sin embargo, gran parte del público general, cuando escucha su nombre, apenas encuentra imágenes en su mente a las que acudir para reconstruir su figura y tampoco conoce su vinculación con André Breton, Salvador Dalí o René Magritte, tres de sus grandes admiradores.
Para comprender el sentido profético que alcanza la obra de Giorgio de Chirico en la construcción de la mitología de los surrealistas, basta con leer la manera en la que relatan los encuentros con sus obras. Siempre de una forma casual, las pinturas de De Chirico aparecen ante sus ojos provocando una revelación espiritual que cambia el rumbo de sus vidas. Hemos comenzado este artículo con uno de estos relatos de conversión mística de Magritte a través de la visión de La canción de amor. Max Ernst también se sintió fascinado por la pintura de De Chirico al conocerla a través de la revista Valori Plastici. El poder magnético de las obras del pintor de Volos también actuaba en las calles de París: Yves Tanguy, en 1923, yendo en autobús, pasó por delante de una pintura de De Chirico que le cautivó de tal manera que decidió convertirse en pintor. Breton, también desde un autobús, vio por la ventanilla Le cerveau de l’enfant (1914) en el escaparate de la galería Paul Guillaume. Lo cuenta de esta manera: «un irresistible impulso me forzó a bajarme del bus y volver para observarla». Esta pintura le causó tal impacto que posteriormente decidió comprarla. Según el crítico de arte Ulf Linde, Breton llegó a decir que había sido la obra más importante del surrealismo porque había logrado provocar una metamorfosis mágica en Magritte, quien había dejado de ser un «mediocre cubista» y había pasado a ser el «surrealista Magritte». Le cerveau de l’enfant fue una obsesión no solo para Magritte, sino también para Dalí y Ernst, a los que hechizaba. Esta no fue la única obra de De Chirico adquirida por Breton. L’énigme d’une journée (1914) también estuvo colgada en la pared de su apartamento, y en torno a ella se reunían algunos miembros del grupo surrealista para entretenerse con los acertijos que les suscitaba.
No toda la producción de De Chirico fue objeto de veneración por parte del grupo de París. Como tomando aquellas tijeras de Dalí en la película de Hitchcock Recuerda (1945), los surrealistas recortaban de aquí y de allá las páginas de la historia del arte. Reunían así un collage de las obras en las que encontraban trazas de lo «maravilloso». De Chirico no fue una excepción, a pesar de ser un ídolo para ellos, también le cortaron la cabeza: tan solo se interesaron por ese periodo metafísico al que pertenecen todas sus obras antes citadas. Suscribían esas tajantes palabras de Raymond Queneau: «De Chirico tiene dos etapas: la primera y la mala». Hablaremos de esta segunda etapa de Giorgio de Chirico para verla a la luz de sus paralelismos con Magritte, pero comencemos con el periodo metafísico.
Arte metafísico
Giorgio de Chirico era un joven artista interesado por la filosofía de Nietzsche, Schopenhauer y Weininger; y la pintura de Böcklin y Klinger. Toda esa nebulosa de imágenes e ideas se fue destilando hasta llegar a sus lienzos de los años 10. El inicio mítico de esta etapa metafísica de De Chirico está marcado con el siguiente relato realizado por el propio artista de su visión de la plaza de Santa Croce en Florencia cuando se encontraba convaleciente, tras una dolorosa enfermedad intestinal: «El sol otoñal, cálido y fuerte, iluminaba la estatua y la fachada de la iglesia. Entonces tuve la extraña impresión de estar mirando esas cosas por primera vez». Las obras de plazas italianas que realizó en esos años fueron teorizadas en el marco de la scuola metafisica, que nace en 1917 a raíz del encuentro de un grupo de artistas italianos.
El contexto en el que surge el arte metafísico es el de los últimos años de la Primera Guerra Mundial. Precisamente la idea nace en un hospital de Ferrara, a las afueras de la ciudad. Allí encontramos a dos pacientes que aprovechan los permisos de los médicos para pintar. Son De Chirico y Carlo Carrà, quienes han sido llamados a filas, pero no han soportado el ambiente bélico y ahora reciben tratamiento para curarse de sus neurosis de guerra. Allí, entre camillas y suero, hablan acaloradamente de un nuevo arte. Corre el año 1917 cuando nace la scuola metafisica, una iniciativa que involucrará también a Alberto Savinio, Filippo de Pisis y Giorgio Morandi. De Chirico, que tenía un fuerte espíritu independiente y ninguna necesidad de aferrarse a un colectivo, no dudó en criticar duramente el libro Pittura metafisica publicado por su compañero Carrà en 1919. Este acontecimiento marcó la ruptura del grupo tan solo dos años después de su creación. A pesar del escaso tiempo de sintonía entre sus miembros, el arte metafísico tuvo una gran repercusión. La revista Valori Plastici (1918-1921) y las exposiciones itinerantes lo llevaron más allá de las fronteras italianas, y marcó a artistas tan dispares como Felice Casorati, Max Ernst, George Grosz y Salvador Dalí.
