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Isabel II y su reinado femenino

Dos aspectos de su vida que persisten asociados a su figura. Sobre todo, sus relaciones íntimas, pero, también, su fervor religioso.

El reinado isabelino (1833-1868) fue, en gran medida, la época inaugural del Estado nacional español tras la disolución de la monarquía católica, una vez fracasados los ensayos de la nación “de ambos hemisferios” que prometía la constitución revolucionaria de Cádiz y finiquitada la impotencia restauradora de los dos periodos de absolutismo fernandino, cuya posible continuidad fue derrotada en la primera guerra Carlista (1833-1840). Aunque fue un reinado largo, en el que tuvieron lugar desarrollos fundamentales de la construcción del Estado liberal, se vio envuelto en conflictos muy importantes. La propia reina experimentó esta inestabilidad en primera persona. Huérfana de padre desde los tres años, su subida al trono provocó una larga guerra civil cuyo fin coincidió con el destierro de su madre cuando ella acababa de cumplir una década de vida. La expulsión de su madre del reino tenía una evidente conexión con esa condición cronológica: su niñez. La peligrosidad política de los interregnos, las sucesiones y las regencias es un tópico clásico de la historia de las monarquías. En cierto sentido, la particularidad de su reinado consistió en que su minoría de edad se prolongó hasta el punto de convertirse en una condición permanente de la política española del periodo, aunque legal y oficialmente la había dejado atrás al cumplir catorce años (1844). Esta incapacidad de la reina se difundió en la cultura del momento al enfatizar dos aspectos de su vida que persisten asociados a su figura. Sobre todo, sus relaciones íntimas, pero, también, su fervor religioso. Ambos elementos, además de presentarse como declinaciones de su carácter y subrayarse como conductas rayanas con lo patológico, coincidían con la otra dimensión que resultó un factor decisivo de su vida y de su reinado: su feminidad.

La potencialidad transformadora de los reinados femeninos es evidente en la historia española. Las dos mujeres que cabe señalar como las más cercanas antecesoras de Isabel II en el trono, Isabel la Católica y su hija Juana, propiciaron con sus matrimonios modificaciones decisivas en la Corona de Castilla. En un primer momento, la inocencia infantil y la feminidad de Isabel fueron explotadas por sus partidarios como expresiones poderosas del luminoso futuro que le aguardaba a la España liberal. De hecho, las invocaciones y comparaciones con la primera Isabel fueron muy abundantes. En la época de la primera guerra Carlista se publicaron un festín de poesías, canciones, discursos e imágenes de acuerdo con estas coordenadas, tratando de presentar el contraste entre la inocencia de la niña y el supuesto fanatismo de su tío don Carlos. Con el tiempo, esa infantilidad contribuiría a la distorsión del régimen constitucional y esa feminidad sería un arsenal para la propaganda propia de la pelea entre partidos gracias a los escándalos que trufaron su vida.

La edad de Isabel II en la primera década de su reinado constituyó un foco de competencia por su tutela. Su madre y los distintos partidos pugnaron por hacerse con la reina y así con el poder clave de la monarquía. A esa competición obedeció la expulsión de su madre del reino y la sucesión de nombres que se acumuló en los años primeros de su reinado en los cargos clave del palacio Real. Con todo, una vez superada la mayoría legal, la influencia sobre la reina persistió como la pugna sustancial de la historia política de su reinado, una circunstancia propiciada por la consideración que merecía su feminidad.

El incidente Olózaga

Era tan influyente esta concepción, que la primera prueba del cariz que iba a tomar la feminidad de la reina no necesitó de ninguna acción por su parte. Recién alcanzada su mayoría de edad, el recordado como “incidente Olózaga” consistió en la acusación al presidente del Consejo de Ministros de haber obtenido la firma de la reina para la disolución de las Cortes mediante la intimidación en sus habitaciones privadas. Además de provocar el exilio de Olózaga y la llegada al poder de los moderados, este suceso apuntaba a la condición problemática que tenía su feminidad para el orden político. Uno de los poderes, el de la Corona, no podía funcionar por sí mismo, de manera que era susceptible de ser manejado, manipulado o aprovechado por otros.

La aprobación de la Constitución de 1845, tras el regreso de los moderados al poder, apuntaló la importancia de la Corona ylas posibles complicaciones que auguraba la identidad de su titular. Todos los miembros de la cámara alta pasaban a ser escogidos por designación regia. Sin embargo, la modificación más importante a este respecto era la consideración de que la soberanía correspondía “a las Cortes con el Rey”, pero reservando a la Corona la competencia de disolver las cámaras. De esta manera, el control de Isabel II equivalía al control del propio régimen político. Los moderados supieron aprovechar esta circunstancia, mientras mantuvieron la influencia sobre Isabel II, pero una vez que la perdieron, las flaquezas de la reina comenzaron a ser aireadas como una estrategia política de la lucha partidista. De esta manera, la feminidad de la reina se convirtió en el factor decisivo de los cambios en el poder político.

