Alfonso XIII, el africano
El rey tenía suficiente dinero en el extranjero como para vivir entre grandes lujos en el exilio. Se separó de su esposa y, cuando en 1936 estalló la Guerra Civil, desde Roma apoyó al bando sublevado como “un falangista de primera hora”. De Franco esperaba la restauración, pero su relación acabó de mala manera. Dijo de él que lo eligió cuando no era nadie: “Me ha traicionado y engañado a cada paso”.
Alfonso XII ya había tenido dos hijas con su segunda esposa, María Cristina de Austria: Mercedes, que había llegado a ser proclamada princesa de Asturias, y María Teresa. E l pueblo esperaba con ansia conocer el sexo del bebé póstumo, que sería recibido con 16 cañonazos de ser niña y 21 de ser varón. El niño rey lo fue desde su nacimiento, el 17 de mayo del año 1886, y con un año de edad ya presidió una apertura de sesión de las Cortes. El último pronunciamiento militar que sufrió hasta la dictadura de Miguel Primo de Rivera fue el del general Pedro Villacampa, de la mano de la Asociación Militar Republicana, que se sublevó en el cuartel de San Gil y fracasó. La infancia del rey no conoció los vaivenes de la de su padre, que la vivió en el exilio, ni tampoco el desastre personal de la de su abuela, la reina Isabel II, marcada para el resto de su vida por ello.
Tuvo un ama del valle del Pas, Maximina Pedraja, que no pasó grandes penurias por Alfonso, que sin ser robusto era sano y ágil y se crio bien. El entorno del rey temía por encima de todo a la tuberculosis, de la que habían muerto Alfonso XII y, quizá también, María de las Mercedes, porque aún se desconocía si era hereditaria o contagiosa. El rey paseó al aire libre lo indecible, como medio para protegerle que se consideraba muy efectivo, y resultó con buena resistencia física, aunque contrajo sin remedio el tifus en El Alcázar de Sevilla, que la reina se resistió a visitar en lo sucesivo. También padeció, en 1890, lo que parecía ser una meningitis, que superó.
La formación castrense
Se le entregó por completo a manos de los militares que eligió su madre. Desde 1896, se constituyó un “cuarto de estudios del rey” que dirigieron sus jefes de estudios, Patricio Aguirre de Tejada, general de la Armada, y José Sanchiz, de Artillería. Dos comandantes compartían su formación en estudios generales, como Matemáticas, Derecho o Historia. Se levantaba todos los días a las siete y media de la mañana y recibía clases de equitación en el monte de El Pardo. Volvía siempre a la hora del té, lo que demuestra que la influencia británica de su reinado era anterior a sus años de matrimonio. Continuaba sus estudios por la tarde y hasta la noche, siempre solo, salvo en su formación castrense, que realizaba tres días a la semana con siete niños de familias conocidas: una formación autoritaria y clerical, antigua, muy represiva, escasa, a la que siempre se ha atribuido su carácter infantil y muy caprichoso. La infanta Eulalia, su tía, reconoció una vez que era “la corte más hermética de Europa”, o solo superada por la austriaca, de donde María Cristina trajo sus modos. Esta lo llamaba “bubi”, “nene” en alemán, lo que solo le permitía a ella y negaba a cualquier otra persona. En esta época nació su carácter fatuo y mezquino, que tan malos resultados dio como adulto: desde que percibió sus primeros estipendios, 25 pesetas al mes, comenzó a anotar cada gasto, por pequeño que fuera (cerillas, apuestas a las cartas o compras de revistas).
Su fama de vanidoso se comprueba leyendo sus diarios, donde detalla su angustia por la tarea que le esperaba y muestra su falta de confianza en sí mismo. Se aprecia en ellos que amaba al Ejército sobre todas las cosas, lo que hace comprender su papel en las guerras de África, que le valió el apodo de “el Africano”. Revela también que no leía, no tenía ning ún interés intelectual y odiaba las clases de música, que consideraba “insufribles”. Francisco Romero Robledo criticó muchísimo la educación del rey, afirmando que “había que haberlo llevado a las escuelas y no a los cuarteles”.
