Así ganó Italia el Mundial de Fútbol de 1934
En los años treinta, tanto alemanes como italianos vieron el potencial del fútbol y el deporte como medio propagandístico. Mussolini se aplicó el cuento para vencer en el Mundial de Fútbol de 1934.
Dicen que, cuando en 1930 empezó a acariciar la idea de organizar (y ganar) un Mundial, Benito Mussolini solo había visto un partido de fútbol en su vida. Eso no le impidió entender enseguida que, lo mismo que otro gran entretenimiento de masas llamado cine, el balompié podía brindarles a él y a su régimen un formidable soporte político y propagandístico. Entre los valores fundacionales del fascismo estaban la juventud –recordemos: el himno fascista italiano se llamaba así, Giovinezza–, la acción, la fuerza y la violencia; puro fútbol, vaya. Y todos los autoritarismos potenciaban la práctica deportiva como método para forjar el carácter y la disciplina. Además de las inmensas posibilidades de adoctrinamiento ciego que ofrecía, naturalmente.
La primera Copa Mundial de Fútbol de la FIFA se había celebrado con gran éxito en Uruguay en 1930, y se acordó que la siguiente edición se disputaría en un país europeo cuatro años más tarde, iniciándose así una tradición que llega hasta nuestros días. Mussolini no perdió el tiempo: el segundo Mundial tenía que ser suyo. Por eso en 1931, incluso antes de lograr la concesión del evento para Italia, puso en marcha, sin escatimar en gastos, el fichaje de los llamados oriundi, grandes futbolistas sudamericanos de ascendencia italiana a los que se les dieron toda clase de facilidades y prebendas –doble nacionalidad incluida– si se avenían a defender los colores del fascio. Fue así como la selección azzurra contó pronto entre sus filas con genios del balón como los argentinos Monti, Demaría, Guaita y Orsi o el brasileño Guarisi.
Las condiciones ofrecidas fueron irrechazables: a Luis Monti, por ejemplo, lo fichó la Juventus de Turín –paso previo para poder ser nacionalizado y seleccionado– por 5.000 dólares mensuales, un dineral para la época. Y todo ese dinero salía de las arcas del Estado, lo mismo que el que se empleó en sobornos al comité ejecutivo de la FIFA para que cediera a las presiones y descartara la candidatura de Suecia en favor de la italiana, cosa que hizo finalmente en 1932.
El Duce ya tenía “su” Mundial; ahora había que ganarlo. Para ello, se asignó un presupuesto de 3,5 millones de liras al comité organizador y se inició una campaña nunca vista de propaganda –Italia se llenó de carteles con la efigie de Hércules, con un pie sobre un balón y haciendo el saludo fascista–... y de amenazas.
Durante el campeonato, que tuvo lugar entre el 27 de mayo y el 10 de junio de 1934, se intimidó sin tregua a los árbitros, a los jugadores (Monti confesaría más tarde que pasó mucho miedo y Guaita, ante la amenaza de enviarlo a la guerra colonial en Abisinia si perdía, optó por exiliarse en Francia), al seleccionador, Vittorio Pozzo, y hasta a los equipos rivales. De esto último se encargaban miembros de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional –los matones conocidos como “camisas negras”–, presentes y muy activos en el campo en todos los partidos disputados por la azzurra. Eso sin contar con que Mussolini tampoco se perdía un solo partido desde el palco de autoridades, además de mover los hilos en la sombra: tras decirle a Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol, que Italia debía ganar, ante la respuesta formularia de este –”Haremos todo lo posible”–, remarcó: “No me ha comprendido bien. Italia debe ganar este Mundial. Es una orden”.
Con todos estos mimbres, y también con un buen desempeño futbolístico, Italia, en efecto, se alzó con el triunfo frente a Checoslovaquia en una emocionante final jugada en Roma. Al día siguiente, el 11 de junio de 1934, el Duce organizó una fastuosa ceremonia para conmemorar la gesta.
Más información sobre el tema en el artículo Mundial de Francia: la guerra del fútbol de Nacho Otero. Aparece en el MUY HISTORIA, dedicado a 1938. A las puertas de la Segunda Guerra Mundial.
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