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El Reino Unido frena a la Luftwaffe

El Reino Unido fue el primer país en resistir a la moderna maquinaria de guerra alemana y salió de la experiencia con la moral y la confianza reforzadas. Así fue la Batalla de Inglaterra.

Había sido una mañana gris y lluviosa, pero ahora, ese miércoles 10 de julio de 1940, el sol refulgía de nuevo sobre los acantilados blancos de Dover. La luz se reflejaba en el agua al paso de un convoy de buques de carga. Parecían pequeños modelos de juguete en un paisaje idílico.

Desde la cabina de su Hurricane, sin embargo, el piloto de caza John Thompson no podía disfrutar de aquella espléndida vista porque no apartaba los ojos de una formación de bombarderos alemanes que se acercaba con la intención de arrojar su mortífera carga sobre el convoy. Las baterías antiaéreas empezaron a disparar desde la playa y Thompson se puso al frente de un escuadrón de 12 cazas y enfiló directamente hacia los aviones enemigos. Las dos formaciones se aproximaban a una velocidad combinada de 900 km/h.

De repente, los bombarderos dieron media vuelta y escaparon. Thompson los siguió, apuntó y disparó las ametralladoras de su avión. Uno de los aparatos alemanes se estrelló en el océano dejando tras de sí una columna de humo. Desde la playa, los habitantes de la localidad observaban la persecución.

Ese duelo aéreo fue el primer incidente de importancia en lo que luego se conocería como la Batalla de Inglaterra, un enfrentamiento de 114 días que constituyó la primera gran batalla aérea de la historia y que no solo sería crucial para que Inglaterra mantuviese el dominio de sus propias costas, sino que supondría también un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial.

Hasta entonces, el año 1940 había consistido en una embriagadora sucesión de éxitos del Tercer Reich. En abril, la Wehrmacht había tomado sin esfuerzo Dinamarca y Noruega; en mayo cayeron también Holanda, Bélgica y Francia. Los Estados Unidos se mantenían neutrales, mientras que la Unión Soviética cooperaba de buen grado con los alemanes. Solo el Reino Unido entorpecía el proyecto hitleriano de una Europa unida bajo la sombra de la esvástica. La pregunta era: ¿cuánto podría aguantar?

Los británicos habían enviado tropas a Francia al inicio de la guerra, en septiembre de 1939, pero, en el verano de 1940, el imparable ejército de Hitler les había empujado hasta las playas de Dunkerque, de donde fueron evacuados en el último minuto antes de ser arrojados al mar. Miles de armas y camiones, así como varias toneladas de munición y combustible, quedaron abandonados en la playa: un verdadero desastre militar para el Reino Unido, que se vio al borde del colapso.

“Ahora solo es cuestión de tiempo que alcancemos la victoria definitiva sobre Inglaterra”, declaró el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, Alfred Jodl.

Objetivo: los mercantes del Canal de la Mancha

Se suponía que el golpe de gracia lo asestaría la Operación León Marino, tal como se denominó el plan de invasión alemán. Estaba basado en el principio de la Blitzkrieg, la combinación de infantería, tanques y bombardeos aéreos que tanto éxito les había dado a los alemanes en Europa. Pero Hitler no se hacía muchas ilusiones: desde la batalla de Hastings, en 1066, nadie había conseguido cruzar el Canal de la Mancha y conquistar Gran Bretaña. Para conseguirlo, tenía que acabar primero con la Royal Air Force (RAF); de lo contrario, las fuerzas alemanas no tendrían ninguna posibilidad de pisar suelo inglés.

Los nazis trasladaron bombarderos y cazas a las nuevas bases del norte de Francia y comenzaron a bombardear barcos de carga en el Canal de la Mancha. Esta campaña, cuyo objetivo era cortar las líneas de suministro británicas y derribar tantos aviones ingleses como fuera posible, fue conocida en Alemania como Kanalkampf , “la batalla del Canal”.

Muchos de los pilotos alemanes habían servido en la Guerra Civil española dentro de la Legión Cóndor y, gracias a esa experiencia, habían desarrollado un tipo de formación de vuelo flexible más efectiva en duelos aéreos que la tradicional formación en V utilizada por los británicos. Con mejores tácticas, pilotos avezados y aviones modernos, la Luftwaffe tenía que ser necesariamente superior.