Que Alfonso era demasiado liberal en sus costumbres lo dejó en evidencia José Fernández Montaña, su profesor de latín y religión y confesor de la reina, que escribió en El Siglo un artículo afirmando que “todas las libertades liberales están reprobadas (...) por la autoridad suprema de la misma Iglesia de Dios” y que la “política liberal” no era “católica vieja”, lo que encendió las críticas. A las 48 horas, su cese fue fulminante, pero por orden de la reina. ¿Qué se consiguió con este episodio temprano? Demostrar la resistencia a lo liberal de las altas esferas y poner en evidencia al rey, que no tomó partido. Pocos podían imaginar que sus modos y maneras acabarían en el Barrio Chino de Barcelona, de la mano de Romanones, filmando películas eróticas y pornográficas.
Llega la proclamación
Fue el 17 de mayo de 1902 y el rey hizo referencia en su discurso a la experiencia que le faltaba y añadió, en tono humilde, que esperaba recibir del pueblo “inspiración” y la “adhesión” que este había demostrado a su “Augusta Madre”. Su primer acto como rey fue firmar el Real Decreto que le concedía a esta honores de reina consorte y crear una medalla palatina ex profeso para sus servidores en tiempos de la regencia. Hasta 1905, la reina, aunque discretamente, fue clave en los pasos que dio la monarquía. El rey acababa de dar por finalizada una vida extremadamente reglada y en franca reclusión y estaba por ver qué haría a partir de entonces. Nada más jurar, Moret le advirtió de que los enemigos de la monarquía habían vuelto y que algunos gestos del monarca los habían hecho enfurecer, como su “hostilidad a ciertos ministros” o la condecoración que el jefe de palacio quería negar al escritor canario Benito Pérez Galdós, cosa que nunca le perdonaron.
Crisis, la puerta de la dictadura
Alfonso no cargó directamente con el fracaso estrepitoso de 1898, en el que España perdió sus colonias, pero sí con todas sus consecuencias. Además, la monarquía liberal adolecía de otros muchos males: la representación política de muchos grupos sociales no estaba garantizada; el caciquismo campaba por sus respetos, con el ejemplo del conde de Romanones –íntimo del rey hasta su marcha al exilio–; el campesinado vivía paupérrimamente y, pese a que se legislaba en educación, el pueblo no llegaba a sentir los cambios. Un modelo público era aún impensable y todo se jugaba a la carta de la caridad y de la Iglesia, que arañaba, concordato en mano, cualquier migaja. Junto al auge del nacionalismo catalán, impidió que el turnismo tuviera el menor éxito en su interés –teórico– de implantar una auténtica democracia liberal.
Fuera, Alfonso tuvo un papel destacado en la llamada segunda guerra de Marruecos o guerra del Rif. Las tribus rifeñas habían atacado a los trabajadores de las minas de hierro, lo que suponía un agravio a acuerdos anteriores. El Ejército intervino para pacificar la zona por el oeste, sobre todo con el llamado desembarco de Larache en 1911. Mediante el Tratado de Fez (1912), Marruecos fue adjudicado a España como protectorado. Esto se retrasó en buena medida por el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, que también había tenido un frente en el continente africano para atacar todas las colonias alemanas en la zona.
La nieta de la reina Victoria
De haber vivido la reina Isabel II, habría dado saltos de alegría al ver a su nieto casado con una nieta de la reina Victoria de Inglaterra, a imagen de quien habían querido moldearla desde niña (aunque, desde luego, sin éxito).
