Dentro de 'El laberinto del fauno'
El mundo imaginario de la niña protagonista queda plasmado en la pantalla y nos deslumbra como si se tratase de un terrible cuento de hadas que se alterna con la parte más realista del discurso cinematográfico.
El laberinto del fauno (2006) es posiblemente uno de los cuentos más maravillosos rodados en la historia del cine, a pesar de no ser una adaptación literaria. Guillermo del Toro ha reconocido en numerosas ocasiones la influencia que tuvieron para su trabajo textos como Sleepy Hollow, de Washington Irving –llevada al cine por Tim Burton en 1999–, o las narraciones de los hermanos Grimm. Se trata de la segunda película que el director mexicano dedica a la Guerra Civil española tras El espinazo del diablo (2001), inspirada en la serie de cómics Paracuellos (1976-2017) de Carlos Giménez.
En esta nos muestra el contraste entre quien mira (la infancia) y lo que observa (la violencia, el abuso de poder y la crueldad derivadas de la guerra). Ese asunto, muy presente en películas tan notables como La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Secretos del corazón(Montxo Armendáriz, 1997), El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) o incluso La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), se desarrolla aquí de un modo novedoso. Porque la dislocación entre lo objetivo y lo subjetivo (lo exterior y lo interior) del personaje de Ofelia no se produce: son dos mundos paralelos, pero no opuestos.
El mundo imaginario de la niña protagonista, al igual que el de Camino en Camino (2008), de Javier Fesser, queda plasmado en la pantalla y nos deslumbra como si se tratase de un terrible cuento de hadas que se alterna con la parte más realista del discurso cinematográfico. En El laberinto del fauno, la fantasía de Ofelia crea una realidad paralela a la España de 1944, en la que el Régimen llevó a cabo ejecuciones sistemáticas, con la que es capaz de enfrentarse a la violencia y la crueldad de su padrastro, un capitán del ejército franquista obsesionado con eliminar cualquier vestigio de resistencia.
Ofelia se evade leyendo cuentos de hadas y mediante sus propias creaciones imaginarias. Su misión en ese mundo fantástico, también lleno de amenazas, no es solo la superación de las tres pruebas que le impone el fauno Pan si quiere conseguir la inmortalidad; es –además– salvar a su madre y a su hermano del maltrato de su padrastro, el capitán Vidal, un personaje que concentra toda la represión de la época y magistralmente interpretado por Sergi López.
En películas como La vida es bella o El espíritu de la colmena, la distinción entre el mundo exterior e interior del niño, por lo general, se hace a través de los diálogos o se sugiere, pero no alcanza la exuberancia y la cantidad de detalles próximos al barroquismo de la película de Guillermo del Toro, en la que se percibe la huella del realismo mágico latinoaméricano en el que los niveles realistas e imaginarios permanecen siempre solapados y son tan esenciales y reales los unos como los otros.
En el país de la fantasía y la oscuridad
Ese mundo híbrido de la infancia, real y fantástico a la vez, también hace guiños a obras literarias como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o películas como El resplandor(Stanley Kubrick, 1980), esta última sobre todo cuando Vidal persigue a Ofelia en el laberinto. En la adaptación que hizo Kubrick del libro de Stephen King, el padre es también tiránico y desequilibrado e intenta acabar con la vida de su mujer y de su hijo.
Vidal aparece perfectamente aseado, despótico y frío con sus subordinados y asociado a maquinarias de distintos tipos –incluso dentro del espacio de la casa, donde tiene su cuartel–, toda una metáfora de la maquinaria del primer franquismo con la que el Régimen pretendía borrar lo antes posible los estragos de la guerra e instaurar esa “España grande y pura” hija esmerada y predilecta del catolicismo; una deshumanización que se transforma pronto en brutal violencia que Vidal no solo dirige hacia los maquis ocultos en el bosque, la resistencia clandestina y los informantes, sino también hacia su familia: Carmen, su mujer, y Ofelia, su hijastra.
Pero los personajes femeninos en esta película no son homogéneos, en absoluto. Frente a la fragilidad de Carmen está Mercedes, la informante que arriesga su vida apoyando a los maquis escondidos en el bosque. Y también la misma Ofelia, el personaje más versátil de todos, cuya resistencia se desarrolla tanto en el territorio de lo real, al intentar proteger a su madre y a su hermano, como en el imaginario, al crear ese cuento de hadas que ella misma protagoniza. El desprecio del capitán hacia las mujeres queda latente en muchas escenas. Para Vidal –y, por extensión, para la sociedad franquista–, son solo un vehículo para que la estirpe victoriosa se reproduzca.
Los vencidos son retratados por Guillermo del Toro como seres indefensos, solidarios y bondadosos, quizá por su condición de víctimas abocadas al sufrimiento y la miseria. Esa caracterización, que pudiera parecer plana y desmedida en primera instancia, es coherente con el punto de vista y la mirada de Ofelia, una niña de once años –el mundo se divide para ella en malos y buenos, tiranos y resistentes, realidad y ficción–, y a la par con el relato maniqueísta del mundo y de la Guerra Civil impuesto por los vencedores durante todo el franquismo: los “buenos” vencieron a los “malos”.
Lo real e imaginario, un mismo mundo
Las escenas de extrema crueldad protagonizadas por el capitán contrastan con la violencia sofisticada, también presente, que aparece en el mundo imaginario de Ofelia: el fauno, el sapo, el hombre de rostro pálido, etc. Aunque esta se enfrenta al mundo real de manera satisfactoria a través de su universo imaginario, su padrastro termina asesinándola. Sin embargo, en un juego de espejos, en el reino de la fantasía ganará la inmortalidad y podrá reencontrarse con sus padres al superar todas las pruebas de Pan.
En definitiva, estamos ante un largometraje atípico y singular que muestra la continuidad entre lo real y lo imaginario, en el contexto de la dictadura franquista y a través de la mirada de una niña. Ese espacio de ficción constituye el último subterfugio en el que ella puede sentirse a salvo; un lugar para la infancia mucho más próximo a los cuentos tradicionales de los hermanos Grimm, Perrault o Hans Christian Andersen que a las versiones edulcoradas de Disney.