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Cruzadas: ¡Los árabes, al contraataque!

Los conflictos internos fueron un lastre para la reorganización islámica a la hora de enfrentarse a los cruzados. El liderazgo de Saladino supuso un cambio radical en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos.

Tras la conquista de Jerusalén que culminó la Primera Cruzada se sucedieron décadas de humillación islámica. El pueblo musulmán esperaba que el sultán abásida de Bagdad liderase la reacción. En la capital más importante del Islam hubo incluso manifestaciones populares en 1111, que degeneraron casi en levantamiento. Sin embargo, forjar la unidad de acción siempre se volvía, a la hora de la verdad, una tarea imposible.

A partir de 1127, emerge entre los musulmanes una figura esperanzadora: Zengi, gobernador primero de Mosul y luego también de Alepo, que unifica bajo su mandato gran parte del territorio sirio. Aunque al principio planeaba aumentar su poder a costa de más ciudades islámicas, como Damasco, acabaría por convertirse en el primer gran líder de los musulmanes en su reacción frente a la Cruzada, con el éxito de la reconquista de Edesa en la Nochebuena de 1144, que marcaría un giro en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos. Zengi se convertirá en todo un héroe, cuyas hazañas despiertan las ilusiones musulmanas por doquier. Se le atribuyen grandes cualidades de liderazgo y un carácter austero, disciplinado y alejado de la adulación, que le permitieron mantener a su tropa cohesionada en pos de nuevos objetivos, sin entregarse al pillaje a las primeras de cambio, como era usual.

Por desgracia, Zengi solo viviría dos años más tras su éxito en Edesa. En 1146, tras una noche de fiesta, en la que parece que bebió más alcohol de lo aconsejable, descubrió a uno de sus esclavos bebiendo de su misma copa. El siervo, que era un frany llamado Yaran-kash, recibió tan severa reprimenda que pensó que el castigo que tendría a la mañana siguiente iba a ser la pena máxima, de forma que decidió acabar con la vida de su señor mientras se encontraba en un estado lamentable. Como relataría un historiador árabe, “la mañana lo mostró tendido en el lecho, allí donde su eunuco lo había degollado”.

Su fallecimiento provocó la desbandada de su ejército: sin un líder que los mantuviera firmes, prefirieron llevarse cada uno lo que pudiera del tesoro que habían reunido. Los emires y gobernadores de las distintas ciudades árabes, por su parte, optaron por reforzar su poder personal. La centralización que había conseguido Zengi murió con él y las tendencias disgregadoras de los caudillos árabes volvieron a predominar.Tendrían que pasar veintitrés años para que apareciera un líder de un calibre similar: sería en 1169, cuando Saladino fue proclamado visir de Egipto.

De origen kurdo y nacido en Tikrit (actual Irak), su llegada hasta el país del Nilo había sido un tanto rocambolesca. Su tío, el prestigioso general Asad al-Din Shirkuh, había sido enviado por el sultán de Siria, Nur al-Din (hijo de Zengi), a combatir la invasión frany de Egipto, y había pedido que Saladino lo acompañase. Tras tres campañas de alianzas tornadizas, en las que el número dos y hombre fuerte de Egipto, Shawar, acabó aliado con los cristianos contra Shirkuh, el tío de Saladino devino gran vencedor y encargó a este que ejecutase con sus propias manos al traidor visir tras una emboscada. Shirkuh ocupó su lugar pero por poco tiempo, ya que dos meses después murió, oficialmente debido a una comida demasiado copiosa.

El califato fatimí –de confesión chií, no hay que olvidarlo– aún existía, aunque lo detentaba un joven de veinte años, Al-Adid, enfermo y muy dependiente de sus consejeros. Por sugerencia de estos, dio el cargo de visir a Saladino, confiando en que su juventud lo haría manejable. Contra lo esperado, enseguida demostró una gran capacidad e inteligencia y se hizo con las riendas efectivas del poder. Mientras el joven califa yacía en la agonía, Saladino aprovechó para dar por extinguido el califato fatimí, algo que le exigía su superior el gobernador de Siria, que era suní.

Acababa así la historia de una dinastía que en sus momentos de mayor gloria había llegado a dominar todo el norte de África, pero comenzaba un reinado más importante. En pocos años, Saladino se hizo con Libia y el Yemen, derrotó a los nubios y, cuando Nur al-din murió en Damasco, viajó hasta Siria para ser proclamado sultán del país. “La gente cayó bajo su embrujo”, escribía un cronista destacando su enorme carisma.

Con el control de El Cairo y Damasco, Saladino se dedicó en los años siguientes a asentar su poder sobre el interior de Siria y toda Mesopotamia, en sucesivas campañas. Y, a partir de entonces, con un liderazgo más unificado sobre el mundo musulmán, algo que no había conseguido ningún otro gobernante desde antes de la llegada de los frany, pudo desafiar a estos, cuyos reinos cruzados constituían la única mancha cristiana que separaba sus dominios musulmanes.

Lo hizo con el mismo éxito que hasta entonces. Su primer gran triunfo contra los frany fue en la batalla de los Cuernos de Hattin, el 4 de julio de 1187. Este lugar de Palestina, muy singular por la presencia de dos colinas volcánicas en torno a un estrecho desfiladero, se convirtió en un cementerio para los ejércitos cristianos, que primero se vieron impelidos a plantar batalla en desfavorables condiciones, ante la apremiante escasez de agua.

Más información sobre el tema en el artículo Bajo la mirada del Islam de José Ángel Martos. Aparece en el MUY HISTORIA, dedicado a Las Cruzadas. Primer choque de civilizaciones.

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