Magritte y el arte del póster
Cuando la popularidad sale del ámbito profesional del arte para entrar en la sociedad como un producto masivo. Analizamos el fenómeno de los pósters de Magritte.
No es posible hacer un cálculo de cuántos pósters existen de El imperio de las luces ni de Los amantes ni, mucho menos, de El hijo del hombre, tres de las obras maestras de René Magritte. Esta contabilidad fantasiosa nos llevaría a un dato necesario para valorar a un artista: hasta qué punto lo ama el espectador, el visitante de los museos, el que no es un gran coleccionista ni un museo ni otro artista; hasta qué punto su popularidad sale del ámbito profesional del arte para entrar en la sociedad como un producto masivo.
Estamos acostumbrados a valorar, de forma bastante soberbia, a los artistas por las críticas que publican los expertos o por el nivel teórico, y desdeñamos ese fervor general que, para los artistas desde el siglo xx fue demasiadas veces un demérito. Hablamos de los millones de personas que compran las entradas de los museos, visitan las exposiciones y, al final, compran el catálogo, un lápiz, un paraguas estampado o, sobre todo, un póster. En ese territorio hay un ránking de artistas comandado probablemente por Van Gogh y el Bosco. Miles de estudiantes de todo el mundo tienen sobre su mesa El jardín de las delicias completo o en detalles fantásticos en esa búsqueda hipnótica de lo raro en el arte, de lo subjetivo y surreal, de lo que se remite a alguna parte oculta de nuestra psique. El viejo maestro va seguido muy de cerca por el Guernica de Picasso, el omnipresente Beso de Gustav Klimt, Gaugin, algún Dalí y Ronda de noche de Rembrandt. Cambia por países, y en Italia serían Botticelli, Caravaggio, la Capilla Sixtina, Leonardo y Bernini; en Alemania tal vez entrase Kandinsky; en Austria, Nolde; en Inglaterra, Bacon; en EE. UU., Pollock y en México, sin duda, una de las reinas del póster artístico: Frida Kahlo, junto a Diego Rivera, otro inevitable.
Esta valoración se suele desechar porque los libros de Historia del Arte están pendientes de la opinión del experto, rara vez de la aprobación popular, que se considera accesoria; una línea dentro del libro que habla de los ensayos que un artista es capaz de provocar o capitalizar. Pero la realidad es que las colas en los museos motiva para realizar el esfuerzo que una gran exposición internacional cuesta, y al hacer balance el museo presenta el número de visitantes —no de críticas—, en medios especializados.
René Magritte es uno de los grandes campeones del movimiento de masas. Su obra, por alguna razón, nunca deja de estar ahí. No forma parte de los artistas exquisitos que solo la crítica conoce; si enseñamos sus imágenes en la calle todo el mundo reconocería las arriba citadas porque han pasado a formar parte del imaginario más amplio. Un artista formado en las vanguardias parisinas, especialmente en el cubismo y en todo lo que hablase de volumen, que irrumpe en 1923 y muere en 1967, es capaz de generar aún hoy una polémica en medios, tal y como ocurrió en septiembre de 2002. El escándalo fue imprevisto y saltó en la Pasarela Cibeles de Madrid, donde desfilaban las modelos vestidas por un joven David Delfín. Llevaban en su cabeza un saco y un rosario que se confundía con una soga. Era el auge de los talibanes, la idea de burka estaba ahí y, en un evidente fallo de previsión, el tejido hacía difícil la visión a las jóvenes. Los sectores más conservadores del país, antes de entender por qué las modelos llevaban el tosco saco y la soga, comenzaron una batalla mediática demoledora contra Delfín. La realidad es que la idea era una doble cita a la Historia del Arte; por una parte, al Luis Buñuel de Belle de Jour (1967), y por otra, a Magritte y la segunda versión de su cuadro Los amantes (1928). Cuando el malogrado diseñador quiso explicarlo en rueda de prensa ya era tarde. Las portadas llevaban, sin saberlo, un homenaje a Magritte que, gracias al escándalo, alcanzó una visibilidad internacional post mortem que hubiese encantado al pintor, como hubiese encantado a Michael Foucault.