De Chirico definía el arte metafísico como una revelación a la que se accedía raramente en momentos de claridad. Era una sensación de extrañamiento en la percepción de los objetos cotidianos; la realidad se volvía incongruente y, sin embargo, demasiado coherente. Para crear esta atmósfera recurría a la yuxtaposición de objetos muy dispares (en Le chant d’amourse dan cita una cabeza de una escultura de Apolo, unos guantes de cirujano y una pelota). Estos encuentros extraños de objetos fueron sin duda una de las claves para entender la sorpresa que suscitó en Magritte esa obra, pero vayamos analizando los puntos comunes entre ambos artistas.
Mirada encarcelada
Como objetivo principal, De Chirico se propuso desvelar la poesía de los objetos y desencajar la lógica de una mirada domada por el sentido común. Aquí ya podemos intuir por qué Magritte se volvió un auténtico admirador de su obra. Él también pensaba que la pintura debía servir para romper los hábitos mentales y generar nuevas vías de pensamiento. Esta idea estará presente en toda su producción, en la que las imágenes crean un espacio en el que es posible que una puerta esté abierta y cerrada al mismo tiempo, o en el que no sepamos si detrás de una pintura se encuentra exactamente el mismo paisaje pintado en ella.
La influencia visual en las obras de Magritte es evidente durante los años 20, por ejemplo, en La traversée difficile (1926) o en Le groupe silencieux (1926), y seguirá presente de una manera velada a lo largo de toda su producción: las balaustradas, las ventanas, las pinturas dentro de las pinturas son motivos que se suelen vincular a De Chirico. Una de las influencias más importantes es la del encarcelamiento de la mirada para generar una sensación de cierta asfixia. En las obras del pintor de Volos, la mirada queda delimitada por paredes, arquerías o muros, un recurso también utilizado por Magritte, aunque de forma más sutil. De Chirico suele ocultarnos el horizonte con un muro tras el cual se intuye una locomotora. «Un objeto oculta otro objeto», sentenciaba el artista belga, y acto seguido pensamos en una de sus obras más conocidas: Le fils de l’homme (1964), una figura cuyo rostro se encuentra parcialmente cubierto por una manzana. En esta ocasión el ocultamiento se materializa, pero en otras obras no se evidencia, sino que es un concepto que subyace a ellas. La frase de Magritte «Esto no es una pipa» actúa como una barrera ante nuestra costumbre de generar equivalencia entre el objeto y su representación. Lo mismo sucede en las obras en las que los objetos aparecen etiquetados con otro nombre que no les corresponde. Al ocultar la definición de un objeto, al construir ese muro de letras entre el espectador y el objeto, Magritte nos alerta sobre nuestras rutinas de pensamiento y nos desvela la poesía.
Pero hubo algo más allá de los propios lienzos de De Chirico que despertó la curiosidad de Magritte: los títulos. El enigma del oráculo, El enigma de la hora, Misterio y melancolía de una calle. Son títulos atractivos que no se conforman en definir la imagen, sino que crean atmósfera y actúan como un enigma. Esta especial atención a los títulos también la percibimos en Magritte, pero este los utiliza de manera diferente. Para él sirven como una barrera protectora para evitar la fácil interpretación de las imágenes. Después de terminar sus lienzos, se reunía con sus amigos para escuchar sus propuestas y elegía el mejor título, aquel que generase una mayor distorsión poética. Tanto Magritte como De Chirico pretendían proteger sus obras de las interpretaciones erróneas. De Chirico se quejaba de que los surrealistas miraban sus pinturas como si fueran productos de un sueño y que las cubrían de un halo siniestro. Por su parte, Magritte sostenía que, para escapar del misterio presente en sus obras, el público trataba de buscarles una explicación. Rechazaba esa costumbre de convertirlas en simples jeroglíficos a descifrar e invitaba al espectador a aceptar el misterio que se hacía visible en ellas.
