La dinastía de los Austrias hispánicos
Durante los reinados de los primeros monarcas de la dinastía, Carlos I, Felipe II y Felipe III, se asistió al proceso de mayor expansión de la hegemonía hispánica, período comprendido entre los años 1517 y 1621.
Esta etapa estuvo favorecida por un despegue económico promovido por un aumento de la población y la llegada de remesas de metales preciosos desde el Nuevo Mundo. Los años de mayor prosperidad coincidieron con los mandatos de Carlos I y Felipe II, a los que siguieron crisis periódicas a partir de la segunda mitad del reinado de Felipe III, que se agravaron con los de Felipe IV y Carlos II, presagiando el ocaso de la dinastía y el cambio de coyuntura a finales del siglo XVII.
En este contexto, la aristocracia y el clero, sumisos a la corona, ocupaban la cúspide de una pirámide social en la que por debajo sobresalía una burguesía pujante pero debilitada por el afán de alcanzar promoción nobiliaria. En el escalón inferior estaban las clases populares urbanas y agrarias compuestas por pequeños comerciantes, artesanos, campesinos de realengo y vasallos de señoríos, gentes que sufrían casi todo el peso de una carga impositiva fiscal cada vez mayor con la que se atendían las necesidades de un Estado insaciable, con demasiados frentes militares y políticos abiertos. Mendigos, pillos y esclavos, junto con moriscos irreductibles y conversos judaicos, miembros de unas minorías inadaptadas dentro de una sociedad obsesionada por la pureza de sangre, ocupaban el estrato más bajo de la pirámide.
Sobre estos pilares, los Austrias hispanos construyeron un imperio desarrollando las estructuras de un Estado cimentado por los Reyes Católicos. Fue el resultado de la conjugación de una serie de elementos dispersos que juntos dieron forma a lo que hoy entendemos por España. A pesar de las graves crisis iniciales a las que tuvo que hacer frente la monarquía –recordemos la guerra de las Comunidades de Castilla y la rebelión de las Germanias–, se logró la necesaria estabilidad mediante un equilibrio entre el dinamismo del poder regio, identificado con Castilla, y la política de talante conciliador propia de la corona de Aragón. Los reinos no peninsulares de la periferia quedaron al margen de la toma de decisiones que afectaba al conjunto, lo que dificultó la cohesión del Imperio y favoreció su posterior disgregación.
Remite al artículo Un Imperio donde no se ponía el Sol, de José Luis Hernández Garvi, en la revista Muy Historia número 71.
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