La chispa que encendió la II Guerra Mundial
Hitler esperaba una victoria rápida, pero la robusta defensa polaca ponía en riesgo sus ambiciones.
La madrugada del 1 de septiembre de 1939, el acorazado alemán Schleswig–Holstein apuntó sus gigantescos cañones hacia la península de Westerplatte, en la costa polaca del Báltico, cerca de la ciudad portuaria de Danzig (Gdansk, en la actualidad). A las 04:48, ocho proyectiles partieron como un trueno contra la esquina sudeste del acuartelamiento de la ciudad y dejaron tres enormes boquetes en el muro exterior. Los almacenes de combustible ardieron al instante.
Unos minutos más tarde, atacaron tres divisiones de élite de los infantes de Marina alemanes, pero la resistencia de la guarnición polaca –unos 200 hombres– resultó sorprendentemente dura y, a las 06:22, los atacantes comunicaron que se retiraban debido al alto número de bajas. Dos horas y media después, volvieron a la carga apoyados por 60 soldados de la SS–Heimwehr y ocuparon el muro exterior bombardeado. Allí se encontraron con una letal mezcla de minas, árboles caídos y alambre de espino, además de con una lluvia de balas. A mediodía, los desmoralizados soldados de las SS se retiraron; los marines, cuyo comandante se encontraba gravemente herido, también habían tenido suficiente. Esa primera jornada habían muerto 82 soldados y la fortificación aún no había caído.
Los alemanes conquistaron la península solo después de una semana de encarnizados combates y para ello necesitaron el apoyo de un buque torpedero y de 60 aviones que arrojaron más de 100 bombas. El 7 de septiembre, a las 09:45, los exhaustos defensores izaron al fin la bandera blanca.
Pese a la superioridad alemana, los polacos resistieron con increíble tenacidad. Las fuerzas de la invasión consistían en dos ejércitos de 882.000 y 630.000 hombres, respectivamente. El primero atacaba por el norte y el segundo por el oeste y el sur. La Wehrmacht era una fuerza moderna y bien entrenada; las unidades polacas, por el contrario, habían sido movilizadas en el último minuto.
Hitler esperaba una victoria rápida, pero la robusta defensa polaca ponía en riesgo sus ambiciones. La gran incógnita eran Inglaterra y Francia, las principales potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial. Si Alemania se veía atrapada en una campaña larga en Polonia, quedaría desprotegida por el flanco oeste. Y, si entonces Francia e Inglaterra pasaban al ataque, la aventura podía terminar antes de haber empezado.
Las potencias occidentales, en manos de pusilánimes
Pero Hitler tenía razones para creer que no iba a ser así. En la Conferencia de Múnich de 1938, había exigido que Checoslovaquia cediera a Alemania la región de los Sudetes, de mayoría germano hablante, y los primeros ministros de Francia e Inglaterra –Édouard Daladier y Neville Chamberlain– habían aceptado. Esto le convenció de que ambos países estaban gobernadas por políticos asustadizos, fáciles de manipular; no veía por eso motivo para renunciar a nuevos saqueos. En marzo de 1939, se apropió del resto del territorio checo –Bohemia y Moravia– y convirtió Eslovaquia en un Estado títere por el que sus soldados podrían pasar libremente. Con estas agresivas maniobras, estrechó el cerco sobre Polonia, que quedó rodeada por tropas alemanas por tres flancos.
Hitler pensaba que una invasión de Polonia le permitiría vengar las injusticias que, en su opinión, se habían cometido en la Primera Guerra Mundial, cuando Alemania tuvo que ceder a Polonia territorios tan importantes como la rica zona carbonífera de Alta Silesia. Igualmente, con el Tratado de Versalles, la ciudad portuaria de Danzig, de mayoría alemana, se había convertido en una “ciudad libre” bajo la administración de la Sociedad de Naciones. Y más humillante aún era el llamado Corredor Polaco, un área que separaba a Alemania de Prusia Oriental solo para que Polonia tuviera acceso al mar Báltico.