Un desacierto 'insigne'

Un acontecimiento central en la evolución de esta feminidad fue su matrimonio. Dada la juventud de la reina, en la cuestión de su matrimonio estaba también incluida su hermana Luisa Fernanda, provisional heredera, que finalmente se casó el mismo día que ella, el 10 de octubre de 1846. La importancia que se le otorgaba al enlace era una consecuencia lógica de la consideración que merecía la condición femenina de Isabel. A juicio de todos, su monarquía tendría el tono, la dirección y la fuerza que le diera su marido. Por eso, las bodas reales, como se las llamó en España, o las bodas españolas, como se las llamó en Europa, concitaron un intenso debate. En la discusión se mezclaba la lucha partidista española y las preocupaciones sobre el “equilibrio de Europa” que interesaban, sobre todo, a franceses y británicos. Ambas dimensiones estaban muy conectadas. Por una parte, el Partido Moderado, en especial tras el exilio parisino de los Muñoz, estaba muy vinculado a la monarquía de Luis Felipe y, por otra, los progresistas tenían múltiples conexiones británicas. La sucesión de posibles candidatos que se fueron eliminando se proponían y se descartaban por su proximidad dinástica a los monarcas de Francia y Gran Bretaña. Cancelada la opción de un príncipe extranjero, los potenciales consortes españoles eran vistos como los representantes de uno u otro partido. La elección final recayó en Francisco de Asís de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, primo hermano de la reina, de acuerdo con los deseos de los moderados que controlaban entonces el Gobierno. Esta decisión fue interpretada como un triunfo francés, sobre todo de François Guizot, dado que Luisa Fernanda se casó con el duque de Montpensier, hijo del rey de los franceses, Luis Felipe de Orleans. La idoneidad del marido escogido venía dada por su vaciamiento de significado o voluntad política conocida. Si el consorte tampoco llenaba el trono, que Isabel como mujer no ocupaba adecuadamente, este quedaba libre a las intenciones del Gobierno, es decir, de los moderados. Con el tiempo, Francisco de Asís sí llegó a manifestar sus preferencias políticas, muy alejadas del liberalismo. Sin embargo, si el matrimonio se convirtió en un problema no fue tanto por eso, sino por la poca simpatía que la reina tenía por su marido. Los adulterios que siguieron a ese “desacierto insigne”, como lo llamó Donoso Cortés, tenían una de sus raíces en esa difícil relación conyugal. La promiscuidad habitual en muchas aristócratas decimonónicas no se interpretaba en el caso de Isabel II como signo de modernidad, emancipación o sofisticación, sino que se señalaba como una lamentable debilidad femenina.

En ese debate nupcial, el primer novio que se había propuesto para la joven reina era su también primo hermano Carlos Luis, primogénito de don Carlos. Desde los primeros pasos de la Guerra Civil, esa fusión dinástica apareció y reapareció como solución final a todas las diferencias entre carlistas e isabelinos. Sin embargo, en la coyuntura que se abrió con relación al matrimonio de la reina entre 1844 y 1846, la corte carlista exiliada reavivó esa opción con la abdicación de don Carlos. Así, su hijo, que asumía el título de conde de Montemolín, pasó a ser el rey de los carlistas y publicó un manifiesto conciliador con el fin de animar ese arreglo dinástico. Sin embargo, a nadie de los que podían contar en esa discusión le interesaba la idea de introducir a los carlistas en Madrid y menos en una instancia tan poderosa como la alcoba de la reina. El fracaso de este proyecto alentó la decisión de retomar el camino de la rebelión entre las filas carlistas, como se demostró en la guerra dels Matiners (1847-1849) que se puso en marcha tras las bodas reales. Si bien, este conflicto no logró extenderse más allá de Cataluña, dio muestras de cierta vitalidad del carlismo que luchó en esa ocasión por Montemolín. Paradójicamente, dada la posición política de los carlistas, esta pequeña guerra fue la mayor amenaza al régimen moderado en el contexto revolucionario europeo en torno al año 1848. La relativa paz que logró la eficaz represión del Gobierno moderado en España contrastó con las tremendas consecuencias que tuvo ese momento revolucionario en el resto del continente. Junto a la aproximación a la Iglesia católica, restableciendo sus relaciones definitivamente en 1851 por medio de un Concordato, presentó a España como una de las monarquías conservadoras con una cierta estabilidad tras varias décadas de desorden.

