¿Y si Einstein hubiera aceptado ser presidente de Israel?
¿Habría conseguido este hombre genial, nombrado Persona del Siglo por la revista Time en 1999, encontrar la fórmula magistral para poner de acuerdo a judíos y árabes en su pelea inacabable por Tierra Santa
"Estoy profundamente conmovido por la oferta de nuestro Estado de Israel, y al mismo tiempo entristecido y avergonzado al no poder aceptarla. Me temo que carezco de las aptitudes naturales y la experiencia necesarias para tratar adecuadamente con la gente. Un presidente ha de ser alguien con habilidades sociales extraordinarias, y yo no soy una de esas personas”, decía la carta con la que el físico alemán Albert Einstein (1879-1955) , entonces profesor emérito de la U niversidad de Princeton, en New Jersey, declinó el ofrecimiento del primer ministro israelí David Ben - Guri ó n, realizado a través de su embajador en la ONU y en Estados Unidos.
Y añadía: “Me siento todavía más apesadumbrado en estas circunstancias porque, desde que fui completamente consciente de nuestra precaria situación entre las naciones del mundo, mi relación con el pueblo judío se ha convertido en mi lazo humano más fuerte”.
Solo habían pasado cuatro años desde la partición de Palestina y la subsiguiente declaración unilateral de independencia por parte del nuevo Estado de Israel (1948). Casi al mismo tiempo, Egipto, Siria, Jordania, Irak y el Líbano invadieron el nuevo país sin previa declaración de guerra. Fue el primero de una serie de choques armados que han enfrentado a los judíos con sus vecinos en lo que desde entonces se conoce como el conflicto árabe-israelí, que, según la Universidad de Cambridge, ha costado ya la vida a más de 100.000 personas, entre civiles y militares de ambos bandos.
Liberal internacionalista
Pacifista activo durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), miembro de la Academia Prusiana de Ciencias y Premio Nobel de Física en 1921, Einstein, que ya se ha definido como “liberal internacionalista”, se topa con el antisemitismo en el Berlín convulso de entreguerras. Abrazará entonces por primera vez su identidad judía, que no contempla como religión sino como legado cultural e histórico y posición moral ante la vida: “Tender hacia el conocimiento, al saber por el saber, al amor por la justicia... y propender a la independencia personal, he aquí los cimientos de la tradición judía que justifican mi pertenencia a ella como un don especial del destino», escribe en Este es mi pueblo. En su única visita a Palestina, en 1923, no se identifica con los ultraortodoxos vestidos de negro que rezan ante el Muro de las Lamentaciones, pero queda admirado ante el progreso de las comunidades judías, la ciencia, la agricultura y el germen de la Universidad de Jerusalén.
Cuando los nacionalsocialistas conquistan el poder, en 1933, Einstein, ya por entonces el científico vivo más respetado del mundo, se convierte en un apestado en su país natal. Está pasando el semestre de invierno en el prestigioso Instituto CalTech de Pasadena, en California –donde siete décadas después ‘trabajarán’ Sheldon Cooper y Howard Wolowitz–, y decide no volver a Alemania. En marzo, poco después de la victoria de Hitler, hace público un manifiesto: “Mientras se me permita elegir, solo viviré en un país en el que haya libertades políticas, tolerancia e igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. La libertad política implica la libertad de expresar las propias opiniones, verbalmente y por escrito; la tolerancia implica el respeto por todas y cada una de las creencias individuales. Estas condiciones no existen hoy en Alemania: quienes más han hecho por la causa de la comprensión internacional ahora sufren persecución”.
¿Habría conseguido este hombre genial, nombrado Persona del Siglo por la revista Time en 1999, encontrar la fórmula magistral para poner de acuerdo a judíos y árabes en su pelea inacabable por Tierra Santa? Nunca lo sabremos. Lo único seguro es que lo habría intentado.