Además del deseo de recuperar los territorios perdidos, la ideología racista nazi establecía que Alemania tenía derecho a Lebensraum hacia el este a expensas de los eslavos, a quienes consideraba subhumanos. A lo largo de 1939, hubo más indicios de que el ataque era inminente: el 22 de marzo, los alemanes ocuparon el puerto lituano de Memel (hoy Klaipeda), que hasta 1919 había pertenecido a Alemania. En abril, Hitler exigió también la devolución de Danzig a Alemania y que se le garantizase el derecho a construir infraestructuras de transporte que atravesaran el Corredor Polaco.
Furioso por el apoyo franco-británico
La disputa diplomática entre Alemania y Polonia obligó a Inglaterra a intervenir. El 31 de marzo, en la Cámara de los Comunes, Chamberlain declaró que el Reino Unido apoyaría la independencia polaca y que Danzig debía mantener su estatus de ciudad libre. Las garantías británicas enfurecieron a Hitler. A la vez, estaba claro que Polonia cedería poco o nada en el asunto del Corredor y que en ningún caso se uniría voluntariamente al bloque proalemán. El dictador se convenció así de que la cuestión polaca habría de resolverse por la vía militar.
Para entonces, Hitler ya había dado instrucciones a sus generales para que elaborasen un detallado plan de ataque sobre Polonia, conocido con el nombre en clave de Fall Weiss (Caso Blanco). Varios de ellos se mostraron escépticos y consideraron la idea demasiado arriesgada. Sus temores estaban bien fundados: en mayo de 1939, el ministro polaco de la Guerra, el teniente general Tadeusz Kasprzycki, firmó en París la Convención Kasprzycki–Gamelin, por la que Francia se comprometía a lanzar un ataque sobre Alemania con 38 divisiones, en un plazo de quince días, si Polonia era agredida. A pesar de todo, en la primavera de 1939, Hitler seguía convencido de que las potencias europeas no intervendrían. Justo antes de la guerra, Göring le aconsejó que no se jugara el todo por el todo. “Eso es lo que he hecho toda mi vida”, respondió el Führer.
El 15 de junio, se presentó el plan Fall Weiss , que proponía una estrategia muy clara: los dos ejércitos del Grupo de Ejércitos Norte atacarían Polonia por el norte mientras los tres del Grupo de Ejércitos Sur entraban por el sur. Pero quedaba un asunto pendiente. ¿Cómo reaccionaría la Unión Soviética al ver que Alemania invadía a su vecino?
Josef Stalin había observado las maniobras territoriales de Hitler con atención. Él mismo abrigaba sus propios anhelos expansionistas, entre los que figuraban los países bálticos, partes de Finlandia, Besarabia –área situada entre la actual Moldavia y Ucrania– y el este de Polonia, todas zonas que en su día habían pertenecido al Imperio ruso y que consideraba parte natural de la Unión Soviética.
La solución a las pretensiones de ambos países fue un acuerdo. El 23 de agosto de 1939, el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, llegó en avión a Moscú, donde a primera hora del día siguiente firmó con su colega Viacheslav Mólotov el Pacto de no Agresión Germano–soviético. Los dos países se comprometían a mantenerse neutrales en caso de guerra con un tercero, pero el pacto incluía también un protocolo secreto por el cual se repartían Europa Oriental en función de sus intereses. Los de Alemania incluían el oeste de Polonia, mientras que la Unión Soviética reclamaba el este de Polonia y Finlandia. El acuerdo daba a Alemania vía libre para invadir media Polonia sin provocar a Stalin, que podía hacer lo mismo con los viejos territorios rusos.
Hitler podía lanzar ya su campaña oriental y, el 25 de agosto, dispuso que el ataque comenzara al día siguiente. En el último momento, sin embargo, dudó e hizo revocar la orden, pero el mensaje no llegó a tiempo a todas las divisiones y algunas unidades de la Wehrmacht llegaron a hacer pequeñas incursiones en territorio polaco. El cambio de opinión del Führer se debía en gran medida a la promesa de Chamberlain, realizada el día 24, de ayudar militarmente a Polonia en caso de ataque alemán, pero el retraso ofrecía también la ventaja de que permitía buscar un pretexto para la invasión. Si Hitler podía alegar que eran los polacos los que habían empezado, tendría un arma muy útil en la guerra de propaganda.
