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Marcelino Sanz de Sautuola, descubridor de Altamira

El cántabro Marcelino Sanz y su hija María descubrieron el valor científico de las cuevas de Altamira al hallar útiles y pinturas paleolíticas.

El interés por realizar estudios basados en principios científicos relacionados con las etapas prehistóricas del hombre apareció en el siglo XIX. Hasta entonces, era poco lo que se sabía de ese prolongado periodo previo a la historia que, sin embargo, en muchos sentidos resultó ser el más definitorio para la especie humana. Fue durante el 1800 cuando todos estos conocimientos que hasta entonces se habían definido por su ausencia empezaron a tomar los salones de instituciones científicas de toda Europa, llegando a definirse y redefinirse la concepción que se tenía de las sociedades prehistóricas en intervalos muy cortos de tiempo.

Figuras como Cartailhac, Mortillet, Quatrefages o Virchow destacaron como eruditos y autoridades del campo, pero hasta los más sabios pueden equivocarse de vez en cuando. En España contamos con el inestimable Marcelino Sanz de Sautuola, el Howard Carter montañés, quien descubrió el valor arqueológico y antropológico de las cuevas de Altamira (Cantabria) y fue vilipendiado por sus compañeros europeos por amenazar sus teorías los principios que hasta entonces definían el conocimiento que se tenía de nuestros antepasados paleolíticos.

El hallazgo

Marcelino Sanz de Sautuola era un cántabro nacido en 1821, de buena familia y muy bien educado en ciencias que desde joven demostró sentir fascinación por la historia. Tenía por costumbre la familia Sautuola pasar los veranos en la montaña, en un caserío que tenían en Puente de San Miguel, y fue allí donde oyó hablar por primera vez de la cueva que cambiaría su mundo (y el nuestro). El lugar había sido descubierto en 1868 por un lugareño, Modesto Cubillas, mientras cazaba y quiso el destino que este Cumillas trabajara para Marcelino y le hablara de su descubrimiento. Hallar una cueva en una zona montañosa no parecía ser nada extraordinario pero Marcelino, seguidor incansable de todas las novedades y estudios científicos que se llevaban a cabo en Europa, sabía que no eran pocos los lugares de ese tipo donde se habían encontrado restos y herramientas prehistóricas.

La primera visita de Marcelino a la cueva tuvo lugar en 1875, guiado por el propio Modesto Cumillas y quedándose en la parte exterior de la misma. Ya entonces encontró restos de animales prehistóricos y piezas talladas en sílex, lo que confirmaba que la cueva de Altamira había estado habitada por seres humanos hacía miles de años. Marcelino decidió entonces cerrar la entrada de la cueva instalando una puerta metálica de la que solo él tenía la llave para proteger cualquier otro tesoro que pudiera albergar. Entusiasmado, Sautuola viajó a Madrid y mostró sus hallazgos a Juan Vilanova, catedrático de Geología de la Universidad de Madrid y un referente entre los prehistoriadores hispanos.

En 1879, un año después de visitar la Exposición Universal de París y ver otros restos similares a los que había encontrado, Marcelino decidió volver a Altamira y llevó consigo a su hija María, una despierta niña de ocho años. Mientras Marcelino excavaba en las primeras estancias de la cueva buscando nuevos artilugios de sílex o huesos animales, la pequeña se entretenía corriendo por el interior de la cueva con un candil. Fue entonces cuando, por accidente, entró en una cavidad cuyas paredes estaban cubiertas por imágenes de animales y llamó a su padre gritando “¡Mira papá, hay toros pintados!”. Marcelino no podía creerse lo que acababan de descubrir: pinturas de bisontes, jabalíes, caballos y ciervos realizadas con grandísimo lujo de detalles y un cuidado tratamiento policromático que parecían tan antiguas como los utensilios que había encontrado. Vilanova, tras escuchar el relato de Marcelino, visitó la cueva y quedó tan impresionado como lo había estado el cántabro la primera vez que había visto aquellas cornamentas.

Se habían encontrado, sin saberlo, con la Capilla Sixtina del arte paleolítico.

Bisonte de Altamira. Imagen: iStock Photo.

AltamiraBisonte de Altamira. Imagen: iStock Photo.

La respuesta internacional

Al año siguiente, en 1880, Sanz de Sautuola publicó Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos, trabajo en el que relataba su hallazgo y las consecuencias que este tenía para la comunidad científica. El texto no dejó indiferente a nadie en la y es que era la primera vez que se hablaba de arte prehistórico y se asumía que los seres humanos del Paleolítico tenían la capacidad de abstraer conceptos y seres de su entorno y plasmarlos en las paredes de la cueva. La respuesta de los expertos europeos fue negativa, afirmando que debía tratarse de pinturas hechas en tiempos modernos e incluso insinuando que todo había sido orquestado por Marcelino Sanz de Sautuola y Vilanova para ganar crédito.

Pero, ¿a qué se debía tal rechazo? Hay que entenderlo como un cúmulo de circunstancias que hizo desconfiar a los mayores expertos en prehistoria del continente. Para empezar, como ya se ha dicho, las de Altamira fueron las primeras pinturas rupestres de la época paleolítica que se dieron a conocer y esto ya hizo sospechar a más de uno. Además, lo que se sabía por entonces de los hombres prehistóricos les dejaba en muy mal lugar, reduciéndolos a criaturas con una inteligencia similar a la de otros primates que, si bien les permitía fabricar útiles sencillos, ni de lejos les habría llevado a hacer pinturas de esas características. A estos dos factores hay que añadir las disputas entre los enfoques creacionistas y evolucionistas y el empeño nacionalista de los investigadores franceses por mantener para ellos el mérito de los grandes descubrimientos, aunque eso supusiera despreciar los de otros.

Limpiando el nombre de Marcelino

No importó lo mucho que se esforzaron por probar que sus hallazgos eran verdaderos y que suponían un cambio de paradigma en lo que se sabía hasta entonces de las sociedades prehistóricas, Marcelino y Vilanova fueron denigrados, desprestigiados y prácticamente apartados del mundo científico. Sautuola acabaría por renegar de las pinturas rupestres y de su estudio al no poder soportar las burlas, el rechazo y las acusaciones de mentiroso a las que fue sometido.

Curiosamente, durante las dos últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX empezaron a aparecer otras muestras de arte prehistórico en cuevas de Francia como la gruta de Chabot (1878), Les Combarelles (1901) o La Greze (1904). Los estudiosos franceses, que fueron de los más críticos con el trabajo del cántabro, se vieron abrumados por estas pruebas irrefutables y no tuvieron más remedio que reconocer su error, pero ya era tarde. Marcelino había muerto en 1888 y Vilanova en 1893, sin poder disfrutar del mérito y del reconocimiento que se merecían por su trabajo.

Desde entonces, la comunidad científica ha restaurado el nombre de ambos investigadores y las cuevas de Altamira son reconocidas internacionalmente como uno de los yacimientos prehistóricos más valiosos y únicos de todo el mundo. Fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1985 y sus pinturas, además del ejemplo más representativo de arte paleolítico, se han convertido en obras universales de extraordinaria belleza y valor.

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