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La masacre de Katyn, una de las mayores atrocidades cometidas en tiempos de guerra

Durante décadas, la matanza de Katyn se mantuvo como uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. Dicha contienda fue la mayor sangría de la historia humana

Durante décadas, la matanza de Katyn se mantuvo como uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. Dicha contienda fue la mayor sangría de la historia humana, y aún así aquel episodio pone los pelos de punta. Todavía hoy existe controversia entre los especialistas sobre lo que realmente ocurrió en los bosques que darían nombre a la ejecución en masa en la primavera de 1940, pocos meses después de que se iniciase la contienda con la invasión alemana de Polonia.

En 1942 la Wehrmacht, a pesar de los reveses en el Frente del Este, todavía controlaba una gran parte del territorio soviético. Trabajadores de una brigada de la Organización Todt, dedicada a la ingeniería y la construcción de infraestructuras, formada en su mayor parte por prisioneros polacos que habían recibido órdenes de recoger restos de la batalla, escucharon hablar a varios campesinos locales de la existencia de unas fosas con cadáveres. Estaban en una zona cubierta de pinos que, afirmaban, servía de lugar de ejecución al NKVD soviético (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, antecesor del KGB), a unos 400 kilómetros al oeste de Moscú y a 20 kilómetros al oeste de la ciudad de Smolensk, cerca de la carretera a Vitebsk. Un lugar conocido como Colina de las Cabras en el bosque de Katyn y que ya en 1929 había servido al régimen comunista para acabar discretamente con «enemigos del Estado».

A partir de 1940, los lugareños habían observado una gran actividad en el interior de aquel perímetro cercado con una valla y vigilado por centinelas con perros. Pero con la retirada soviética a causa de la invasión alemana el bosque quedó sin vigilancia, abandonado a las inclemencias del tiempo.

Al conocer el relato, los alemanes hicieron cavar la zona y aparecieron los restos de varios cadáveres que todavía vestían el uniforme militar polaco. No obstante, los invasores tenían otras prioridades, así que sellaron como pudieron las tumbas y ordenaron a los polacos que señalasen el lugar con una cruz de abedul de considerable tamaño. Tiempo después, en la primavera de 1943, una de las mayores preocupaciones del Alto Mando alemán era la proliferación de grupos de partisanos que estaban causando graves trastornos en la retaguardia a través de sabotajes, emboscadas y atentados. Mientras tanto, en la zona de Smolensk el problema lo tenían con una jauría de lobos descontrolados. Así que un destacamento de soldados alemanes de la Heer (fuerzas terrestres de la Wehrmacht), comandado por el oficial Rudolf- Christoph Freiherr Gersdorff, tenía el encargo de limpiar los bosques y eliminar la amenaza. Fue entonces cuando dieron con la cruz de abedul y el lugar de las fosas.

Un filón para el Tercer Reich

La opinión pública internacional puso el foco en aquella región del Este cuando el Dr. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich y a la sazón uno de los hombres más fuertes e implacables del nazismo, en un acto de auténtica hipocresía (y genialidad diplomática), anunció al mundo que sus soldados habían encontrado fosas comunes en Rusia que evidenciaban el salvajismo de Stalin.

Goebbels obviaba deliberadamente el pacto Ribbentropp-Molotov firmado apenas tres años antes, presentándose ante la opinión pública como una suerte de diplomático de paz, mientras los Einsatzgruppen de las Waffen-SS (escuadrones de ejecución especiales) hacían lo propio por todos los territorios polacos.

¿Y qué intención tenía Goebbels en airear esos crímenes? Por una parte, las atrocidades soviéticas le permitían neutralizar (o al menos sortear) los primeros atisbos de la sinrazón nazi en los campos de concentración y exterminio. Por otra, las cosas habían cambiado mucho desde que se firmó el acuerdo secreto entre el Tercer Reich y la URSS y la guerra se había puesto totalmente en contra de los alemanes. Y para más inri, tras un cuarto de siglo de antagonismo mutuo, británicos y soviéticos se habían alineado contra Hitler tras el desencadenamiento de la Operación Barbarroja. En agosto de 1942 el propio Churchill se había reunido con Stalin en Moscú, estableciendo una alianza, así que se produjo un bochorno internacional cuando el 13 de abril de 1943 Radio Berlín anunciaba que los alemanes habían encontrado los cuerpos de al menos 3.000 oficiales polacos masacrados por los bolcheviques en la Rusia ocupada. Los cuerpos acabarían siendo mucho más… hasta el estremecedor número de 22.000 almas.

A lo largo del mes de abril de 1943, Goebbels reflejaría en su diario el interés por explotar propagandísticamente el “incidente”. Lo primero que hizo el Ministerio de Propaganda fue filmar un breve documental en el lugar para dejar constancia de los brutales crímenes soviéticos. Para publicitar aún más el asunto, hizo llevar hasta el bosque ruso a los corresponsales extranjeros que se hallaban en Berlín para que dejaran constancia de los hechos en sus países y los medios de comunicación para los que trabajaban, todos ellos afines al gobierno alemán, entre ellos el español Ernesto Giménez Caballero.