Operación de bandera falsa
La noche del 31 de agosto, el Sturmbannführer de las SS Alfred Helmut Naujock, de 27 años, condujo a un puñado de soldados de las SS disfrazados de polacos a la estación de radio de Gleiwitz (en la actualidad, Gliwice), una pequeña localidad del este de Alemania en la frontera con Polonia. El comando no tuvo problemas para introducirse en el edificio. El conserje ya se había marchado y los dos policías que vigilaban el sitio estaban ocupados en otras tareas. Los soldados redujeron a los cuatro hombres que se encontraban en la sala de radiotransmisión y los encerraron en el sótano. Después, emitieron un mensaje, parcialmente en polaco: “ Achtung! Aquí Gleiwitz. La estación de radio se encuentra ahora en manos polacas”. El emisor se refirió a sí mismo como un luchador por la libertad polaco y leyó un comunicado antialemán que acababa con la frase “¡Larga vida a Polonia!”.
Se moviliza la defensa polaca
El plan alemán era rodear y destruir al ejército polaco lo más rápido posible para que las tropas de la Wehrmacht pudieran reubicarse en el oeste y hacer frente a una hipotética ofensiva francesa. La estrategia polaca, por el contrario, consistía en mantener una guerra defensiva y usar tácticas dilatorias para completar la lenta movilización de sus efectivos y dar tiempo a que Francia e Inglaterra atacaran a los alemanes por el oeste.
Por desgracia, no todas las unidades polacas estaban preparadas para la guerra moderna. Polonia era uno de los pocos países que aún mantenían una extensa caballería, cuerpo que, como se demostró, no podía competir con la máquina de guerra alemana. El primer día de la invasión, un regimiento de caballería polaco se lanzó contra una unidad de infantería nazi cerca de la localidad de Krojanty, al norte del país. De repente, varios blindados alemanes salieron de un bosque cercano y atacaron. Cerca de 20 jinetes, incluido el comandante, resultaron muertos antes de que los demás pudieran dar media vuelta y escapar.
Las tropas polacas oponían una feroz resistencia, pero poco a poco se veían obligadas a retirarse. Los bombarderos en picado Stuka constituían una seria amenaza tanto para las tropas como para los civiles, que huían por millares. Desde el primer momento, la Luftwaffe bombardeó ciudades y pueblos con el fin de aterrorizar a la población y obligar al país a rendirse. En los 40 días que los nazis tardaron en conquistar Polonia, murieron más de 150.000 civiles.
Pese a lo catastrófico de la situación, muchos mantenían la esperanza de que llegase la prometida ayuda de Inglaterra y Francia. El 1 de septiembre por la tarde, las plegarias polacas parecieron al fin atendidas: Inglaterra exigió a Alemania que suspendiera el ataque y retirase de inmediato sus tropas, pero no estableció una fecha límite. Los franceses, por su parte, esperaron dos o tres días antes de declarar la guerra, en parte para tener tiempo de movilizar a los reservistas. El 2 de septiembre, no obstante, después de consultarlo con el primer ministro francés, Chamberlain se decidió a lanzar un ultimátum. Este debía ser entregado a la mañana siguiente por Nevile Henderson, embajador británico en Berlín, al ministro Von Ribbentrop.
Hitler se enfada con su ministro
Henderson llegó al Ministerio de Exteriores antes de las 09:00, pero Ribbentrop no lo recibió personalmente. Envió en su lugar a su intérprete, Paul Schmidt, mientras él se dirigía a la Cancillería del Reich. Henderson y Schmidt se sentaron incómodamente uno frente a otro y el embajador británico leyó el ultimátum: “Si a las 11 en punto, hora de verano británica, el Gobierno de Su Majestad no ha recibido garantías satisfactorias del cese de toda acción agresiva contra Polonia y de la retirada de las tropas alemanas de ese país, Gran Bretaña y Alemania se encontrarán, a partir de ese momento, en estado de guerra”.
Schmidt se guardó el documento en el maletín y salió a toda prisa hacia la Cancillería, donde explicó los términos del ultimátum a Ribbentrop y Hitler, que observaba sentado tras su escritorio:
“Cuando terminé, se hizo un completo silencio. Hitler permaneció inmóvil, mirando al frente –escribió el intérprete en sus memorias–. Poco después, miró con furia al ministro y, en un tono que parecía sugerir que había sido mal aconsejado, le preguntó: `¿Y ahora qué?’”.