Bifurcación de caminos
Las obras metafísicas de Giorgio de Chirico no parecen el producto de una fantasía ni tampoco resultan volátiles o vaporosas, sino que son sólidas y matéricas, con contornos bien definidos. La técnica parece ceder el protagonismo a la poesía, se trata de hacer visible una idea de una forma certera, sin centrar el esfuerzo en la manera en la que está ejecutada. Esta es una de las claves por las que la etapa metafísica también interesó a los surrealistas, y Magritte sigue esta senda. Sus pinturas se presentan como imágenes en las que la pincelada es objetiva. Sin embargo, a partir de 1919 los caminos de De Chirico y Magritte se bifurcan. El primero empieza a sentir cada vez un mayor interés por encontrar «la divina pasta de los antiguos». En ese año se presenta como pictor classicus y se enorgullece de querer revivir la tradición. Su obra se había ido transformando, volviéndose más barroca, con un dinamismo y una profusión de elementos que provocaban el desagrado de los surrealistas. Los maniquíes, gladiadores, caballos y muebles habían ido llenando los espacios vacíos de sus obras. Esta nostálgica vuelta al pasado nada tiene que ver con las pinturas de Magritte, que continuarán la senda abierta por las primeras pintuas metafísicas. Ahora miremos inquisitivamente: sirven así bien unas explicaciones lógicas, afines sucesos con los que destacar los paralelismos en la trayectoria de Giorgio de Chirico y la de René Magritte.
A partir de los años 30 De Chirico comenzó a pintar obras muy semejantes a las de su época metafísica y escribió fechas falsas sobre ellas, datándolas intencionadamente en años anteriores. A día de hoy, algunas de ellas aún plantean problemas de datación a los expertos. Además, realizó series de obras como la de Ettore e Andromaca. Desde luego que el éxito de ventas de sus pinturas metafísicas tuvo mucho peso en esta estrategia autorreferencial, pero también se debe tener en cuenta que las vanguardias plantearon en diversas ocasiones las cuestiones del original y la copia, de la producción seriada y de la creación como generación de una idea y no de un objeto. Magritte, desde los años 30, coincidiendo con su apertura al mercado estadounidense y su vinculación con el galerista Alexander Iolas, realiza versiones de sus obras; una de ellas es La mémoire, que presenta una clara vinculación con Le chant d’amour. Por lo tanto, encontramos paralelismos entre las carreras de De Chirico y Magritte que alertaron a Van Hecke, uno de los marchantes de este último: «Lamentablemente, cada vez más, su caso se parece al de Chirico [...] estos últimos Magritte son aún peores. [...] ¡Qué tragedia, por el amor de Dios!». Desatendiendo las lamentaciones y críticas, Magritte continuó con sus variaciones y, al igual que De Chirico, construyó su propio lenguaje de una manera independiente, con un humor y un ingenio que muchos fueron incapaces de aceptar.
Volvamos al momento en el que Magritte se detiene ante la reproducción de Le chant d’amour. Esa atmósfera metafísica y la yuxtaposición de objetos dispares trazados con una línea muy definida atrajeron su mirada. Pero, como hemos visto, Magritte irá más allá de lo visual captando el aire de aquellas pinturas de la etapa metafísica y generando un lenguaje propio que tratará de hacer visible la poesía y el «misterio del mundo».
Las variaciones de Magritte
1936 es el año de la primera exposición de Magritte en Estados Unidos, en Nueva York. El galerista Julien Levy se sintió decepcionado cuando vio que las pinturas que el artista había presentado para la muestra eran, en realidad, versiones pequeñas de obras anteriores. Sin embargo, a Alexander Iolas, director de la Hugo Gallery de Nueva York, le gustó la idea y trató de potenciarla. Magritte conoce a Iolas en 1947 y se convertirá en uno de los marchantes más importantes de su carrera. Tenía una gran colección de arte que incluía obras de Cézanne, Renoir, Léger, Picasso, Ernst y có mo no, De Chirico, quien se encontraba entre sus amigos más cercanos. El periodo de máxima vinculación de Magritte con Iolas coincide con los años de proliferación de gouaches en los que versiona sus obras. Se empezará a referir a ellas como variaciones y se enfadará cuando las llamen réplicas. Para Magritte no eran meros retornos, sino que en cada una de ellas se corregían errores y se perfilaba la idea. Era la mejor manera de «precisar el misterio, de poseerlo mejor».
El asunto, como sucede en el caso de De Chirico, es más complejo que una simple estrategia de marketing, aunque desde luego los factores comerciales tuvieron un importante papel. Magritte no accedió a todas las peticiones de su galerista: rechazó hacer pinturas de gran formato y también se negó a adaptarse a la dinámica que exigía Iolas de exponer una vez al año, alegando que si tuviese que producir tantas obras trabajaría como un decorador y no como un artista. Y él sabía bien lo que significaba aquello, ya que había trabajado en una empresa de papeles pintados y había realizado varios encargos comerciales a lo largo de su vida. Hastiado, se referiría a la publicidad como idiotic work. Ejemplos de sus variaciones son la serie de obras L’empire des lumières, La voix des airs y Le modèle rouge. Es importante contextualizar la ejecución de dichas variaciones en la trayectoria del pintor belga.