Churchill: “nunca nos rendiremos”

Aunque la Operación León Marino había sido planeada hasta el último detalle, los alemanes no pensaban que fuera a ser realmente necesario invadir el Reino Unido. Hitler creía que los británicos comprenderían que estaban en una situación militar desesperada y que solo haría falta un pequeño empujón para que se rindieran y aceptaran los términos impuestos por Alemania.

Mucho había cambiado, sin embargo, desde la firma de los Acuerdos de Múnich en octubre de 1938, cuando el primer ministro Chamberlain anunció que había conseguido “paz para nuestro tiempo”. Churchill había sido nombrado primer ministro el mismo día que los tanques alemanes invadieron Francia y no era un hombre fácil de intimidar. “Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. ¡Nunca nos rendiremos!”, declaró después de que las últimas tropas británicas abandonaran Dunkerque.

La Luftwaffe se vio sorprendida por la determinación defensiva de los ingleses sobre el Canal de la Mancha. La RAF contaba por entonces con 600 cazas modernos, la mitad que los alemanes, pero, a pesar de su indudable inferioridad tanto en hombres como en medios, el primer día de la batalla derribaron diez aviones y solo perdieron dos. Desde el punto de vista técnico, los cazas británicos estaban más a la altura de los alemanes que los débiles adversarios a los que estos se habían enfrentado hasta entonces. Los alemanes tenían además el problema de la escasez de combustible, ya que debían cruzar el Canal de la Mancha, pelear en cielo inglés y conseguir volver a casa. El tiempo de que disponían para el combate era, por eso, escaso.

En la dura batalla subsiguiente, uno de los escuadrones ingleses desarrolló una osada táctica. En lugar de volar por encima de los bombarderos alemanes y dar la vuelta para atacar por detrás, se lanzaban de frente hacia el enemigo disparando a la vez las ametralladoras. Así apuntaban mejor y obligaban a los alemanes a desviarse para evitar el choque, lo que les convertía en un blanco aún más fácil. Pero era una táctica muy peligrosa que condujo a varias colisiones fatales.

Los ataques alemanes sobre barcos y puertos siguieron durante casi un mes y, a pesar de la protección de los cazas ingleses, muchos cargueros con suministros vitales resultaron hundidos. En el aire, las bajas fueron elevadas en ambos bandos, pero fue la RAF la que consiguió más derribos. Entre el 10 y el 23 de julio, la Luftwaffe perdió 82 aviones por solo 45 de la RAF.

A los alemanes no les llevó mucho tiempo darse cuenta de que tenían que cambiar de estrategia para hacer frente a la pericia y determinación de los pilotos enemigos, por lo que se concentraron en destruir bases aéreas, aviones y equipos de radar. El jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring, se entregó a la tarea con celo: “El Führer me ha ordenado destrozar Gran Bretaña con mi Luftwaffe”, declaró con orgullo.

Ataques a las estaciones de radar

El nombre en clave de la serie de ataques destinados a acabar con la RAF fue Adlerangriff (Operación Ataque del Águila). El primero tuvo lugar el 12 de agosto, cuando un grupo de bombarderos atacó las estaciones de radar situadas en la costa sur de Inglaterra. El sistema de radares inglés era uno de los grandes activos de la RAF. La operación dejó varias estaciones fuera de juego y, ese mismo día, Alemania envió 220 aviones, entre bombarderos y cazas, contra las bases inglesas. El sistema de radares volvió a estar operativo, no obstante, en unas pocas horas.

Al día siguiente, hubo una nueva ola de devastadores bombardeos. La Luftwaffe destruyó aviones y hangares, redujo a cenizas los talleres aeronáuticos y cortó líneas telefónicas. También bombardeó las pistas de aterrizaje, lo cual dejó a los pilotos en tierra. Göring acabó convencido de que a los británicos solo les quedaban 450 cazas y de que la Batalla de Inglaterra habría terminado en un par de semanas.

Prioridad a la industria aeronáutica

Pero la realidad era que la RAF tenía aún más de 700 cazas operativos. Churchill había previsto la importancia de la batalla del aire y, tres meses antes –en mayo–, había creado un ministerio independiente para la producción aeronáutica. Así se dio prioridad a la fabricación de aviones en el acceso a todo tipo de materias primas. A este esfuerzo se sumó también la empresa privada, especialmente el sector del automóvil, que contribuyó con equipamiento y recursos humanos.