La influencia de la 'camarilla'

L a importancia que tuvo el laberíntico entorno cortesano par a explicar el rumbo político de la monarquía terminó por deteriorar para muchos el prestigio de la Corona y se conformó una cultura republicana con muchos vínculos transnacionales, a pesar de la represión. “Camarilla” fue una palabra repetida sin cesar, a medida que creció el descontento y la crítica con la monarquía y su monarca. La camarilla potenciaba ambas “debilidades de mujer”, sus infidelidades y sus devociones. Además de la lista de hombres con quienes se le supusieron relaciones, en las denuncias y chanzas sobre esta camarilla estuvieron muy presentes los nombres del catalán Antonio María Claret (hoy declarado santo), que fue su confesor, y sor Patrocinio, cuyo epíteto popular era “la monja de las llagas”. Las críticas a este ámbito palaciego quizá alcanzaron su máxima expresión en un libro de acuarelas, atribuido a las cuatro manos de los hermanos Bécquer, que llevaba al paroxismo el retrato de la corte isabelina como un exceso continuo de carnalidad y piedad religiosa. Más allá de la descripción entre caricaturesca y morbosa de la vida de la reina, la “camarilla” que más influencia tuvo en el desarrollo político y económico de España giraba en torno al matrimonio formado por su madre María Cristina y Fernando Muñoz. Entre los miembros de ese círculo, el nombre clave en el regreso de los moderados fue el de Juan Donoso Cortés, hábil palaciego en su actividad previa a la posterior evolución política que le convirtió en uno de los autores del canon reaccionario. Sin embargo, hubo toda una miríada de “cristinos” que se beneficiaron de las ventas de bienes de la Iglesia, las obras públicas y el desarrollo del ferrocarril en el reinado isabelino. Además de los Muñoz, Francisco de Asís también fue activo en estos negocios.

Fracaso de la feminidad

La reina, en cambio, pese a aparecer como un sujeto incapaz de gobernarsey de gobernar ante la opinión pública, disfrutó de cierto éxito popular por su llaneza, su gusto castizo y su costumbre de conceder favores y donativos a causas caritativas. Sin embargo, en el paradigma burgués ascendiente que reservaba para las mujeres un papel doméstico, hogareño y familiar, su fracaso fue total. Esta feminidad fracasada contrasta con el éxito indisputado de su contemporánea británica, Victoria, cuyo nombre llegó a fundirse con la hegemonía imperial de Gran Bretaña. Esa comparación está en los orígenes de la poderosa reinterpretación de la época isabelina que llevó a cabo la historiadora Isabel Burdiel y que subrayaba las tremendas consecuencias que tuvieron la inocencia, la feminidad y la vida privada de la reina. El desarrollo constitucional, el acontecer político y el fracaso último de la monarquía de los moderados estuvo ligada a la incapacidad de la reina para ejercer el poder que le prescribía la Constitución de 1845. Esa debilidad se traducía en una mayor influencia del Gobierno que terminó desnaturalizando la propia monarquía parlamentaria.

La revolución 'gloriosa'

La historiografía suele recortar el reinado efectivo de Isabel II en varios periodos en función del partido que presidía el Consejo de Ministros. Así se señalan la Década Moderada (1844-1854) que terminó con la revolución de 1854, el Bienio Progresista (1854-1856), el Bienio Moderado (1856-1858), los gobiernos de la Unión Liberal de O’Donnell (1858-1863) y la crisis del régimen que volvió a tener a los moderados en el Gobierno de la monarquía (1863-1868). Sin duda, el partido hegemónico de su reinado fue el moderado que aprobó la Constitución de 1845, aunque en su seno albergaba una cierta diversidad política. Algunos de los hitos fundamentales, además del desarrollo legislativo y la construcción de infraestructuras, fueron la creación de la Guardia Civil (1844), las reformas de la Hacienda y la progresiva conformación de un aparato administrativo del Estado. Durante la década de 1860, la inestabilidad política aumentó de manera notable, así como las medidas represivas que tuvieron en el general moderado Ramón María Narváez su responsable más visible. La muerte de Narváez, meses antes de la revolución de septiembre de 1868, privó a la monarquía isabelina de su defensor más efectivo. Esa revolución, cuyos partidarios bautizaron como “Gloriosa”, por parangonarla con la inglesa, supuso el exilio de Isabel II y un nuevo fin provisional de la dinastía borbónica en el trono de España. Isabel pasó las últimas décadas de su vida en la capital francesa, donde llevó una vida retirada hasta su muerte en el palacio de Castilla de la Avenida Kleber. Pocos años después del inicio de su exilio, su familia, en la persona de su hijo Alfonso, fue convocada de nuevo al trono de España. En gran contraste con la tormentosa infancia que padeció la soberana, la educación cosmopolita de su hijo se alabó como su gran virtud. En todo caso, en las peculiares exigencias a un monarca liberal, la mayor de las ventajas de Alfonso XII, respecto a su madre, era tan obvia como previa a su esmerada formación: no era una mujer.

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