Cuando el gran historiador de la filosofía escribió Esto no es una pipa: ensayo sobre Magritte en 1973 nada de esto había sucedido, claro, pero sigue ayudando a entender tanto al pintor como las razones de estos desarrollos que su pintura ha tenido después. Las obras en que se basa este ensayo van a la relación -contraste de imágenes y palabras en Magritte, el significado de la negación dentro del juego de negaciones. Que Los amantes, en un juego semiológico imprevisto, saltasen a ese otro terreno de juego acababa tanto la vuelta de tuerca surrealista como la idea circular de Foucault pero, sobre todo, volvía a impactar al lector de diarios, al espectador ocasional de museos que interiorizaba nuevamente a Magritte en un contexto de consumo diario.
Las auras perdidas
En otra paradoja pasamos de la idea de cultura popular o de masas a la denominada «alta cultura» para tratar un ensayo referencial: La obra de arte en la era de su reproductibilidad mecánica de Walter Benjamin, publicado en 1936. El filósofo de la escuela de Fráncfort que se suicidó en Port Bou en 1940 acosado por la Guardia Civil, que amenazaba con entregarlo a las SS, es un paso necesario en esta historia. Esta figura trágica dejó obras monumentales, pero tal vez el escrito que de manera más clara ha golpeado la teoría artística ha sido este que describía, grosso modo, cómo la reproducción fotográfica de las obras de arte hacía perder a estas su aura, un concepto que desde que se publicó fijó la idea de que el valor de culto es eliminado por el valor de exposición. En la disolución del valor de culto se pierde el aura, que es irrepetible y surge del origen religioso de la relación del hombre con la obra de arte. El valor de exhibición radica en la experiencia estética de la belleza que deriva del objeto artístico.
Esta unicidad de la obra de arte se habría ido diluyendo ya con el grabado y antes con las primitivas xilografías, pero habría sido la fotografía la que habría exterminado esa idea religiosa de lo aurático. Este desarrollo, que surge del materialismo, es especialmente oportuno en tiempos de consumo masivo y veloz de imágenes, y en esa difusión viajan los pósters de Magritte que llenan las habitaciones de amigos del arte.
Dentro de la contradicción que refleja siempre la obra del belga, esta relación de la gente con las obras de arte es interesante, y el hecho de la unicidad de sus pinturas genera una peregrinación casi religiosa para ver sus cuadros. La gran muestra del Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, como ocurre con todas sus grandes exposiciones, deja la imagen de colas multitudinarias para ver sus cuadros venidos de todas partes del mundo. El recorrido de estos espectadores es interesante. Van cuadro a cuadro interrogándose por el significado de la tela. El carácter arcano de estas pinturas mistéricas a veces es un atractivo fundamental por dos razones. Una de ellas es la belleza intrínseca del estilo.
Dentro del surrealismo se ha hablado de varias tendencias, desde la automática a desarrollos procesuales pausados que utilizan el realismo de las imágenes como estrategia. Esta última tendencia tiene dos campeones, Dalí y Magritte, quizá los más populares junto a Miró, que sería la antítesis formal de ambos. La realidad plasmada miméticamente por el catalán y el belga es un vínculo necesario con el gran público. Más allá del «método paranóico crítico» de Dalí, más allá del áspero mensaje de Magritte, más allá de la semiótica y de los estudios visuales, el realismo es apreciado por el gran público por el vínculo comunicativo establecido. La abstracción suele dejar la más fría indiferencia en un determinado público que busca un arte narrativo del que nuestro hombre es el campeón.
Tras ese acercamiento al objeto aurático, casi religioso, el espectador se interroga en cuestiones psicoanalíticas porque su formación cultural le ha prevenido de que el surrealismo surge de esa exploración. Podríamos decir que Magritte fuerza al espectador más que otros a pensar en lo que ve, por lo que, pasado más de medio siglo de su desaparición, su obra sigue teniendo la fuerza de un mensaje corrosivo.
La segunda fase comienza en la tienda. El espectador quiere mantener vivo el recuerdo y, en un giro capitalista, adquiere la reproducción mecánica de la obra visitada. La posesión material de la reproducción rinde tributo a la memoria y llena un hueco haciendo presente la obra en el hogar de alguien. Bueno, no la obra: su reproducción, es decir, otra experiencia distinta de percepción y también de posesión.