El resultado fue que, mientras en Alemania la producción de aviones disminuía, en Gran Bretaña creció a un ritmo desconocido. Entre junio y septiembre de 1940, los ingleses pusieron 1.900 nuevos cazas en el aire, casi el triple que Alemania, que construyó 775 Messerschmitts. Fue este esfuerzo en la producción de cazas lo que al final determinaría la derrota de la Luftwaffe.

Hacia mediados de agosto, los alemanes comenzaron a concentrar los ataques en las principales bases de la RAF, entre ellas Tangmere, en la costa sur, y Kenley y Biggin Hill, al sudeste de Londres. Durante las últimas dos semanas de agosto, Biggin Hill sufrió bombardeos a diario. Los pilotos tuvieron que enfrentarse a los cazas alemanes una y otra vez, hasta que el agotamiento y la falta de sueño empezaron a hacer mella en sus capacidades.

Cayeron los mejores pilotos de la RAF

La situación era la misma en muchas otras bases. El 15 de agosto, la Luftwaffe lanzó 2.200 ataques. Tanta presión obligó a trasladar a pilotos de unas bases a otras. El piloto de Spitfire Hugh Dundas fue enviado a Kenley, junto a sus compañeros del Escuadrón 616, a sustituir a sus colegas. “Nunca se nos ocurrió que no fuéramos a permanecer juntos indefinidamente, por lo que bebimos un poco más de lo habitual en la comida y bajamos al aeródromo dispuestos a partir hacia Kenley y la gloria”. Pero allí les esperaba un panorama desolador: la base de Kenley estaba en ruinas, con los aviones y vehículos convertidos en chatarra y las pistas llenas de cráteres dejados por las bombas. Cuando, a finales de agosto, Churchill dijo que “nunca en la historia del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos”, estaba pensando en escenas similares.

La RAF se encontraba al borde del colapso. El 24 de agosto, la base de Manston, en la costa sureste, fue casi reducida a escombros por 20 bombarderos Ju–88. Hubo que cerrarla y reservarla solo para aterrizajes de emergencia. A comienzos de septiembre, seis de las siete bases correspondientes al Grupo 11 –el Grupo Jagger, que defendía Londres– habían sido prácticamente barridas del mapa. Al mismo tiempo, los cazas británicos eran derribados a una velocidad alarmante. En solo dos semanas –entre el 26 de agosto y el 6 de septiembre–, se perdieron 273 aviones y, aunque las fábricas trabajaban a toda máquina, era imposible mantener ese ritmo.

Peor aun era el problema de las pérdidas humanas. Después de solo diez días en Kenley, de los doce hombres del Escuadrón 616 en el que estaba Dundas solo quedaban dos. Cinco habían muerto o desaparecido en combate y otros cinco habían sido heridos. La RAF perdía 120 pilotos todas las semanas, de los que solo conseguía reponer, en ese mismo plazo, a 65. Al final, la escasez llegó a ser tan desesperada que los nuevos pilotos recibían únicamente cuatro semanas de entrenamiento. Por desgracia, estos nuevos pilotos formados a toda prisa eran mucho menos efectivos que los anteriores. Los archivos muestran que el 80 por ciento de los aparatos enemigos abatidos lo fueron por solo el 10 por ciento de los pilotos, los más experimentados.

Muchos de los pilotos nuevos salían a combatir con un conocimiento rudimentario de los aviones, incluso sin saber cómo manejar las ametralladoras, y solo algunos habían aprendido a volar en formación. Era por tanto habitual que se quedaran descolgados y fueran presa fácil para los cazas alemanes.

Los mandos de la RAF comprendieron que, aunque los alemanes habían perdido muchos aviones, la estrategia que ponían en práctica entrañaba un gran peligro, ya que, lentamente pero con seguridad, estaban ganando la batalla. Era comprensible que pensaran que, como fuerza de combate, la RAF estaba acabada.

El Führer, sin embargo, empezaba a impacientarse

Como respuesta a un bombardeo accidental de Londres, los británicos empezaron a bombardear Berlín. Esto enfureció a Hitler, ya que al pueblo alemán se le había asegurado que la capital nunca sería atacada. Necesitaba además un cambio de estrategia que condujera a la largamente esperada rendición, de modo que pudiese dirigir su atención a la Unión Soviética. En Róterdam y Varsovia se había visto el efecto que podía tener en una ciudad una campaña de bombardeos masivos. Ahora era el turno de Londres.