Ribbentrop respondió: “Supongo que Francia entregará un comunicado similar en las próximas horas”. Pasados veinte minutos de la hora límite, Alemania rechazó las exigencias de Inglaterra. Para entonces, el gobierno británico ya le había declarado la guerra y, seis horas después, tal como había predicho Von Ribbentrop, llegó la declaración francesa.
Esa misma tarde, preocupado por la perspectiva de una gran conflagración europea que en principio habría querido evitar, Hitler se montó en un tren blindado para ir a visitar el frente polaco. Antes de partir, le confió a su fiel ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, que todavía esperaba que se tratase solo de una kartfferelkreig (en alemán, “guerra de la patata”), es decir, un bloqueo económico que no se tradujera en un enfrentamiento militar abierto.
Se cierra la pinza alemana
En Polonia, las cosas marchaban de acuerdo a lo previsto para las tropas alemanas. La Wehrmacht había tomado varias ciudades y, en el sudoeste, los tanques habían cruzado el río Varta. A pesar de las declaraciones de guerra, los gobiernos de Inglaterra y Francia parecían reacios a intervenir. El 6 de septiembre, los alemanes tomaron Cracovia y, ese mismo día, la Misión Militar británica en Polonia envió a Londres un preocupante mensaje: “En este momento, los dos ataques más peligrosos parten uno de Silesia y el otro de las fuerzas que se dirigen hacia el sur –hacia Varsovia– desde Prusia Oriental. Si los dos brazos de esta pinza llegan a cerrarse, una gran parte del ejército polaco quedará atrapada”. La situación parecía desastrosa para Polonia, que debía tomar urgentemente medidas para frenar la ofensiva alemana.
La respuesta del ejército polaco llegó el 9 de septiembre con la contraofensiva lanzada por el general Tadeusz Kutrzeba sobre el río Bzura, a 100 kilómetros al oeste de Varsovia. El objetivo era entorpecer la marcha de los alemanes hacia la capital polaca y recuperar las ciudades de Leczyca y Piatek, situadas más al sur. Kutrzeba contó con la ventaja inicial de que los alemanes subestimaron las dimensiones de las fuerzas polacas. Así pudieron entrar en Leczyca, donde se libraron duros combates callejeros, y al cabo de varios intentos también reconquistaron Piatek.
Una compañía alemana que defendía una carretera de entrada a esta ciudad recibió tal lluvia de proyectiles que los soldados tuvieron que refugiarse en unas trincheras de la Primera Guerra Mundial. El capitán Christian Kinder, comandante de la compañía, escribió luego el libro Männer der Nordmark an der Bzura , donde puede leerse:
“En las trincheras, caían granadas de mano y granadas de fusil a intervalos de entre tres y cinco minutos. Esta sección era bombardeada metódicamente y con sorprendente precisión desde el lado derecho hacia el izquierdo... Dos soldados que se encontraban cerca resultaron alcanzados por la metralla y murieron instantáneamente. Los hombres sentían que había llegado su hora y que en cualquier momento podía caerles encima una granada”.
El capitán Kinder fue uno de los pocos que sobrevivieron a la batalla. Al día siguiente, dos divisiones de infantería alemanas se retiraron en medio del más absoluto caos. Un oficial comunicó al cuartel general que la situación era “excepcionalmente seria” y rogó que enviaran refuerzos. Kinder señaló que algunos de sus hombres se encontraban “conmocionados por la superior fuerza del enemigo y empezaban a resignarse”.
Luego el espíritu de lucha de los soldados alemanes sufrió un nuevo golpe cuando la caballería polaca atacó por la retaguardia.
Malas comunicaciones polacas
Poco después, el Alto Mando alemán reaccionó reorganizando sus fuerzas, lo que coincidió en el tiempo con varios problemas que empezaron a acosar a las tropas polacas. Las unidades no contaban con apoyo aéreo y, en algunos sitios, tampoco tenían cobertura de artillería ni comunicaciones adecuadas porque las líneas telefónicas habían sido destruidas. Aun así, consiguieron avanzar durante un par de días. El 11 de septiembre, sin embargo, los alemanes lanzaron un ataque que les permitió recuperar varios kilómetros de territorio y, al día siguiente, con cuatro veces más tanques que los polacos, recuperaron la iniciativa.