Victoria Eugenia de Battemberg, nacida en el Castillo de Balmoral, Escocia, en octubre de 1887, debía su segundo nombre a la emperatriz Eugenia de Montijo, viuda de Napoleón III y gran valedora de Isabel en su exilio de París. El rey la conoció en 1905 en una fiesta en un hotel de Biarritz, donde pasaba temporadas. “Ena”, como era conocida por los suyos, era rubia, de ojos azules, delgada y de piel rosada, callada y reservada, muy atractiva. Casi había apalabrado su compromiso con el gran duque Boris de Rusia. La reina María Cristina se opuso frontalmente, dado que una de las abuelas de Victoria, la condesa Julia de Hauke, descendía de un simple mercenario, y esto le impedía tener rango de alteza real. Asimismo, temía la herencia hemofílica de la rama de la reina Victoria. Y, para colmo, era anglicana. Sin embargo, los deseos del consentido Alfonso se cumplieron una vez más y el compromiso se celebró el 9 de marzo del año 1906, con la certeza de que Ena se convertiría a la religi ón católica. Su tío, Eduardo VII, le dio el tratamiento de alteza real, pero esto no dulcificó su relación con la reina madre, que competía con ella por la atención de Alfonso. La Primera Guerra Mundial lo agravó todo: se enfrentaron abiertamente una germanófila de la casa de Austria y una inglesa, que expresó en público su apoyo al rey Jorge V de Reino Unido.
La relación entre ambos cónyuges quedó marcada, como la reina Cristina temía, por la transmisión de la hemofilia, algo de lo que el rey siempre culpó a Ena. Tuvieron siete hijos: cinco varones y dos mujeres. Alfonso, el mayor, nació con el mal y renunció a sus derechos dinásticos para casarse con una cubana, de la que acabaría divorciándose para casarse con otra. Jaime, el segundo, sufrió una doble mastoiditis a los cuatro años, lo que lo dejó sordo. También renunció a sus derechos, aunque fue pretendiente al trono de Francia como duque de Anjou hasta su muerte. Sus dos hijas, Beatriz y María Cristina, contrajeron matrimonio con nobles italianos. De los tres varones restantes, Fernando nació muerto, Gonzalo, el menor, nació también hemofílico y su antecesor, Juan, conde de Barcelona, reclamaría más tarde la corona de España sin éxito (Franco se la otorgó a su hijo Juan Carlos de acuerdo con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947).
Primo de Rivera y el Desastre de Annual
Volviendo a la crisis de la restauración, la puntilla se la dio el llamado Desastre de Annual, el hundimiento de la comandancia militar en Melilla. Los españoles perdieron esta batalla ante el líder rifeño Abd el-Krim en julio de 1921, lo que afectó profundamente a la imagen y los intereses de la monarquía. El avance que las tropas españolas habían intentado hacia la bahía de Alhucemas fue todo un despropósito. Los soldados españoles estaban mal alimentados y poco entrenados y peor equipados, y procedían en su mayoría de reclutamientos forzosos. Portaban artillería más que anticuada y calzaban simples alpargatas. La corrupción estaba muy extendida entre las tropas y los oficiales, que llegaban a comerciar con los rifeños vendiendo su propia intendencia. Pero Abd el-Krim reclutó tres veces más hombres de los que tenía, reunió mejor armamento y consiguió el apoyo de las tribus cabileñas, que en teoría apoyaban a España. Primero cayó Igueriben, que los españoles no consiguieron tomar y, con la moral por los suelos, cayó después Annual: 5.000 españoles contra 18.000 rifeños. Para entonces, Abd el-Krim proclamaba ya la guerra santa y cayó en sus manos casi todo el territorio del protectorado español. Con casi 14.000 víctimas a sus espaldas, el Gobierno de Allendesalazar se vio obligado a dimitir, encargándosele a Antonio Maura formar un Gobierno de concertación nacional en el que estuvieran presentes todos los partidos políticos. Indalecio Prieto diría de aquel momento que fue “el más agudo de la decadencia española”, y que el fracaso de la campaña de África había sido “total, absoluto y sin atenuantes”.
