Movimientos antivacuna: el caso de la viruela
La progresiva difusión de las vacunas contra la viruela durante los siglos XVIII y XIX trajo consigo fuertes polémicas. Te contamos la historia de los primeros movimientos antivacuna.
Fue en el año 1796 que el escocés Edward Jenner hizo su descubrimiento. El médico comprobó que se podía inmunizar a un ser humano contra los efectos de la viruela si se le inoculaba material infectado procedente de las pústulas de vacas enfermas. Esta técnica de inmunización contaba ya con precedentes históricos en otros lugares como India, Turquía y China, y figuras británicas y norteamericanas como el puritano Cotton Mather (1663-1728) y la aristócrata Mary Montagu (1689-1762) ya habían abogado por los beneficios de la variolización. Sin embargo, habría que esperar a los estudios de Edward Jenner para que se popularizara la técnica en el occidente europeo.
El hallazgo de Jenner resultó revolucionario y polémico a partes iguales. Por un lado, buena parte de la opinión científica encumbró a Jenner como salvador de la humanidad, Napoleón abrazó la variolización para inmunizar a sus tropas y la Expedición Balmis llevó la vacuna a Centroamérica, Sudamérica, China y Filipinas. Por otro, amplios sectores de la sociedad se opusieron a recibir vacunas, algo que se ha repetido a lo largo de la historia de la vacunación. Durante el final del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la progresiva implementación del método de variolización trajo consigo dudas y rechazo entre la población. Las razones que se aducían para esta resistencia tenían un origen múltiple y variado. En la incipiente fase de regularización de las vacunas en las islas británicas, sectores de la población expresaron sus temores a que la fórmula inoculada, desarrollada a partir de experimentos con vacas, pudiesen transformarlos en híbridos mitad humanos y mitad vacunos. De hecho, el término vacuna deriva de vaca y de esos primeros experimentos decisivos de Jenner con las cabezas de ganado. Aunque la viruela era entonces un mal que segaba las vidas de miles de personas al año y desfiguraba el cuerpo de muchas otras, el miedo a los efectos secundarios de la inyección superaba con creces el temor que suscitaba la propia enfermedad.

Sátira antivacuna
Algunos médicos alimentaban muchos de estos temores. El galeno británico William Romley alertaba, en un texto publicado en 1805, del riesgo de que la prole de personas vacunadas pudiese desarrollar enfermedades propias de los animales. Otros consideraban que la vacunación contravenía los principios religiosos del cristianismo. Si Dios había creado al ser humano a su imagen y semejanza, se antojaba una blasfemia que ahora el ser humano se manchase con el material orgánico procedente de criaturas inferiores como las vacas.
Por otro lado, la variolización conllevaba riesgos y el paciente podía morir en el proceso. A partir de mediados del siglo XIX, prácticas más seguras, basadas en inyectar variantes debilitadas de las enfermedades contra las que se buscaba la inmunización, sustituyeron la técnica de variolización de Jenner, pero las polémicas en torno a la vacunación prosiguieron. Las instituciones públicas hicieron lo posible por extender la vacunación a todos los sectores de la población. Se vacunaba a los niños en las escuelas, a los soldados en el ejército y a los trabajadores en las fábricas. Era una lucha feroz por erradicar enfermedades como la polio, la rubeola y el sarampión que, hasta entonces, podían resultar mortales o dejar secuelas irreversibles.
En esa lucha por extirpar enfermedades mortales, entre 1840 y 1870 se promulgaron y modificaron en Gran Bretaña leyes que establecían no solo la obligatoriedad de la vacuna, especialmente en neonatos, sino también el castigo y la persecución legal de quienes las incumpliesen. Muchos sostenían que la obligatoriedad de la vacunación suponía una nueva forma de ejercer la tiranía por parte del estado, que interfería así, desde este punto de vista, en el derecho individual a decidir sobre los asuntos privados y familiares. Como consecuencia de todo esto y alentado por las opiniones de médicos y científicos de la época que alertaban de los supuestos peligros de la vacunación masiva, el activismo antivacuna ganó fuerza. Proliferaban organizaciones como la Anti-Compulsory Vaccination League, una liga a favor de la no obligatoriedad de la vacuna, y las manifestaciones se sucedían con frecuencia. Así, en marzo de 1885, la ciudad de Leicester presenció las protestas de miles de personas que reclamaba la liberación de siete personas detenidas por sostener el movimiento antivacuna. Como respuesta a las presiones populares, el gobierno británico introdujo una cláusula que reconocía la figura del objetor de conciencia, que daba libertad a los padres, bajo su propia responsabilidad, de elegir si vacunar a sus hijos.