Vampiros en el Sacro Imperio
En el Siglo de las Luces, la ciencia europea investigó casos reales de vampirismo dentro de sus fronteras.
Lord Ruthven, Carmilla y Drácula encarnan algunos de los vampiros literarios más significativos de los últimos dos siglos. Mito inmortal de la ficción, el vampiro desdibuja las fronteras entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo animalesco, entre lo ordenado y lo salvaje. Aunque hoy lo asociamos con el cine y lo romancesco, hubo un tiempo en el que los vampiros caminaron con paso firme sobre el territorio europeo.
Nos situamos en 1718. El sultán Ahmed Han, cabeza del Imperio Otomano, por un lado, y las potencias encabezadas por Carlos VI, emperador de los Habsburgo, y la República de Venecia, por otro, firman el tratado de Passarowitz con el que finaliza la guerra que ha enfrentado a oriente y occidente. Además de regular aspectos del comercio, la diplomacia y la religión, el tratado establece la cesión a Prusia de territorios de la Europa oriental como Valaquia y Serbia. Es en este contexto en el que se extiende por Europa una noticia sin precedentes: en las nuevas fronteras del imperio, los vampiros campan a sus anchas.
Como consecuencia de la firma de Passarowitz y de la anexión de nuevos territorios, las autoridades imperiales instalaron a oficiales y militares en los nuevos puestos de control creados para administrar las provincias orientales. Serán estos representantes del poder imperial los que denuncien los primeros casos de actividad vampírica. Entre ellos, se cuenta el documentado en 1725 por Frombald, responsable de un informe que recogía la denuncia de un caso de vampirismo interpuesta por los vecinos de Kisolova.
Los lugareños sostenían que Peter Plogojowitz había regresado de la muerte para estrangular a sus vecinos: en poco tiempo, consiguió acabar con la vida de nueve. Para evitar desgracias mayores, los habitantes de Kisolova solicitaron a las autoridades que interviniesen para poner fin a la actividad del cadáver redivivo. Frombald y las autoridades religiosas ortodoxas procedieron a desenterrar el cuerpo de Plogojowitz y descubrieron, con sorpresa, que el cadáver se mostraba incorrupto. Le habían crecido las uñas, la barba y los cabellos, y su boca aparecía manchada de sangre. Según las creencias populares, todos estos signos probaban la naturaleza vampírica del presunto no-muerto.
Enfebrecidas, las gentes exigieron que se destruyera de inmediato el monstruo siguiendo el proceso acostumbrado, esto es, atravesando el corazón con una estaca de madera y cremando el cuerpo. Fue así como procedieron las autoridades. Frombald recogió todos estos datos en su informe, parte del cual se publicó en el periódico vienés Wiener Diarium. La noticia, que se difundió a través de los medios escritos europeos, se convertió en uno de los temas predilectos de tertulias y disquisiciones.

LeFanu Carmilla
Algunos años más tarde, una nueva ola de vampirismo golpeó las regiones fronterizas del imperio, en este caso Medvegia, en Serbia. En 1731, los habitantes de la localidad denunciaron un reguero de extrañas muertes atribuidas a Arnold Paole, un vampiro. Aunque ya en 1727 el cadáver de Paole se había exhumado y quemado, el no-muerto, inexplicablemente, volvió a caminar sobre la tierra. Se afirmaba que había infectado la carne de varias reses, algo que terminó provocando una plaga que se extendió entre la población de la localidad. Carlos VI despachó varias comisiones de investigación para que verificaran los datos expuestos. Johann Friedrich Baumgarten, J. H. Siegel y Johannes Flückinger, todos ellos médicos militares, llevaron a cabo las autopsias de los cadáveres damnificados que confirmaban la realidad de los signos de aparente vampirismo. De nuevo, las observaciones se recogieron con escrúpulo científico en el denominado Visum et repertum, un informe minucioso sobre las evidencias de vampirismo en el caso e Medvegia.
Uno de los elementos de mayor interés de este nuevo caso reside en la dirección empírica que tomó la investigación. No solo se abrieron las tumbas de los acusados de ser vampiros, sino que también se examinaron los trece cadáveres allí sepultos, se describieron con detalle todas las características reveladoras de vampirismo y, posteriormente, se procedió a su inmediata destrucción. Los procedimientos que se pusieron en práctica en Medvegia presuponen la aceptación de la existencia real del vampirismo, algo que recibió las críticas de la generación siguiente de médicos e investigadores.
Tras la pérdida de los territorios serbios en 1739, las investigaciones de casos de vampirismo se trasladaron a otros territorios bajo el dominio del Imperio de los Haubsburgo. Entre 1754 y 1756, regiones como Hungría, Moravia y Valaquia se convirtieron en los nuevos contextos de vampirismo. Doctores del ejército como Georg Tallar y Gerard van Swieten condujeron las indagaciones, pero su objetivo cambió radicalmente respecto a oficiales anteriores como Frombald y Flückinger. Ahora se tenía como propósito suprimir lo que se consideraban supersticiones e ignorancia mediante el empirismo científico y el uso de la razón. Como consecuencia, la emperatriz María Teresa I de Austria acabó por prohibir el uso de medios populares contra el vampirismo como la decapitación o la quema de cadáveres.
El auge de la creencia del vampirismo en el Siglo de las Luces surgió como un fenómeno de frontera, nacido de la confluencia forzosa de dos realidades, el imperio y las comunidades tradicionales, que respondían a dos visiones del mundo radicalmente diferentes. El racionalismo iluminista imperial se opuso a la religión popular de los territorios de la Europa oriental, y las autoridades externas, radicadas ahora en las regiones fronterizas y percibidas como el poder extranjero que eran, a la concepción del mundo de la ciudadanía local. Empujadas por las circunstancias políticas a compartir territorio, a entenderse e interactuar, estas dos realidades encontraron en el vampirismo la externalización de ese choque cultural.