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Faraones: los hijos de los dioses

En el antiguo Egipto, los faraones se consideraban mitad reyes, mitad deidades. Personajes carismáticos de enorme autoridad política y religiosa, eran reverenciados por sus súbditos desde antes del 3000 a.C.


Los primeros faraones gobernaron muy lejos de las pirámides que construirían sus descendientes. En la etapa inicial se establecieron en el Alto Egipto, el curso inicial del Nilo dentro del territorio histórico del país, en el sur, más cerca de la primera catarata del río que de la desembocadura. Sería la acción conquistadora de los faraones la que los llevaría hasta el delta del Nilo, del que se apropiaron. Esta acción, que unificaría sus dominios en torno a la totalidad del recorrido del gran río (desde la isla de Elefantina hasta las costas mediterráneas), la completó Narmer, el primer gran faraón histórico, fundador de la Dinastía I.
En varias paletas rituales sobre las que se grabaron imágenes de guerra –que constituyen auténticos cómics neolíticos– han quedado narrados hechos esenciales de las guerras de unificación protagonizadas por el portentoso Narmer: el faraón inspeccionando un campo de batalla con víctimas decapitadas; el faraón transfigurado en un toro que aplasta a un enemigo de inequívocos rasgos asiáticos; el faraón haciendo caer a otros rivales con aspecto de pertenecer a tribus libias... En las imágenes se ve a Narmer con dos coronas, como luego será habitual, demostrando que llegó a mandar en el Alto y en el Bajo Egipto, este último recién conquistado. La tendencia a divinizar a los faraones −hijos de los dioses− ya empieza a darse en este momento.
Buscando consolidar su poder, estos primeros reyes se convirtieron en monarcas itinerantes que recorrían constantemente el Nilo para estar presentes en todos los rincones de sus grandes dominios. Luego, con las dinastías que dieron origen al Imperio Antiguo, se trasladarían a Menfis, en el delta, que se convirtió en capital. Y, junto a su nueva residencia en vida, iban a instalar también las que serían sus moradas después de la muerte: así surgieron los enclaves funerarios de las pirámides.
Entre los nombres más destacados de esta época de grandiosidad, además del citado Zoser, brillan los de Esnofru y Keops. El primero derrotó a nubios y libios (pueblos fronterizos en el sur y el oeste), mantuvo intensas relaciones comerciales con los fenicios –se sabe que desde Biblos se enviaron cuarenta barcos con madera de cedro del Líbano– y perfeccionó la fabricación de las pirámides, no sin esfuerzo. Hasta tres de ellas ordenó edificar, alguna mal acabada, una dedicación constructiva que solo se podía sostener con un grandioso poder personal y el control de las riquezas del país.


De Keops a los tebanos

Keops, por su parte, llevó a cabo una gran centralización del poder a costa de los sacerdotes. Completó el cambio del culto divino hacia la figura del Sol (Ra), lo que le acarreó choques con el establishment eclesiástico de la época. A los sacerdotes se les atribuye haber extendido la leyenda de Keops como un tirano cruel que esquilmó Egipto para pagar la construcción de la Gran Pirámide (las únicas maravillas del mundo antiguo todavía en pie), propalando incluso el rumor de que había hecho prostituirse a su hija a fin de obtener dinero para la megalómana obra, leyenda negra que aún hoy se recuerda.
Tras acabar la Dinastía VI, Egipto entró en un período de disgregación en que los caciques locales asumieron el poder sobre dominios más pequeños y la autoridad central dejó de ser efectiva. No volverían a aparecer faraones destacables hasta que se produjo un nuevo movimiento de recentralización, para el cual fue necesario esperar hasta la Dinastía XI. Fue la primera con mandatarios procedentes de Tebas, una ciudad del Alto Egipto que, de ser un enclave de escasa importancia, pasó a convertirse en la nueva plaza fuerte del país, llegando a exhibir una grandiosidad que encandilaría al mundo antiguo (Homero se hizo eco de esta admiración llamándola “la ciudad de las cien puertas”).
Encabezó esta nueva élite Mentuhotep II, que eliminó a otros reyezuelos rivales y restableció la autoridad del faraón. Sus sucesores, que llevarían su mismo nombre, Mentuhotep III y IV, mantuvieron la voluntad de grandeza con ambiciosas expediciones para controlar el sur y las rutas del este que cruzaban el desierto hasta el mar Rojo. Sin embargo, tras la Dinastía XII (la de los Sesostris) y la XIII, Egipto volvería a caer en las mismas tendencias centrífugas ya vividas y pasaría por un largo paréntesis conocido como el de los “reyes extranjeros” o hicsos, venidos de Oriente Medio.Los egipcios vivieron esta etapa como una humillación y sus élites más aguerridas acabaron por expulsar a los invasores tras varios intentos fallidos. El mérito de lograrlo le correspondió a Amosis, quien conquistó su capital, Ávaris. Comenzaba así el Imperio Nuevo, la parte más gloriosa de la historia egipcia, con sus faraones más conocidos.
La Dinastía XVIII es la gran protagonista. Es el momento de los Amenofis y los Tutmosis y también de Hatshepsut, la más destacada de las pocas reinas-faraones que accedieron a la doble corona egipcia.
Más información sobre el tema en el artículo Un enlace terrenal con la divinidad José Ángel Martos.Aparece en el MUY HISTORIA, dedicado a El esplendor de Egipto. La edad de oro del país de los faraones.
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