Robespierre, incorruptible e implacable
Maximiliano Robespierre, el temible revolucionario que hizo rodar tantas cabezas, también perdió la suya.
Maximiliano Robespierre (1758-1794), el hombre que dirigiría con mano de hierro la Revolución Francesa, fue el mayor de cinco hermanos en una familia burguesa venida a menos de la ciudad gala norteña de Arras. Huérfano de madre a los 9 años y abandonado por su padre, que emigró a América dejando a sus hijos con unos parientes, Maximiliano estudió con una beca en el colegio Louis le Grand de París y en la Escuela de Leyes. Pronto, su prestigio como abogado y su elocuencia le llevaron a ser elegido diputado de los Estados Generales en mayo de 1789 y formó parte de la Asamblea Nacional Constituyente. Líder de los jacobinos y afín a las ideas de Rousseau, combatió el absolutismo monárquico y defendió el sufragio universal directo, las libertades de prensa y reunión, la educación gratuita y la abolición de la esclavitud y de la pena de muerte. Su fama de hombre íntegro y austero le valió el apodo de “el Incorruptible”. También se significó como uno de los más radicales entre los dirigentes revolucionarios y se enfrentó a los girondinos moderados que dominaban la Asamblea constituida en 1791.
Los vientos de la Historia soplaron pronto a su favor y en agosto de 1792, la multitud asaltó la residencia real, lo que llevó a la proclamación de la República. Robespierre fue elegido diputado de la Convención Nacional, donde reclamó la ejecución de Luis XVI, que tuvo lugar en enero de 1793. En mayo, apoyado por el pueblo de París, obligó a la Convención a expulsar a los girondinos y en julio creó el Comité de Salvación Pública y se hizo con el control del gobierno. Francia se hallaba sumida en el caos, y Robespierre procedió a eliminar a todos aquellos a los que consideraba enemigos de la revolución, instaurando un régimen basado a la vez en la virtud y en el terror, según sus palabras, con el propósito de restablecer el orden y evitar una invasión exterior. Gobernó a golpe de guillotina, de la que no se libró ni su viejo aliado Danton. Como presidente de la Convención, Robespierre acumuló todo el poder y, en 1794, inspirado en el deísmo rousseauniano, proclamó el culto al Ser Supremo como religión oficial.
Un poder peligroso
Retraído, receloso y de sexualidad enigmática –nunca se le conoció relación con mujer alguna–, su creciente paranoia contra todo y contra todos le llevó a suprimir las garantías procesales de los acusados y a amenazar la inmunidad de los diputados, lo que le hizo perder los pocos apoyos que le quedaban. Un grupo de notables comandado por Carnot, Fouché y Tallien se conjuró contra él y le arrestaron el 27 de julio de 1794. Sus todavía seguidores se rebelaron en su apoyo, pero fueron reprimidos. El abogado Robespierre murió guillotinado el 28 de julio junto con sus ayudantes más cercanos.