Ahora les llegaba a las fuerzas de Kutrzeba el turno de reagruparse, un tiempo que permitió que los alemanes recibieran refuerzos. El 16 de septiembre un cuerpo motorizado alemán atacó por el este y los Panzer rompieron las defensas de una división de infantería polaca. Las tropas de Kutrzeba quedaron rodeadas y sometidas al inmisericorde bombardeo de la Luftwaffe.
El oficial de caballería Klemens Rudnicki tuvo la fortuna de escapar de la bolsa con sus hombres, pero durante la huida cayeron en una emboscada que les dejó rodeados en un área boscosa. Los jinetes desmontaron y lucharon sobre el terreno: “Las balas zumbaban como avispas; la artillería empezó a responder; era completamente imposible salir del bosque”, escribió luego Rudnicki. Solo pudieron escapar cuando llegó la noche.
El 21 de septiembre, terminó la batalla de Bzura, en la que dos ejércitos polacos fueron hechos trizas y unos 100.000 soldados murieron o cayeron prisioneros. La carretera de Varsovia quedaba ahora abierta para que la fuerza alemana principal se uniera a las unidades de tanques que, el 7 de septiembre, habían llegado a las murallas de la ciudad.
A lo largo de los días siguientes, la trinidad formada por los tanques, la artillería y la aviación se ensañó con la capital polaca. Un oficial que participó en la defensa del distrito de Praga de Varsovia describió en su diario los ataques del 10 de septiembre: “Aún tenemos los nervios destrozados por el bombardeo de ayer. Todos los edificios que hay a nuestro alrededor están en ruinas. El incendio del Hospital de la Transfiguración fue terrible y dejó varios cientos de heridos. Vi a un soldado al que le habían amputado las piernas arrastrándose con los codos para escapar. Otros saltaban desde las ventanas a la acera. Cinco médicos y varias enfermeras murieron en el fuego”.
A mediados de septiembre, Varsovia se encontraba completamente rodeada por los alemanes, que exigían la capitulación, pero el comandante que estaba al frente de la defensa se negó a claudicar.
La resistencia numantina de Varsovia
A finales de septiembre de 1939, la capital polaca parecía el apocalipsis. Las calles estaban llenas de cadáveres y caballos muertos, gran parte de la ciudad se encontraba en ruinas y las conducciones de agua, la electricidad, las estaciones de ferrocarril y los hospitales habían quedado destruidos. Los supervivientes estaban hambrientos, escaseaba el agua potable y crecía el riesgo de epidemias.
El origen de esta situación se encontraba en el disgusto de Hitler por el hecho de que Varsovia no se hubiese rendido. Como la ciudad resistía, el impaciente Führer ordenó que la Luftwaffe llevara a cabo una implacable campaña de bombardeos. El 25 de septiembre, atacaron 1.200 aviones que fijaron como objetivos tanto las fábricas como los barrios residenciales. Al día siguiente, se sumó la artillería. Luego la infantería asaltó la ciudad en llamas.
El 27 de septiembre, después de haber sufrido 30.000 muertos, Varsovia se rindió al fin. Pero las malas noticias aún no habían acabado para los atribulados polacos. El 17 de septiembre, el Ejército Rojo había invadido el país por el este; de hecho, cuando cayó la capital, los soviéticos se encontraban ya en la frontera pactada entre Ribbentrop y Mólotov. Hitler y Stalin estaban a punto de borrar a Polonia del mapa.
El gobierno polaco ya había huido a Rumanía y, el 6 de octubre, se rindieron las últimas fuerzas. El ejército contabilizaba 70.000 muertos y 133.000 heridos en su lucha contra los nazis, a los que había que sumar 50.000 caídos en enfrentamientos con el Ejército Rojo. Las pérdidas de los alemanes eran de solo 11.000 muertos y 30.000 heridos.
Por el momento, el Führer iba ganando su arriesgada apuesta. Había conquistado el oeste de Polonia sin que Francia e Inglaterra intervinieran. Pero, ahora que ambos países le habían declarado la guerra, se sentaban a la mesa nuevos jugadores y el resultado de la partida no estaba claro en absoluto.