Pasamos a 1965, dos años antes de morir Magritte, cuando el artista norteamericano Joseph Kosuth ejecuta One and Three Chairs (Una y tres sillas) que une una silla negra plegable con la fotografía de la misma silla y la definición en el diccionario de «silla». En la reflexión sobre la naturaleza del arte que lleva a cabo Kosuth el arte conceptual abre campos de pensamiento y práxis que tienen, necesariamente, una estación en Magritte, en Benjamin, en Foucault, en la fascinación por la idea de «realidad» y en la cada vez más frecuente multiplicidad del arte en la era de la reproducibilidad mecánica.
Magritte en la cultura popular
Pocas cosas más coherentes hay en la decisión de la Academia de Cine belga de llamar «Magritte» a sus premios en 2011. Aparte de los lazos en lo relativo a la imagen popular en la cultura de masas, más allá de la relación puntual con Buñuel en sus cuadros hay todo un top ten de sus imágenes en el cine, desde el padre Karras bajo la farola en El exorcista citando El imperio de la luz o el pobre actor involuntario de reality show llegando al fin de su mundo pintado del mismo cielo de Magritte en El show de Truman (1998), pasando por Moonlight (2016) y tantas otras citas más o menos encubiertas. Podríamos decir que el cine interioriza la idea de ficción y la crisis de la realidad en las obras de Magritte.
Los cuadros de Magritte gozan de una apreciación popular que no es necesariamente crítica y logran un éxito de masas vedado a casi todos los demás surrealistas. Si bien algunos alcanzan una cierta popularidad, como Delvaux, otros con mensajes tan contundentes como el belga quedan apartados del conocimiento masivo, como es el caso del canario Óscar Domínguez, pero es que hay un factor aparentemente superficial que es decisivo aquí: los cuadros de Magritte son bonitos, muy bonitos.
Las referencias eróticas de Dalí van desapareciendo con su éxito comercial, se van dulcificando para agradar. Magritte no tiene que cambiar, la belleza formal de sus obras sirve para un fin premeditado y corrosivo. En una de sus más célebres respuestas espetaba «También detesto las artes decorativas, el foclore, los anuncios, las voces comunicando anuncios, el aerodinamismo, los boy scouts, el olor a naftalina, los acontecimientos del momento y la gente borracha». Si seguimos estas palabras como programáticas encontramos el nihilismo fundacional contra el tiempo que le tocó vivir que está en el germen de las vanguardias históricas, mezclado con esa idea un tanto superficial de « épater le bourgeois» que subyace en tantas y tantas veladas surrealistas. Lo cierto es que, aburrido del éxito de su «pipa», cuestionaba la idea de base, la de representación, utilizando técnicas clásicas de la pintura, no renunciando a la tradición, lo que hizo sus cuadros aún más apreciados por la corrección formal de su ejecución.
En sus cargas de profundidad contra la mediocridad y el aburrimiento había una idea desacralizadora que vuelve a la idea de aura y la pregunta de dónde está el límite entre pintura e imagen. Hay en estas obras una intención también de restar solemnidad al arte, algo de lo que se abusa casi siempre y en todas sus fases. Quizá este hecho sea un fin accidental que se materializa en los paraguas estampados con El hijo del hombre en manos de un ejecutivo con bombín paseando en un día lluvioso por la City londinense. La multiplicación de sus imágenes en lápices, camisetas, pósters, postales, etc., es parte del desarrollo de su obra, un desarrollo no esperado que hace omnipresente su idea dándole un éxito post mortem arrollador. Cada exposición contribuye a multiplicar ese efecto y las redes sociales lo amplían en forma de memes y gifs. Las imágenes se transforman en iconos en la mentalidad popular y se instituyen en pilares de la iconografía contemporánea hasta el punto de que ese hombre que pasea con bombín hacia su trabajo, sin el paraguas y de espaldas, nos parece un Magritte.
Magritte no se parece a la realidad, la realidad se parece a Magritte.