En 1962 con ocasión de la retrospectiva de Magritte en Knokke se publica el panfleto anónimo Grande baisse, que ridiculiza el discurso de las variaciones. Magritte que, aunque tenía humor, no se rio con esta broma, escribió a su compañero Mariën convencido de que había sido el autor y su amistad se enfrió. Por otra parte, André Breton le mandó una carta felicitándole por aquel manifiesto, por aquella acción performática en la que parecía reírse del público y de los críticos. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que Magritte no había tenido nada que ver con aquel escrito y que, más que divertirle, le desagradaba. Pese a esta reacción, Magritte estaba muy interesado en la reproductividad de las imágenes, aunque desde una perspectiva que muchos no lograron comprender.
Jan Ceuleers considera creíbles las historias que cuentan que entre 1942 y 1946 Magritte realizó falsificaciones de Picasso, Braque, Ernst e, incluso De Chirico, siendo su amigo Mariën quien las introducía en el mercado. Años después, en 1950, aparece el catálogo de productos ofertados por una sociedad corporativa inventada. Entre los ingenieros técnicos que dirigen la accio ́n se encuentran Magritte y sus amigos Colinet, Mariën, Nougé y Scutenaire. El producto más caro que se oferta es una «máquina universal para hacer cuadros» con «un manejo muy simple, al alcance de todos, permite componer un número ilimitado de cuadros pensantes». Por otra parte, en 1966 se interesa por un procedimiento de copia: la kamagraphy, y es invitado a participar en un experimento en el que se realizarían copias de obras de arte mediante este proceso. Él mismo habla de que se involucró a Ernst y a De Chirico. Estos acontecimientos nos hacen pensar en el interés de Magritte por el cambio de estatus de la imagen que en esa época se estaba operando. Por ello, se le vinculó al arte pop, pero él sentenció: «[Los artistas pop] han llegado a la conclusión errónea de que deben mostrar la poesía del mundo de hoy en día. Ahí es donde reside el error. Quieren expresar el mundo de hoy en día, aunque está en un estado transitorio, es una moda; y la poesía no concierne a las cosas pasajeras. La poesía es el sentimiento de lo real, de lo que tiene de más permanente»
El mito del genio
Cuando Magritte llegó a París con su mujer Georgette, se instalaron en 1927 en Perreaux-sur-Marne. No encontraron piso en el centro y é l se negaba a alquilar un estudio, a diferencia de la mayoría de artistas. Prefería trabajar en el comedor, en la cocina o en alguna otra estancia de su casa. Mientras que los surrealistas franceses gustaban de escandalizar en cualquier oportunidad, Magritte prefería una vida estable y discreta en la esfera privada —sin olvidar las acciones que emprendió a lo largo de su trayectoria, como la pintura renoiresca y el Periodo «Vache», con el fin de desestabilizar un monolítico discurso sobre el arte en general y sobre su obra en particular.
El rechazo hacia ciertos gestos de algunos artistas surrealistas se evidencia en una anécdota parisina. Cuando, en 1928 Breton, por fin, mostró interés en el pintor y accedió a conocer a la pareja, se desató el escándalo. ¿El motivo? Un pequeño crucifijo que Georgette llevaba colgado al cuello y que desencadenó la ira del anticlerical papa del surrealismo. Magritte y Georgette salieron del apartamento de Breton inmediatamente y desde entonces, la relación con Breton siempre tuvo altibajos. El pintor belga se desmarcaba de aquellas actitudes grandilocuentes y ostentosas de las que hacían gala muchos artistas de vanguardia.
Pero hagamos entrar en escena a Giorgio de Chirico. Él insertaba su obra dentro de una genealogía de genios artistas y explotaba su carácter irónico y huraño. En ocasiones se le presenta como el creador de una nueva mitología enmarcada en la modernidad, iniciada a través de sus pinturas metafísicas. Desde luego, esta capacidad de crear universos míticos también la aplicó a su propia vida, haciendo continuas referencias al arte de Rafael, Tiziano, Rubens o Delacroix. Sin embargo, Magritte nunca quiso crear su imagen a partir de la figura del genio y, de hecho, a lo largo de su carrera se percibe una cierta ironía hacia esta construcción de la historia del arte. Son conocidas sus reticencias a ser llamado artista, por las connotaciones de la etiqueta. Trabajaba como cualquier otro pequeño burgués, con lienzos y pinceles en vez de con cheques o informes. Decía: «No soy un artista, soy un hombre que piensa».