Los alemanes habían llevado profesores de medicina forense de al menos nueve países neutrales, los cuales dedujeron que a las víctimas las habían matado en 1940, tiempo en el que aquella zona estaba bajo dominio soviético. Los forenses confirmaron también que los cuerpos tenían agujeros de bala en la nuca, método de ejecución habitual del servicio secreto soviético, el citado NKVD. Se siguió excavando y se encontraron nuevos cadáveres, hasta un número de unos 4.000.

Inmediatamente, desde el Kremlin se negó todo: Radio Moscú afirmó que los polacos habían caído en manos de los invasores alemanes, que querían encubrir sus propios crímenes. Los aliados, con Churchill a la cabeza, se sintieron aliviados, y aunque no lo creyeran por completo, prefirieron correr un tupido velo en pos de la victoria frente al Tercer Reich. El gobierno británico, por su parte, afirmó la culpabilidad del régimen nazi propugnando que era un montaje de los servicios de inteligencia para desviar la culpabilidad hacia la URSS, su socio entonces. No en vano, los nazis ya habían demostrado ser maestros en las operaciones de falsa bandera: para justificar la invasión de Polonia se llevó a cabo el Incidente de Gleiwitz, por el que la prensa alemana culpabilizó de varias acciones violentas a miembros del ejército polaco cuando en realidad habían sido perpetradas por agentes de inteligencia de las SS ataviados con uniformes del enemigo.

Con la ocupación rusa de nuevo de aquella zona boscosa, tras la retirada alemana, Moscú responsabilizaría nuevamente a los nazis de aquella vil masacre; se reescribía así una historia que tardaría 50 años en volver a florecer, aunque nunca dejaría de hablarse a media voz, ni de ser recordada entre el pueblo polaco, que perdió a muchos de los hombres más eminentes de aquel tiempo. Así, el Kremlin emitió su propio informe contra el gobierno nazi, admitido como única versión.

La flor y nata de la oficialidad polaca

El 1 de septiembre de 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial con el lanzamiento de los ejércitos alemanes sobre Polonia. El Pacto Germano-Soviético, rubricado apenas 9 días antes del estallido de la guerra, el 23 de agosto de 1939, contenía un Protocolo Adicional Secreto. El mismo otorgaba privilegios en los países de Europa Oriental definiendo las áreas de influencia que cada uno de los dos países se otorgaban. En relación a Polonia, se fijaba de antemano la línea divisoria para la ocupación del país por los dos Estados contratantes. El protocolo fue firmado por el Gobierno del Reich alemán representado por Joachim von Ribbentrop y por su homólogo ruso, Viacheslav Mólotov, y se estipuló que debía ser tratado por ambas partes en estricto secreto.

Aquella invasión permitió a la URSS capturar a miles de soldados y oficiales polacos. Stalin podía sumar al país al orbe comunista y expandirse hacia el oeste, algo que deseaba desde la Primera Guerra Mundial. Con la flor y nata de la oficialidad y la intelligentsia polacas entre rejas, solo tenía que convencerles de abrazar la causa soviética. Sin embargo, los reos, la mayor parte de ellos fervientes católicos, no estaban por la labor de una conversión política y sin saberlo firmaron su sentencia de muerte.

El 5 de marzo de 1940, Lavrenti Beria, al mando de la policía y el NKVD, mandó a Stalin un memorando de cuatro páginas donde proponía la eliminación de los oficiales polacos. Era un documento emitido por el Comisariado Nacional para Asuntos Internos con el número de referencia 794/B y con el marchamo de “alto secreto”. En él se podía leer: “Entre los presos hay 14.736 antiguos oficiales, funcionarios del gobierno, policías, gendarmes, guardias de prisiones, colonizadores de regiones fronterizas y oficiales de inteligencia”. Beria remarcaba que estaban “llenos de odio por el sistema de gobierno soviético”. Según éste: “Todos ellos están esperando a quedar libres para combatir el poder soviético”. Apuntaba también el descubrimiento de varias organizaciones subversivas entre los prisioneros, y los calificaba de “sólidos e irreconciliables enemigos de la autoridad soviética”.

Se ordenaba al NKVD juzgar a los detenidos en “tribunales especiales” sin contar con su comparecencia y sin acta de acusación; posteriormente se debían expedir certificados de culpabilidad y finalmente, Beria solicitaba al gran líder y al Politburó, sin ambigüedades, “el castigo más extremo: la muerte por fusilamiento”.

El memorando, que permaneció secreto hasta la caída de la URSS, estaba rubricado por el propio Beria, Stalin y por el mariscal y Primer Comisario del Pueblo de Defensa de la Unión Soviética, Kliment Voroshílov, el miembro del Politburó Anastás Mikoyán y el ministro de Asuntos Exteriores Viacheslav Mólotov. Además, aparecían los nombres del Presidente del Presídium del Sóviet Supremo, Mijaíl Kalinin, y el también miembro del Politburó y ministro del Petróleo Lázar Kaganóvich, apuntados en el margen con lápiz con un lacónico “za” (aprobado).

