Domiciano, un emperador con tan mala fama como Calígula
Las fuentes clásicas lo ubican entre los emperadores romanos más odiados junto a Calígula y Nerón, pero los historiadores modernos rechazan esta versión.
Tito Flavio Domiciano fue césar del Imperio Romano desde el 14 de septiembre del año 81 hasta su asesinato, acaecido quince años y cuatro días después, el 18 de septiembre de 96. Con él se extinguió la dinastía Flavia, la más corta de la Historia de Roma: duró 27 años y comprendió los reinados de su padre, Vespasiano (69-79), de su hermano mayor, Tito (79-81), y el suyo propio. Esta familia accedió al poder tras la desastrosa situación creada con el suicidio forzado de Nerón y el llamado año de los cuatro emperadores; entre 68 y 69, Roma se vio inmersa en la guerra civil y se sucedieron en el trono imperial Galba, Otón, Vitelio y, finalmente, Vespasiano, que restauró el orden dinástico, relanzó la economía romana, aplastó la insurrección en Judea e inició la construcción del Coliseo, concluido por su hijo y sucesor, Tito. Ambos emperadores gozan de prestigio y buena fama, pero no así el hijo menor y último de la estirpe, Domiciano. ¿A qué se debe esta divergencia?
En efecto, las fuentes clásicas lo describen como un tirano cruel y paranoico y lo ubican por este motivo entre los emperadores romanos más odiados, llegando a comparar su vileza con las de Calígula y Nerón. Pero hay que tener en cuenta que esta visión tiene su origen en escritores e historiadores contemporáneos a él que le fueron abiertamente hostiles: Tácito, Plinio el Joven y Suetonio. Ello se debió, fundamentalmente, a la mala relación de Domiciano con la clase senatorial y aristocrática, a la que pertenecían estos historiadores clásicos y sus familias (por ejemplo, el suegro de Tácito, Cneo Julio Agrícola, era un enemigo personal del emperador). Además, Plinio, Tácito y Suetonio completaron sus respectivas obras sobre el reinado de Domiciano tras su asesinato y posterior damnatio memoriae (condena pública como enemigo del Estado, emitida por aquellos que acabaron con él). Todo ello, unido a las adversas comparaciones con los llamados Cinco Buenos Emperadores que le sucedieron –Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio–, tiñó de exageraciones la monstruosidad con que lo pintó la historiografía desde el siglo II hasta principios del siglo XX.
Así, desde que Ronald Syme ofreciera una nueva perspectiva sobre este emperador en 1930, se ha revisado su legado. La imagen que hoy dan de él los historiadores es la de un autócrata despiadado –si bien no más que otros de su época– al tiempo que eficiente. Su eficacia económica elevó la moneda romana a valores que nunca volvería a alcanzar; su política exterior fue realista y mesurada; algunos estudios sugieren que durante su reinado cesaron las persecuciones contra las minorías religiosas, incluidos los judíos y los cristianos. También se implicó personalmente en todas las ramas de su administración, haciendo que cesara la corrupción existente entre los funcionarios públicos. En el saldo negativo, extendió la censura hasta anular por completo la libertad de expresión; además, mantuvo una opresiva actitud hacia los senadores, a los que condenaba a menudo con pruebas falsas al exilio o la muerte por difamación. En definitiva, ni tanto ni tan calvo.