Cerca de 1.000 aviones participaron en la primera oleada de bombardeos, que tuvo lugar a última hora de la tarde del 7 de septiembre. Las bombas cayeron sobre los muelles, donde una explosión en una fábrica de gas lanzó una enorme bola de fuego al aire. Se incendió toda la zona y también fueron bombardeados un depósito de explosivos y un área residencial. Murieron 306 personas.

Caían bombas por todas partes. No había tregua. Era una explosión tras otra y luego otra más –recordaría luego George Turnbull, londinense miembro de la Home Guard–. El sonido de las campanas de los camiones de bomberos y las ambulancias quedaba ahogado por el ruido de las bombas. ¡Dios! ¡Pareció que duraba horas!”.

La unión hizo la fuerza

La Luftwaffe bombardeó Londres a diario durante casi dos meses. El Blitz–nombre popular dado a estos ataques– se ensañó especialmente con las casas pobres del East End, cuyos habitantes se veían obligados a apretujarse en escondites sucios, sin agua corriente ni servicios. El gobierno rechazó construir refugios en condiciones adecuadas porque temía que la población quisiera instalarse en ellos de forma permanente. Si la vida se paraba, la moral decaería, argumentaban. Por la misma razón, se pidió a la prensa de Londres que informara sobre fiestas y acontecimientos sociales, y Churchill montó en cólera cuando supo que las familias pudientes enviaban a sus hijos fuera de la ciudad.

Más por necesidad que por elección, los atribulados vecinos del East End continuaron con su rutina diaria con toda la normalidad posible y, poco a poco, fueron acostumbrándose al nuevo ritmo. Las amas de casa hacían cola para recibir sus raciones de alimentos, intercambiar consejos sobre cómo prepararlos para que durasen toda la semana y, a la vez, comentar sobre los vecinos que habían tenido que abandonar sus casas debido a los bombardeos.

Durante los ataques, la gente se refugiaba en sótanos y en los túneles del metro a la espera de que pasase el peligro. Pero, a pesar del alto número de víctimas y el agotamiento de la población, la ofensiva no tuvo el efecto que pretendía Hitler. Tras el raid de la primera noche, el periodista americano Edward Murrow escribió: “El bombardeo de anoche ha sido muy intenso y muy espectacular. Da para escribir titulares. Mata personas y destroza la propiedad, pero no gana guerras y no hará que este país se hunda”.

Un respiro imprescindible

Murrow había interpretado correctamente la situación. El desplazamiento de los bombardeos de las bases aéreas a las ciudades le había dado a la RAF una tregua. Ahora las bases estaban siendo reparadas, el número de pilotos volvía a subir y se recuperaba la producción de aviones. El 15 de septiembre, cuando la Luftwaffe volvió a volar sobre Londres para lo que debía ser la batalla decisiva, se encontró con que el cielo de la ciudad estaba lleno de Spitfires y Hurricanes. El día acabó con un desastre sin paliativos para los alemanes; Göring, furioso, culpó a los pilotos y declaró que habían decepcionado al resto de la Fuerza Aérea alemana.

Ese 15 de septiembre Alemania perdió la Batalla de Inglaterra y, dos días más tarde, Hitler suspendió indefinidamente la Operación León Marino. Los bombardeos de Londres empezaron a remitir en octubre, pero no cesaron por completo hasta mayo de 1941, después de haber ocasionado 20.000 muertos solo en la capital. Grandes zonas de Londres quedaron completamente devastadas, y daños parecidos se registraron en otras ciudades en Inglaterra. El número de víctimas civiles en todo el país fue de 43.000 muertos y 46.000 heridos.

Pero el Reino Unido fue el primer país en resistir a la moderna maquinaria de guerra alemana y salió de la experiencia con la moral y la confianza reforzadas. Hitler no era invencible, después de todo. Por supuesto la isla siguió sufriendo el bloqueo de submarinos, buques de guerra y bombarderos, lo que impedía la llegada de suministros, pero una vez más había demostrado que era una fortaleza capaz de resistir cualquier invasión. Con Churchill al mando y un prudente racionamiento de alimentos y combustible, los británicos podían aguantar mucho tiempo más.

Tres años después, volvieron a verse miles de bombarderos en el aire. Pero, esta vez, el objetivo eran las ciudades alemanas.

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