Los prisioneros hechos por el Ejército Rojo, unos 25.700, habían sido repartidos por varios “campos especiales” en lo que ahora es territorio ruso. Los meses de abril y mayo de 1940, se realizaron los transportes de unos 4.000 prisioneros desde el campo especial de Starobielsk (que fueron trasladados a Járkow), 4.500 desde el campo de Kozielsk (que fueron llevados a Katyn), unos 6.000 desde Ostashkov (trasladados a Kalinin, en la actualidad Tver), y unos 7.000 de ciertas prisiones de Bielorrusia y Ucrania occidental.

Peregrinaje hacia la muerte

En la carretera que unía Smolensk con Vitebsk se hallaba una dacha construida por el NKVD en 1934 para alojar al personal que llevaba a cabo las ejecuciones durante las purgas. Se cree que muchos fusilamientos se llevaron a cabo allí, aunque otros se dieron en los bosques cercanos. No obstante, el método de ajusticiamiento pudo ser diferente dependiendo del caso, pues algunos cuerpos aparecieron con las manos atadas a la espalda y otros no.

Las ejecuciones se encargaron al verdugo oficial del régimen Vasili Blojín (o Blokhin), que trabajaría sin descanso durante un mes en la dacha y en los bosques circundantes para eliminar a aquellos miles de “enemigos del Estado” (ver recuadro). El único día que no se realizaron ejecuciones fue el 1 de mayo, Día de la Solidaridad Internacional de los Trabajadores .

El siniestro procedimiento consistía en lo siguiente. Se ideó ex profeso un habitáculo en la dacha citada bautizado como “habitación Lenin”, para que aquellos que esperaban fuera no oyesen los disparos. La habitación, construida de hormigón, estaba pintada de rojo para disimular las salpicaduras de sangre, acolchada por dentro y disponía de un desagüe y una manguera. El suelo estaba en pendiente y había una pared en la que el reo esperaba de espaldas.

Cuando le tocaba el turno a un recluso, los guardias le cogían por los brazos con la excusa de que iba a ser juzgado. Primero pasaba por una pequeña antecámara, para una somera identificación positiva, y luego era esposado y conducido a la habitación contigua. Dentro, le golpeaban en el vientre con la culata del fusil y una vez arrodillado aparecía Vasili Blojín, que se ocultaba en un rincón, ataviado con sus largos guantes, delantal y una gorra para no manchar su uniforme, y le descerrajaba un tiro en la cabeza. Debía ser suficiente con un disparo, el tristemente célebre ‘tiro de gracia’.

Se actuaba de noche y se enmascaraba el sonido de los disparos con el ruido de ventiladores y maquinaria, además de la insonorización citada. Una vez ejecutado el prisionero, el cuerpo era trasladado hasta camiones que realizaban dos transportes cada jornada hasta las fosas, donde esperaban varios buldócer para acabar el trabajo. Cada noche se abrían entre 24 y 25 fosas de entre ocho y diez metros, donde los cadáveres eran depositados en pilas de cinco filas de 500 cuerpos, muchos de ellos enterrados con el uniforme polaco y sus pertenencias, lo que facilitaría la posterior identificación. La metódica y burocrática industrialización de la muerte que tanto gustaba a nazis y soviéticos silenciaba así las voces de toda una nación.

Un crimen sin justicia

Con la perestroika, Mijaíl Gorbachov aceptó la responsabilidad de su país en las matanzas de Katyn y posteriormente Borís Yeltsin hizo llegar al gobierno polaco archivos secretos con datos sobre la masacre; sin embargo, no eran todos ni mucho menos. Una parte de los documentos en poder del Gobierno ruso continúan sin ser desclasificados. De los 183 tomos de dicha documentación, en 2011 habían sido entregados al Gobierno polaco 148. Según la Fiscalía rusa, el resto de los informes serán entregados “una vez pierdan su carácter confidencial”. ¿Qué ocultan esos 35 expedientes blindados?

En octubre de 2013, una sentencia del Tribunal para los Derechos Humanos de Estrasburgo condenaba a Rusia por no permitir acceder a la investigación de los hechos, pero el Kremlin, comandado ya por Vladímir Putin, permaneció inamovible en su actitud: se negó a admitir la responsabilidad y no aportó la documentación requerida por la máxima autoridad judicial europea.

A pesar de que Moscú reconoció la matanza tras la caída de la URSS, jamás admitió que se tratara de un crimen de guerra o de un genocidio, delitos que no prescriben. Nunca se rehabilitó a las víctimas ni se indemnizó a las familias y se negaron a abrir todos los archivos. Aunque tras la caída del telón de acero se hallaron más fosas comunes, todavía se desconoce dónde están enterradas alrededor de 7.000 víctimas de aquella vil matanza en los bosques de Katyn y alrededores una lejana primavera de 1940, una de las mayores atrocidades cometidas en tiempos de guerra.

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