Miguel Primo de Rivera dio su golpe de Estado, el 13 de septiembre de 1923, como una solución de fuerza para resolver todos los problemas derivados de la crisis, y llegó a decir que duraría solo tres meses. Fue aceptado por el rey, que nombró al general presidente del Gobierno, lo que no sería más que el principio del fin de aquel. Las simpatías por la causa militarista de Alfonso no eran una sorpresa, precisamente. La política de Primo de Rivera desgajó de cuajo el apoyo a la monarquía en Cataluña, y al haber vencido, en su momento, militarmente en Marruecos, esto lo hizo más fuerte, pero también provocó que la monarquía se viera equiparada con él. Durante las primeras semanas del Directorio Militar, “el cirujano de hierro” prometía una política regionalista, pero inició un ciclo económico exterior expansivo hasta 1929, con una política intervencionista y muy proteccionista, invirtiendo en infraestructuras y obras públicas. A través de la Asamblea Nacional Consultiva que promovió, un gabinete único en la Europa de entreguerras, llegó a pergeñar los mimbres de una constitución antiliberal y autoritaria. Poco a poco, perdió toda su popularidad y el apoyo tanto del Ejército como del rey. Al no cumplir con su promesa de impulsar la descentralización, también los nacionalismos se le echaron encima, lo que lo llevó a dimitir en enero de 1930 y marcharse a París, donde murió poco después.
La hora de la Segunda República
Desde la caída de Primo de Rivera, con la llamada “dictablanda” de Dámaso Berenguer –y más tarde de Juan Bautista Aznar– comenzaron a sentarse las bases para la proclamación de la II República Española. El país no era ya, ni mucho menos, el que abrazó la primera. Primero, el comité revolucionario republicano-socialista, con Alcalá Zamora al frente, preparó una insurrección militar mediante un manifiesto en que arengaba a todos los españoles porque surgía “de las entrañas sociales un profundo clamor popular” que pedía justicia y “un impulso” que les llevaba a buscarla. Afirmaban que sus esperanzas ya estaban puestas en la república y que el pueblo estaba ya en la calle.
El golpe que preparaban venía legitimado por el acceso al poder de Primo de Rivera, pero fracasó por dos motivos: porque la huelga general que se pedía no llegó a declararse y porque en Jaca se sublevaron los generales al mando tres días antes. Fermín Galán y Ángel García Hernández fueron ejecutados por ello y encumbrados como mártires de la república. Después de estos hechos, Berenguer convocó elecciones el 1 de marzo de 1931 porque quería reconocer “las libertades públicas de expresión, reunión y asociación”. Pero, al no tratarse de Cortes Constituyentes, no recibió apoyo alguno.
El rey disolvió entonces la “dictablanda” de Berenguer y encargó a Aznar que buscara apoyo, pero hasta los que estaban en la cárcel se lo negaron, como Miguel Maura. Se rodeó entonces de leales a su persona, como el conde de Romanones, con el que hab ía coincidido desde la más alta política hasta los más bajos fondos, y se prepararon por fin las elecciones del 12 de abril. La facción republicana ganó en 41 de 50 capitales de provincia y dos días después, el 14 de abril de 1931, se proclamó la II República Española, tras lo cual Alfonso XIII y su familia abandonaron el país.
A cuerpo de rey
El rey tenía suficiente dinero en el extranjero como para vivir entre grandes lujos en el exilio. Se separó de su esposa y, cuando en 1936 estalló la Guerra Civil, desde Roma apoyó al bando sublevado como “un falangista de primera hora” (en realidad, tenía mejores relaciones con la CEDA de Gil-Robles, en la que habían recalado los alfonsinos al verse sin padrinos). De Franco esperaba la restauración, pero su relación acabó de mala manera. Dijo de él que lo eligió cuando no era nadie: “Me ha traicionado y engañado a cada paso”.
Alfonso XIII murió de una angina de pecho el 28 de febrero de 1941, después de renunciar a sus derechos en favor de su hijo Juan.