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Ana de Mendoza, la princesa de Éboli

Al quedar viuda le dio por la piedad y se instaló con vestidos, joyas y damas de honor en un convento de las carmelitas

Era tan extraño que un matrimonio de conveniencia –como todos en esa época– acabara en separación, que seguro que la niña Ana, bisnieta del cardenal Mendoza, se vio muy afectada por las continuas peleas de sus padres Diego de Mendoza y Catalina de Silva. La joven se avino con naturalidad y agradecimiento cuando el rey le propuso desposarse con Ruy Gómez da Silva, un príncipe portugués que le llevaba 24 años y que era secretario de Felipe II.

Era niña “bonita aunque chiquita”, se dice en sus capitulaciones matrimoniales de 1553, pero los esponsales no se consumaron hasta que Ruy no volvió de las campañas en 1557. La pareja tuvo más de diez hijos, de los que sobrevivieron seis, y en sus 13 años de matrimonio no conocieron desgracia ni problemas. El marido compró a su alocado suegro la villa de Éboli, en Italia, y consiguió de su amigo Felipe II el título de príncipe de esta localidad en 1559, además de conde de Mélito, duque de Francavilla, señor de Ulme y de Chamusca, duque de Pastrana y Grande de España. Ana no fue durante su matrimonio la casquivana a la que nos tiene acostumbrados la leyenda, sino una esposa poderosa, feliz y fiel.

Pero tampoco era una monja; al quedarse viuda le dio por la piedad y decidió instalarse con vestidos, joyas y damas nada menos que en uno de los conventos de carmelitas fundados por Teresa de Jesús en Pastrana. “¡La princesa monja, la casa doy por deshecha!”, dijo la santa abadesa, con su habitual sentido común. Y así fue. Las humildes hermanas descalzas tuvieron que abandonar el lugar y trasladarse a Segovia, para que la de Éboli con sus parches, golas y parafernalias no les disturbara el austero recogimiento.

Se fue luego a su lugar natural, nido de intrigas: la Corte. Allí pudo dedicarse a conspirar contra la casa de Alba, el partido del que tradicionalmente eran enemigos los Mendoza. Ahora, su facción la lideraba el sucesor de su marido, nuevo secretario de Felipe II, Antonio Pérez. El mejor chismorreo de la Corte en esos momentos era que Antonio Pérez era hijo de Ruy y tuvo que desmentirlo el propio emperador Carlos. Así que cuando Ana comenzó a tener relaciones con el poderoso secretario de Felipe II, el morbo era tremendo, ya que, supuestamente, ella era su madrastra.

Pero lo importante estaba por venir; Ana, con toda su facción Mendoza a las espaldas, y Antonio Pérez optaron por conspirar contra Juan de Austria, el hermano bastardo de Felipe II, oponiéndose a su posible matrimonio con María Estuardo. El caso es que Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria, empezó a descubrir todo el pastel y vino a la Corte a explicar a Felipe la situación. No se sabe si el Rey consintió o fue pura iniciativa del secretario, pero tres tipos cosieron a puñaladas a Juan de Escobedo en Madrid.

Hasta la muerte de Juan de Austria, Felipe no tomo cartas en el asunto; pero entonces mandó detener a Antonio Pérez y puso a Ana a buen recaudo en la Torre de Pinto o el palacio de los Éboli en Pastrana. No volvió a dejar salir a la intrigante Ana de su encierro, a pesar de que ella le pidió varias veces protección. Hasta 1592, en que murió, desde la plaza de la Hora de Pastrana se adivinaba tras las rejas una sombra oscura, y una mirada penetrante de un solo ojo taladraba el aire.

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